Ezine internacional de cuentos en lengua original.

Ezine internacional de contos em língua original.

Ezine international de récits en langue originale.

Wednesday, 19 March 2025

BABELICUS No 28

 

BABELICUS nº28

REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL. MARZO, 2025

ADMINISTRADORES:

ADRIANA ALARCO, ELENA ZADRA, STEFANO VALENTE, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR



A nuestros fieles y amados lectores: Presentamos el número 28 de https://babelicus.blogspot.com/

Contiene relatos en español para entretener a la familia y dar a conocer escritores hispanos de varias latitudes. Ruego a otros escritores interesados en publicar en Babelicus (grupo abierto en Facebook sin fines de lucro) que envíen sus colaboraciones, preferiblemente de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com, junto con una semblanza del autor de cinco líneas. Quienes son publicados en la revista, luego de un escrutinio, no pierden sus derechos de autor. La revista es publicada en la página Babelicus de Facebook y se puede bajar del blog de Babelicus, indicado más arriba, donde se pueden encontrar todos los números de la revista.

 

Portada: Dama con Paraguas, óleo de Adriana Alarco de Zadra, marzo del 2025


 

ARGENTINA

ROLANDO MARTIÑÁ

HANS Y GRETA

 

Greta, “la de los ojos azules”, llegó como todas las tardes a su “estudio privado en espacio público”, como llamaba a esa mesa en el rincón, junto a la ventana, en el tradicional café de Belgrano. Como siempre, desplegó sus papeles y libretas, extrajo cuidadosamente un bolígrafo de entre los muchos que atesoraba, se calzó los lentes y se dispuso a iniciar su jornada literaria. Pero, como nunca, el simpático mozo que habitualmente la atendía, se demoró bastante en acercarse. Cuando lo hizo, y, ante la indicación “lo de siempre”, vaciló un tanto, se puso serio y sacando un papel del bolsillo dijo: “Hoy hay algo más…” Murmuró algo como “lo siento” y se retiró.

Greta desdobló el papel lentamente, y, con cierta aprensión, lo puso ante sus ojos… Su rostro se transformó entonces, musitó un “no”, cerró los ojos y, apretando su puño contra el pecho, pareció volar hacia algún otro lugar… O hacia otro tiempo, el tiempo en que en una tarde soleada de otoño conoció a Hans… Ella lo había visto pasar varias veces, paseando a su perrito por la vereda; a pesar de sus años, era un hombre apuesto, con un andar seguro y un gesto amable que hacían reparar en él. E iba siempre con unos auriculares, que no parecían hacer juego con la edad y lo mostraban un tanto ausente. Ella había escrito esa vez: “Un hombre… bello… nunca creí volver a decir esto… y con ese aire de estar en otro mundo que hace que una quiera ir a ver cómo es…”.

Una tarde particularmente fría de mayo, el hombre entró al bar. Se sentó en una mesa cercana, se sacó los audífonos y pidió un café mientras observaba alrededor. Greta sintió su vista en el perfil y no pudo evitar mirarlo, él sonrió, ella también y nada más.

Nada menos, en verdad, porque a partir de ahí, cada tarde, más o menos a la misma hora, Hans repetía el ritual. Hasta que una vez se acercó a ella, la saludó con cortesía y le preguntó si era escritora. Ella esbozó una sonrisa modesta y preguntó a su vez qué escuchaba. Mahler, dijo él. ¡Ah!, dijo ella, como quién dice “qué sofisticado”.

Ya no se separaron. Durante los meses más fríos del año, cada tarde, se encontraban allí y charlaban de muchas cosas, al abrigo de lluvias y vientos y del alboroto de las calles. Greta había escrito: “…nos hicimos un mundo aparte, él supo que yo era huérfana desde niña y que vivía con una acompañante en un pequeño departamento cercano. Yo supe que él era viudo, y había tenido dos hijas, una de las cuales lo visitaba cada tanto en el geriátrico. Y que ambos habíamos nacido en Alemania”.

Hubo días de euforia, en los que hasta fantasearon con casarse, con ceremonia y todo, quizá en la Iglesia del barrio que se conocía como “La Redonda”, y rieron con ganas al caer en la cuenta de que ella era judía. También hubo momentos de honda tristeza, en los que cada uno volvía sobre sus sombras y la tarde caía así. Pero el momento culminante fue cuando, divagando con lo del casamiento, repararon en un detalle de sus vidas que los estremeció: “… descubrimos que podríamos haber sido enemigos… Y más aún, ironías de la vida: él, que no era judío, había padecido un año en Dachau, y yo, que sí lo era, había quedado huérfana durante el bombardeo aliado a Dresde”.

Esa tarde fue una de las más intensas. Pasaron de la risa al llanto varias veces, ida y vuelta. Eso sí, siempre con decoro, sin escándalo, sin molestar a los demás, como los habían educado. Nadie que los hubiera observado, hubiera descubierto sus tremendas turbulencias interiores. Salvo, quizá, quien hubiera visto cuando él levantó la manga de su chaleco, arremangó su camisa y le mostró su antebrazo. Ella se tapó los ojos con la mano, agachó su cabeza y permanecieron en silencio el resto del tiempo.

Nunca más hablaron de eso. Ahora, Greta, con el pudor de siempre, miró al mozo que la observaba desde lejos y movió su cabeza varias veces en señal de gratitud. Luego, tomó su bolígrafo preferido, abrió uno de sus cuadernos y comenzó a escribir:

“Querido Hans: en este momento, prefiero recordar uno de los comentarios más amables que me hicieron en la vida. Fue cuando me dijiste que ya no traías los auriculares, porque preferías escucharme a mí, a mis relatos, a mis cuidadas palabras… Que eran como una caricia. Nosotros, querido Hans, invertimos la fórmula: la muerte nos separó, pero estábamos destinados a encontrarnos. Y convertimos nuestro invierno en una breve pero espléndida primavera. Un milagro de los que rara vez ocurren. Regocijémonos por eso y por poder despedirnos así. Hasta pronto”.

Greta, la de los ojos azules.

Luego, tras inclinarse y besar la página, guardó cuidadosamente sus cosas, se incorporó, abandonó el lugar y se fue, tranquila, por la vereda del sol.

“El amor es a veces un des(a)tino, a menudo un trabajo, por momentos un bálsamo. Pero siempre, siempre es un misterio”. (R.M).

 

*Rolando Martiñá. Escritor argentino, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Tiene publicados ocho libros de educación, dos de cuentos, una sola novela y su último libro de cuentos, que está disponible para la venta: “Cuentos de todos los amores. Visitá a Rolando Martiñá en Facebook: @rolando martiñá escritor. Escribile por wasap al +54 011 115 375 1313. O al correo librosdepapel2019@gmail.com y te lo enviamos dentro y fuera de Argentina.

 

ARGENTINA

FERNANDO SORRENTINO

LA BIBLIOTECA DE MABEL

 

1

Aquejado de cierta manía clasificatoria, desde adolescente me di a catalogar los libros de mi biblioteca.

En el momento de cursar el quinto año del secundario, ya contaba con una razonable —para mi edad— cantidad de volúmenes: me estaba acercando a los seiscientos.

Poseía un sello de goma con la siguiente leyenda:

Biblioteca de Fernando Sorrentino

Volumen n.º ______

Fecha de alta: ______

Apenas entraba un nuevo libro, le aplicaba el sello —con tinta siempre negra— en la primera página, lo numeraba correlativamente y consignaba —con tinta siempre azul— la fecha de adquisición. Luego, a imitación del antiguo catálogo de la Biblioteca Nacional, asentaba sus datos en una ficha de cartulina, que archivaba en orden alfabético.

Mis fuentes para adquirir información literaria eran los catálogos editoriales y el Pequeño Larousse Ilustrado. Un ejemplo cualquiera: en unas cuantas colecciones de diversas editoriales se hallaba Atala. René. El último abencerraje. Instigado por esa profusión y porque Chateaubriand parecía, en las páginas del Larousse, revestir mucha importancia, adquirí el libro en la edición de la Colección Austral, de Espasa-Calpe. A pesar de estas precauciones, esas tres historias me resultaron tan insoportables como evanescentes.

Como contrapartes de estos fracasos hubo rotundos éxitos: en la colección Robin Hood fui fascinado por David Copperfield y, en la Biblioteca Mundial Sopena, por Crimen y castigo.

En la acera de los números pares de la avenida Santa Fe, y poco antes de llegar a la calle Emilio Ravignani, se arrinconaba la Librería Muñoz: oscura, profunda, húmeda y mohosa, con pisos de listones de madera que crujían un poco. Su dueño era un español de unos sesenta años, muy serio y algo macilento.

Solía atenderme el único dependiente: joven, calvo, erróneo y sin mayor conocimiento de los libros que se le pedían ni de su ubicación. Se llamaba Horacio.

En el momento de esa tarde en que yo acababa de entrar en el local, Horacio se encontraba hurgueteando por diversos estantes, en busca de vaya a saber qué título. Según pude inferir, se lo había solicitado una chica, alta y flaca, que, mientras tanto, paseaba su mirada por la amplia mesa donde se exponían volúmenes de segunda mano.

Desde las honduras del comercio llegó la voz del propietario:

—¿Qué buscas ahora, Horacio…?

El adverbio ahora indicaba cierto mal humor.

—No encuentro Don Segundo Sombra, don Antonio. En los estantes de Emecé no está.

—Es libro de Losada, no de Emecé. Fíjate en el estante de la Contemporánea.

Cambió Horacio el lugar de sus búsquedas y, tras extensa exploración, se volvió hacia la muchacha y le dijo:

—No, lo siento, no queda ningún Don Segundo.

La chica se lamentó, dijo que lo necesitaba para el colegio, preguntó dónde podría conseguirlo.

Horacio, azorado ante un enigma insondable, abrió grandes los ojos y levantó las cejas.

Por suerte, don Antonio había oído la pregunta:

—Por aquí —contestó—, difícil. No hay buenas librerías. Tendrías que ir al centro, a El Ateneo, o a alguna otra de Florida o de Corrientes. O, si no, cerca de Cabildo y Juramento.

La decepción turbó el rostro de la muchacha.

—Disculpame que me meta —le dije—. Si me prometés tratarlo con cuidado y devolvérmelo, yo puedo prestarte Don Segundo Sombra.

Sentí que me ruborizaba, como si hubiera incurrido en una audacia inconcebible. Y, simultáneamente, experimenté disgusto contra mí mismo por haberme dejado llevar por un impulso que se oponía a mi verdadero sentir: amo a mis libros y aborrezco prestarlos.

No sé exactamente qué respondió la muchacha, pero —tras algunos remilgos— terminó por aceptar el ofrecimiento.

—Necesito leerlo en seguida para el colegio —dijo, como justificándose.

Luego supe que cursaba el tercer año en el colegio para mujeres de la calle Carranza. Le propuse que me acompañara hasta mi casa para entregarle el libro en cuestión. Le dije mi nombre y apellido, y ella me dio los suyos: Mabel Mogaburu.

Pero antes de ponernos en marcha cumplí con el objetivo que me había llevado a la Librería Muñoz: compré Los crímenes de la rue Morgue. Yo ya había leído las Historias extraordinarias y, encantado, decidí reincidir en las ficciones de Edgar Allan Poe.

—No me gusta nada —dijo Mabel—. Es truculento y efectista. Siempre con esas historias de asesinatos, de muertos, de ataúdes… No me atraen los cadáveres.

Mientras caminábamos por Carranza hacia la calle Costa Rica, Mabel habló, con entusiasmo y sinceridad, de su afición (o, más bien, pasión) por la literatura. En ese punto había honda afinidad conmigo, pero, desde luego, mencionaba autores convergentes y divergentes de nuestros respectivos amores literarios. Aunque yo le llevaba dos años de edad, me pareció que Mabel había leído una cantidad bastante mayor que la mía.

Era morena, más alta y más delgada que lo que me había parecido en la librería. La adornaba cierta elegancia difusa. El matiz aceitunado del rostro parecía atenuar alguna palidez más profunda. Los ojos oscuros se clavaban rectamente en los míos, y me costaba sostener la intensidad de esa mirada inmóvil.

Llegamos a la puerta de mi casa de la calle Costa Rica.

—Esperame en la vereda un minuto, que en seguida te traigo el libro.

Y, en efecto, lo encontré al instante, pues, por una cuestión de homogeneidad, tenía (y sigo teniendo) los libros agrupados por colección. De manera que Don Segundo Sombra (Biblioteca Contemporánea, Editorial Losada) se hallaba entre La metamorfosis de Kafka y El candor del padre Brown de Chesterton.

Al volver a la calle, advertí —aunque nada conozco de ropas— que Mabel vestía de una manera, digamos, algo anticuada, con blusa grisácea y pollera negra.

—Como ves —le dije—, este libro está flamante, como si lo hubiera comprado hace un segundo en la librería de don Antonio. Por favor, cuidalo, forralo, no dobles las páginas como señalador y, sobre todo, no se te ocurra escribir una sola coma en él.

Tomó el libro —largas y bellas manos— con lo que me pareció cierto respeto burlón. El volumen, con su anaranjado impecable, parecía recién salido de la imprenta. Lo hojeó un poco.

—Pero veo que vos sí escribís en el libro —dijo.

—Por supuesto, pero lo hago con lápiz, con letra pequeña y muy prolija: son notas y observaciones útiles para enriquecer mi lectura. Además —agregué, un poco irritado—, el libro es mío y le doy el uso que me da la gana.

En seguida me arrepentí del desplante, pues vi mortificación en el rostro de Mabel.

—Bueno —dijo—, si no confiás en mí, prefiero que no me lo prestes.

Y me lo extendió.

—No, no. De ninguna manera. Simplemente, cuidalo: confío en tu prudencia.

—Oh —miraba la primera página—. ¿Tenés catalogados los libros…?

Y leyó en voz alta, sin ánimo jocoso:

—“Biblioteca de Fernando Sorrentino. Volumen número 232. Fecha de alta: 23/04/1957”.

—Así es: lo compré cuando estaba en segundo año. Lo pidió el profesor para trabajarlo en las clases de castellano.

—Los pocos cuentos de Güiraldes que he leído me parecieron bastante malos… Por eso nunca se me ocurrió comprar Don Segundo.

—Yo creo que te va a gustar: al menos no hay ataúdes ni casas malditas ni enterrados vivos… ¿Cuándo calculás que me lo devolverías?

—Antes de quince días lo tenés de vuelta, tan esplendoroso —subrayó— como me lo das ahora. Y, para que te quedes tranquilo, voy a anotarte mi dirección y mi teléfono.

—No hace falta —dije, por decoro.

De la cartera extrajo un bolígrafo y un cuaderno escolar, y escribió algo en la última página; la arrancó y yo la acepté. Para más seguridad, también le di mi número de teléfono.

—Bueno, en fin… Muy agradecida. Me voy a casa.

Me estrechó la mano (en esa época no se estilaban los besos de ahora) y se alejó hacia la esquina de Bonpland.

Me quedé con alguna inquietud. ¿No habría cometido un error al prestar un libro querido a una persona de la que nada sabía…? Los datos que me había brindado ¿no serían apócrifos…?

La hoja del cuaderno era cuadriculada; la tinta, verde. Busqué en la guía telefónica el apellido Mogaburu. Suspiré con alivio: un tal Mogaburu, Honorio figuraba en el domicilio anotado por Mabel.

Entre La metamorfosis y El candor del padre Brown coloqué una ficha con esta leyenda: Falta Don Segundo Sombra, prestado a Mabel Mogaburu el día martes 7 de junio de 1960. Prometió devolverlo, como última fecha, el miércoles 22 de junio. Y, debajo, agregué su dirección y su teléfono.

Luego, en la página de mi agenda correspondiente al 22 de junio, escribí: Mabel. ¡Ojo! Don Segundo.

 

2

Corrió esa semana y también se deslizó la siguiente. Desarrollé las actividades habituales —en general, no deseadas— de un alumno que cursaba el último año de la segunda enseñanza.

Estábamos en la tarde del jueves 23. Como suele ocurrirme hasta el día de hoy, hago anotaciones en mi agenda y luego olvido leerlas. Mabel no me había llamado para devolverme el libro o, si fuera el caso, para solicitarme una prórroga del préstamo.

Marqué el número de Honorio Mogaburu. Del otro lado de la línea, la campanilla sonó hasta diez veces sin que nadie atendiera. Corté y volví a llamar, muchas veces y a distintas horas, con el mismo resultado infructuoso.

El proceso se repitió el atardecer del viernes.

El sábado a la mañana me dirigí a la casa de Mabel, en la calle Arévalo, entre Guatemala y Paraguay.

Antes de tocar el timbre, observé la casa desde la acera de enfrente. Típica construcción de Palermo Viejo: puerta en el medio de la fachada y una ventana a cada lado. Por una de ellas se veía luz: ¿estaría en esa habitación Mabel, entregada a la lectura…?

Abrió la puerta un hombre alto y moreno, al que imaginé abuelo de Mabel:

—¿Qué deseaba…?

—Disculpe. ¿Esta es la casa de Mabel Mogaburu?

—Sí, pero ella ahora no está. Yo soy el papá. ¿Para qué la necesitaba? ¿Es algo urgente?

—No, no es urgente ni demasiado importante. Es que yo le había prestado un libro y…, en fin, ahora lo necesitaría para… —busqué alguna causa plausible— …un examen que tengo el lunes en el colegio.

—Entre, por favor.

Tras un breve zaguán surgió una salita que me pareció pobre y antigua. Flotaba cierto olor desagradable, como de salsa de tomates fría mezclado con vapores de insecticida. Sobre una mesita estaba desplegado el diario La Prensa y había un ejemplar de la revista Mecánica Popular.

El hombre se movía con extrema lentitud. Era bastante parecido a Mabel, con su semblante aceitunado y sus ojos de mirada dura.

—¿Qué libro le prestó usted a Mabel?

—Don Segundo Sombra.

—Vayamos a la pieza de Mabel, a ver si lo encontramos.

Sentí un poco de vergüenza por incomodar a ese hombre mayor que juzgué infortunado y que vivía en una casa tan triste.

—No se moleste —le dije—. Puedo volver otro día, cuando esté Mabel. No hay apuro.

—Pero ¿no me dijo que el libro le hace falta para el lunes…?

Tenía razón. Preferí no agregar nada.

Cubría la cama de Mabel una colcha bordó, con cierto brillo atenuado.

—Estos son los libros de Mabel —me llevó hasta una diminuta biblioteca de solamente tres estantes—. Vea si está el que busca.

No creo que hubiese ni siquiera cien volúmenes. Abundaban los de la Editorial Tor, entre los que reconocí —porque también yo tenía esa edición del año 1944— El fantasma de la Ópera, con su tremebunda ilustración de tapa. E identifiqué otros títulos comunes, siempre de ediciones bastante antiguas.

Pero Don Segundo no se hallaba allí.

—Yo lo hice pasar para que se quedara tranquilo —dijo el hombre—. Pero Mabel hace muchos años que no trae libros a esta biblioteca. Ya habrá visto que estos son bastante viejos, ¿no?

—Sí, me extrañó un poco que no hubiera libros más recientes…

—Si está de acuerdo y si tiene tiempo y ganas —me clavó su mirada y me hizo bajar la mía—, ahora mismo le damos punto final a este asunto. Vayamos a buscar su libro a la biblioteca de Mabel.

Se colocó anteojos y agitó un llavero.

—En mi auto llegamos en menos de diez minutos.

El auto era un DeSoto, negro y enorme, imagino que modelo 46 o 47. En su interior me recibió un tufo de encierro y de tabaco viejo.

Mogaburu dio la vuelta a la manzana y tomó Dorrego. Pronto estuvimos en Lacroze, en Corrientes, en Guzmán, y entramos en las calles interiores del cementerio de la Chacarita.

Descendimos y echamos a andar por esos senderos adoquinados. Mi bendita o maldita curiosidad literaria me impulsaba a seguirlo, sin preguntas, ahora por la zona de las bóvedas. En una en cuyo frontispicio se leía MOGABURU abrió con una llave la puerta de hierro negro.

—Venga —me dijo—, no tenga miedo.

Aunque yo no deseaba hacerlo, obedecí, pues me molestó su alusión a mi presunto miedo. Entré en la bóveda y bajé una escalerita metálica. Había dos ataúdes.

—En este cajón —el hombre señaló el del catre inferior— descansa María Rosa, mi mujer, que murió el mismo día en que Frondizi asumía la presidencia.

Con los nudillos dio unos golpecitos en la tapa.

—Y este otro pertenece a mi hija Mabel. Murió, la pobrecita, tan joven. Sólo tenía quince años cuando se la llevó Dios, en mayo de 1945. El mes pasado se cumplieron quince años de su muerte: ahora tendría treinta.

Se inclinó un poco sobre el ataúd y sonrió, como quien comparte una confidencia amable:

—La injusta muerte no logró apartarla de su gran pasión: la literatura. Continuó, incansablemente, leyendo libro tras libro. ¿Ve? Aquí está la otra biblioteca de Mabel, más completa y actualizada que la que está en casa.

En efecto, una pared de la bóveda estaba cubierta, desde el suelo hasta el techo, por centenares de libros, casi todos —por falta de espacio, deduje— horizontales y en doble fila.

—Ella, como es muy metódica, fue llenando los estantes desde arriba hacia abajo, y de izquierda a derecha. Por lo tanto, su libro, como es de préstamo reciente, debe estar en el estante a medio llenar de la derecha.

Una fuerza desconocida me llevó al anaquel señalado. Allí estaba mi Don Segundo.

—En general —continuó Mogaburu—, no se han presentado demasiadas personas a reclamar los libros prestados. Se ve que usted los quiere mucho.

Yo tenía la mirada fija en la primera página de Don Segundo. Una enorme equis verde tachaba mi sello y mi anotación. Debajo, con el mismo color y cuidadosa letra de imprenta, se leían tres líneas:

 

Biblioteca de Mabel Mogaburu

Volumen 5328

7 de junio de 1960

“Hija de puta”, pensé. “Y tanto que le recomendé que no fuera a escribir ni una coma”.

—Bueno, en fin, así son las cosas —decía el papá—. ¿Va a llevarse el libro o lo deja en donación para la biblioteca de Mabel?

Con rabia y con gesto hosco, repliqué:

—Por supuesto que me lo voy a llevar. No me gusta desprenderme de mis libros.

—Hace bien —contestó, mientras subíamos la escalera—. De cualquier manera, a Mabel le será muy fácil conseguir en seguida otro ejemplar.

 

 

 

Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en la primavera de 1942. Sus más recientes libros de cuentos son El crimen de san Alberto (Buenos Aires, Editorial Losada), El centro de la telaraña (Buenos Aires, Editorial Longseller), ambos del año 2008, Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Veracruz, Instituto Literario de Veracruz, 2013), Problema resuelto / Problem gelöst (2014), edición bilingüe español/alemán (Düsseldorf, Düsseldorf University Press, 2014) y Los reyes de la fiesta, y otros cuentos con cierto humor (Madrid, Apache Libros, 2015).

 

ARGENTINA

LUIS DUARTE

EL BARCO

 

Ya alejados de la euforia de gritos y llantos y forcejeos, aliviados por haber alcanzado ese único bote salvavidas, y mientras el viejo barco se hundía en medio del océano, nueve hombres y una mujer se aferraban cada uno a su alma. Ninguno había formado parte de la tripulación. Aduciendo creer profundamente en los valores de la democracia, un tipo con pinta de director de empresa propuso votar para que alguien asumiera el mando. Otro, parecido a Woody Allen, se levantó, haciendo equilibrio se acomodó los anteojos, chasqueó la lengua y dijo que en ese caso la democracia servía tanto como una botella vacía en el desierto.

—Señores —agregó—, disiento. No debe tomar el mando el más votado, sino el mejor, el más capacitado. Propongo que cada uno de nosotros cuente qué tipo de conocimiento tiene sobre las inclemencias del océano. Así entre todos podremos elegir al capitán que nos lleve a tierra firme.

La diminuta mujer, que, acurrucada en el piso, ni se había movido desde que pisó el bote, levantó la mano. De a uno, fueron girando para observarla.

—Caballeros, mi nombre es Aurora. Comprendan una cosa. —Se levantó apenas, se unió al asiento de los demás, y ahí se inclinó hasta poder estrujar el agua de su pelo afuera del bote—. Comparto la idea de que alguien debe comandar, pero no importa si tiene o no conocimientos previos, sino que creamos en lo que nos proponga.

—Ah —dijo Woody—, entonces asumo que usted está de acuerdo conmigo.

—La salida no está en el más votado, ni en el más capacitado. En este caso todo eso es inútil. La salida está en quien sea capaz de convencernos de su propuesta. Y hacia allí iremos todos juntos. ¿Qué me dicen?

—Que estás demente —vociferó uno de los que remaba—. ¿Qué conocimiento tenés vos para venir a plantear semejante boludez?

—Si no se toma la medida acertada, morirán en pocos minutos. Y si logran continuar con vida, la sed los matará en días... o el hambre en semanas. Pero si aun así tenemos la dicha de permanecer respirando dentro de este bote, moriremos de la peor forma posible, de miedo.

Quienes remaban habían dejado de hacerlo. Solo el agua rebotando.

—¿De dónde sacó usted esas pavadas, mujer? —dijo uno, ya entrando en el anochecer.

—Sepan esto —dijo ella con voz conciliadora—. Sobrevivir depende de tres factores: conocimiento, equipo y entrenamiento. Y como verán… no contamos con nada de eso. Miren a su alrededor, el tiempo se ha detenido. Sientan, huelan, perciban el arrullo del agua. Y disfruten, señores, disfruten, estamos dentro del gran útero del planeta. ¿Vieron que los dramas aparecen por alimentar ilusiones en los periodos de abundancia? En este bote se comparte un mismo destino. Si no lo ven así, solo nos queda naufragar. ¿Por qué me miran de esa manera?

—Pero… —dijo el director de empresa—. ¿Y si el elegido se equivoca? ¿Y si nos hundimos por sus malas decisiones?

Woody asintió en apoyo.

—Si se equivoca —dijo ella—, no pasa nada, moriremos sin más. Que…, visto y considerando, es nuestro destino probable. Para salvarse es imperioso estar convencidos de lograrlo. Y yo lo estoy, sé cómo hacerlo, se los aseguro.

—A ver —la cortó Woody—, cuál sería su propuesta. Largue de una vez.

—Debemos leer las señales que brindan las estrellas, el sol y la luna. —Miró a los ojos a cada uno—. Si están de acuerdo, yo seré la capitana.

Y ahí estaban todos: los hombres mirándose, el vaivén del oleaje, el silencio, un resignado menear de cabezas.

Finalmente aceptaron la propuesta de aquella mujer, que de inmediato, con una férrea voz de mando, expresó:

—Es por allá, por el oeste. —Aurora señaló una gota del firmamento. Y le obedecieron.

Cuando uno, tras largas horas de naufragio, gritó ¡Tierra, Tierra!, Aurora les agradeció por haber creído en ella, se refrescó la nuca con agua del océano y desapareció. La diminuta mujer volvió a acuclillarse en el suelo del bote donde permaneció justificada. De sus labios germinó una sonrisa.

 

Luis Duarte, escritor argentino, nacido en Lanús, provincia de Buenos Aires, en enero de 1969. Estudió periodismo y fue conductor del programa “Mano y contramano”, en FM La Tribu 88.7 mhz. Actualmente conduce su propio programa de radio “El Quijote En el parque”. El cuento que compartimos pertenece al libro “Latigazos del azar”. Sus otros libros son los siguientes: “La herradura de Freud”, 2013. “Fósforos gemelos”, 2014. “Latigazos del azar”, 2016. “Los guantes de Zaratustra”, 2018. “Rombos”, 2022. “Lagartijas”, último libro publicado en abril de 2024. ¿Cómo contactar al autor? Spotify: Luis Duarte. Youtube: Luis Duarte escritor. Facebook: Luis Duarte. Fan page de Facebook: Luis Duarte escritor. Correo: luisenriqueduarte@hotmail.com o por WhatsApp al -54011 53751313.

 

 

PERÚ

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

LECTURA EN EL AÑO 2053

 

¡Es maravilloso! Al fin puedo leer un cuento: «El dinosaurio» de Augusto Monterroso. Tiene nueve palabras, incluyendo el título. Estoy leyendo una por semana. Lo terminaré para Año Nuevo.

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, 1982). Codirige la revista El Muqui. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (2022, en colaboración). Correo electrónico: fanzineelhorla@gmail.com

 



BABELICUS No 27

 

BABELICUS nº27

REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL - DICIEMBRE, 2024

ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, ELENA ZADRA, STEFANO VALENTE, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR



A nuestros fieles y amados lectores:  Presentamos el número 27 de https://babelicus.blogspot.com/  

Contiene relatos en español para entretener a la familia y dar a conocer escritores hispanos de varias latitudes. Ruego a otros escritores interesados en publicar en Babelicus (grupo abierto en Facebook sin fines de lucro) que envíen sus colaboraciones, preferiblemente de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com, junto con una semblanza del autor de cinco líneas. Quienes son publicados en la revista, luego de un escrutinio, no pierden sus derechos de autor. La revista es publicada en la página Babelicus de Facebook y se puede bajar del blog de Babelicus, indicado más arriba, donde se pueden encontrar todos los números de la revista.

 

Portada: Vendimia, óleo de Adriana Alarco de Zadra

 ARGENTINA

ROLANDO MARTIÑÁ

PALABRA DE ABUELO

 

                Ayer me pasó algo divertido y por eso se los voy a contar. Yo estaba haciendo los deberes en la mesa del patio, bastante apurado porque me esperaban los chicos para jugar a la pelota en la vereda. Cada tanto le daba un sorbo a mi Toddy y subía un poco la radio para ver cómo iba “Tarzanito”. En eso, mi mamá me llamó desde la cocina donde ya había empezado a preparar la cena y me dijo que tenía que ir a la verdulería de Don José a buscar una “verdurita” para el caldo. Yo protesté un poco, pero no mucho, porque, si no, no me dejaban salir a jugar, así que le dije que terminaba unas cuentas y después iba.

                Así fue: tomé unas monedas, las apreté en mi mano derecha y salí disparando por el patio hacia la puerta de calle. Pero ahí, en el escalón, tomando el fresco como todas las tardes estaba mi abuelo Mingo, y casi me lo llevé por delante. Él era medio chinchudo de por sí, pero ahí se puso más, y empezó a rezongar, y me preguntó a dónde iba tan apurado. Yo, casi sin parar, le dije que iba a comprar verdurita, pero él, que era medio sordo, entendió “figuritas” y protestó más todavía, porque decía que ya había comprado ayer, que qué era eso de ir a cada rato al quiosco.

                Yo me largué a reír, pero seguí de largo hacia lo de Don José. Al volver con la verdurita, le conté a mi mamá lo que había pasado con el abuelo y ella se rio mucho, y también mis tías que andaban por ahí. Y como me parece un lindo tema libre de composición, se los cuento acá.

                ¿Qué les parece? Palabras más, palabras menos, esta fue mi primera “obra literaria”. Cuando la leyó también la maestra, se rio mucho y me pidió que fuera a mostrársela a la directora, la cual me llenó de elogios, y creo que fueron los primeros “quince minutos de fama” de mi vida. Pero quizá fueron algo más. Quizá fueron el principio de un puente tendido entre mi amor a la educación y mi amor a las palabras, quizá fueron el germen de una vocación, quizá fueron los primeros signos de la existencia en mí de un don que no debía desperdiciar: elegir bien las palabras e influir con ellas a los demás. Y, si fuera posible, con ternura y humor.

                Creo haber recibido el legado. Creo haber sido digno de aquel abuelo Mingo, aquel italiano analfabeto, pero músico y cantor, que había sobrellevado en su remota aldea italiana una infancia seguramente más dura que la mía, pero que me había transmitido, casi sin darse cuenta, sus propios dones. Y creo seguir cumpliendo en pasarlo a mis hijos y contemplar con júbilo cómo ellos lo pasan a los suyos, los nietos de este nieto agradecido, que cada vez que, como ahora, escribe algo o les cuenta un cuento, o simplemente tararea un aria de la Traviata, le rinde un homenaje al inefable abuelo Mingo, y también a tantos que, como él, se desvivieron para que pudiéramos vivir. Les juro que lo hago cada vez.

 

Rolando Martiñá, escritor argentino, docente, psicoterapeuta y escritor. Tiene publicados ocho libros de educación, tres de cuentos, una sola novela y su último libro digital “Los hijos del viento. Una historia de héroes, islas y princesas”. Podés conseguirlos escribiendo a librosdepapel2019@gmail.com En Instagram: @librerialibrosdepapel.

 

URUGUAY

CARLOS MARIA FEDERICI

¡GUAPO Y PORFIADO, EL HOMBRE!

 

LOS CUENTOS QUE SE LE OLVIDARON A LANDRISCINA: ¡GUAPO Y PORFIADO, EL HOMBRE!...

Don Luis, eximio cuentista,

se contó los mil y uno,

pero se le quedó alguno

fuera de esa larga lista.

Lo que don Luis no contó, tradición chaqueña.

(Se recomienda leerlo imaginándoselo relatado por el inimitable Don Luis).

 

Pa’ hombre porfiado, el paisano Aparicio. Y no solamente eso, no. Siempre quería tener “la última palabra” y, sobre todo, “no perder cara” en ninguna circunstancia.

Con decirle, mire, que cuando no tuvo más remedio que ir a la ciudad por unos trámites de su campito, de entrada encontró problemas. Claro, él estaba acostumbrado “al descampa’o”, como él decía; todo raso, ¿vio? Y en la ciudad se olvidó de los cordones de las veredas, y, claro, se “trompezó” con uno y se fue de cara al suelo.

Se hizo flor de corte en la frente, y lo llevaron al hospital, y ahí el enfermero que lo atendía se apiadó de su condición:

—¡Pero mire el agujero que se hizo, hombre! ¡Hay que mirar dónde se pone el pie!

Y él, medio tapado por los vendajes y medio dormido por los calmantes, todavía tuvo arrestos para “guapiar”:

—¡Zí..., pero ujté no vio la rajadura que le hize a la “vedera”!

Lo peor, sin embargo, fue lo que le pasó el día que fue al banco a retirar unos pesos.

De repente entraron tres encapuchados, con medias negras en la cabeza, tremendos revólveres y una “recortada”, y empezaron a gritar:

—¡Al suelo todo el mundo! ¡Esto es un asalto!

¡Pah!... Ahí fue el desparramo de la gente, que gritos por acá, que llantos por allá, y todos se tiraron al piso. Menos Aparicio, que, porfiado como buen paisano, se quedó paradito ahí en el medio del tumulto, diciendo:

—¡Yo no me tiro nada! ¡No lej tengo miedo a ezoz!

Uno de los que tenía al lado, en el suelo, le tiró del pantalón, susurrándole, muerto de miedo:

—¡Tírese, don, que lo matan! ¡Son capaces de todo!...

—¡Bah! ¡Me lleg’ a tocar alguno y ze va ’repentir! ¡No me tiro nada!

Lo vio el de la “recortada” y se le vino al humo:

—¿Qué tenés en las orejas? ¡Al suelo, dije! ¡Vamos, o…!

—¿O qué? ¡Tocame y te vaj a ’repentir!

Y ya le mandaron flor de culatazo con la “recortada”, que era bien dura, y ahí quedó el pobre Aparicio, despatarrado entre el montón.

En pocos minutos salieron disparando los asaltantes, y entonces el que estaba junto a Aparicio trató de reanimarlo, todo condolido:

—¡Pero, mi amigo! ¡Mire cómo me lo dejaron!... ¿Vio? ¡Yo le avisé!

Y Aparicio, más muerto que vivo por el golpazo, pero siempre porfiado, contestó:

—¡Ja! ¡Ze salvó porque no me tocó! ¡Que zi no…!

 

Carlos María Federici (Montevideo, Uruguay, 1941). Escritor profesional desde 1961. Publicaciones en revistas nacionales, americanas y europeas. Traducido a varias lenguas. Participé en antologías internacionales y tengo 13 libros publicados, siendo algunos de estas segundas ediciones de distintas editoriales (10 títulos originales). Se me otorgaron diversos premios en certámenes nacionales e internacionales.

 

ARGENTINA

FERNANDO SORRENTINO

ESTIMADO DON PABLO: ¿USTED PODRÍA EXPLICARNOS…?

 

Pablo Neruda escribió, entre otros muchos, el extenso poema “Alturas de Machu Picchu”, dividido en doce partes.  Yo logré leer la primera:

 

Del aire al aire, como una red vacía,

iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo,

en el advenimiento del otoño la moneda extendida

de las hojas, y entre la primavera y las espigas,

lo que el más grande amor, como dentro de un guante

que cae, nos entrega como una larga luna.

(Días de fulgor vivo en la intemperie

de los cuerpos: aceros convertidos

al silencio del ácido:

noches desdichadas hasta la última harina:

estambres agredidos de la patria nupcial.)

Alguien que me esperó entre los violines

encontró un mundo como una torre enterrada

hundiendo su espiral más abajo de todas

las hojas de color de ronco azufre:

más abajo, en el oro de la geología,

como una espada envuelta en meteoros,

hundí la mano turbulenta y dulce

en lo más genital de lo terrestre.

Puse la frente entre las olas profundas,

descendí como gota entre la paz sulfúrica,

y, como un ciego, regresé al jazmín

de la gastada primavera humana.

2. Seré sincero. El hecho es que me hallaba segurísimo de que yo era, al menos, medianamente inteligente.

Pero el texto del poeta chileno estuvo en un tris de pulverizar la saludable autoestima de que continúo gozando hasta el día de hoy.

¿Por qué? Me hinco de rodillas y, con lágrimas en los ojos, urbi et orbi me confieso: el hecho es que no logro entender absolutamente nada del texto pergeñado por el Premio Nobel 1971.

Doy por sentado, probado, acreditado, certificado y homologado por autoridad competente que no sólo esta primera parte sino también todo el poema constituye un conjunto de admirables excelsitudes líricas. Sin embargo, como carezco de vocación, de capacidad y de paciencia para descifrar jeroglíficos, me abstengo de emprender tal misión –para mí– imposible.

Eso sí, me tomo la libertad de preguntarme si el mismísimo Pablo Neruda habría podido explicarnos qué nos quiso decir. Tal vez el triunfo habría coronado su cometido; tal vez habría fracasado en el intento…

 

Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en la primavera de 1942. Sus más recientes libros de cuentos son El crimen de san Alberto (Buenos Aires, Editorial Losada), El centro de la telaraña (Buenos Aires, Editorial Longseller), ambos del año 2008, Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Veracruz, Instituto Literario de Veracruz, 2013), Problema resuelto / Problem gelöst (2014), edición bilingüe español/alemán (Düsseldorf, Düsseldorf University Press, 2014) y Los reyes de la fiesta, y otros cuentos con cierto humor (Madrid, Apache Libros, 2015).

 

ARGENTINA

LUIS DUARTE

LAGO EN EL CIELO

 

1

Los mocasines de Alejandro retumban en el largo pasillo del subte. A medida que avanza, la melodía de un saxo lo agiganta sin saber por qué, como la revelación de un simple deseo sumergido.

Cientos de personas indiferentes apuran el paso mientras ella, con los ojos cerrados, toca; espalda y talón besan la curva de la pared.

Alejandro se detiene: parece el peor ejemplar del mejor taxidermista. Sus sentidos son presa de un suave aturdimiento, y su ritmo cardíaco es un ciempiés elefante saltando sobre su cuarto chacra.

Ella termina el tema, abre los ojos.

Él aprecia cómo esa mueca de eternidad se aleja. Entre silencios, sus miradas conectan en los bordes de una ignota dimensión somática.

Aplaude. Debajo de su capa de estupor yace un hilo de pensamiento. Toda ella es un hecho artístico: boina jamaiquina, grueso collar de almejas azules, remera blanca con Bob Marley estampado, calzas verde loro, chatitas.

—Qué natural lo hacés —dice él secándose los ojos—. Te felicito. Es como si estuvieras hablando.

—Gracias… no hay que sufrir para tocarlo.

—¿Cómo te llamás?

—Astrid.

—Encantado, Alejandro.

—Gracias, señor. —Ella levanta el saxo.

—Esperá, esperá. —La voz le sale nerviosa—. Quiero invit… Quizás esto te parezca una locura. Mañana vuelo a Montevideo por trabajo y vuelvo en el día. ¿Te animás a tocar en las nubes?

Astrid se encoge de hombros. Luego dice:

—Vea, señor, yo jamás pasé de mi terraza en Lanús.

—Perfecto, te dejo mi tarjeta. Nada, por si me querés googlear. Nos vemos mañana, ¿sí? Acá mismo, ¿te parece? Bien temprano, a las ocho. Sólo te pido un favor: si no venís, avísame. La ilusión es veneno.

Astrid sonríe, se muerde el labio, mira el piso. Y toca un par de tonos sueltos.

—Pero, disculpe. Apenas lo conozco..., Alejandro.

—Astrid, el miedo no suma, siempre multiplica.

2

Alejandro aumenta la potencia del Cessna manteniendo el eje de la pista hasta alcanzar 300 pies. Guarda los flaps, reduce potencia. Sigue en ascenso. En los 500 pies, la avioneta se nivela, y él reduce a potencia crucero. Ya en recto y nivelado, compensa. Es una mañana ventosa, sin embargo, la avioneta vuela estable. Mientras, Astrid teje la melodía de una nueva conciencia que se esparce por cada rincón de la nave y se cuela en cada orificio. El tiempo no tiene opciones: transpira o sangra. La razón es un oso de peluche en un basurero.

Danzan las luces en la cabina. Los graves se intensifican, el vuelo rompe las nubes. Él mira la presión de los controles y percibe la suya. Astrid pone a respirar el saxo. Para lograr ciertos estados es necesario que la piel desconfíe de su memoria.

El Cessna sube en línea recta girando como un trompo. Los dos gritan. Las alas atraviesan el solfeo donde el ángulo de ataque es excesivo. Ella se aferra al saxo, sopla con fuerza. Cuando supone que están cerca del sol, Alejandro corta contacto con la torre de control. Apaga los motores. En ese segundo se respira distinto, es la música, es la convicción. Almas de un ojo que se miran entre sí.

Caen en picada en la zona del delta.

Alejandro levanta los brazos, dice que aterrizar es pecado. Ella toca, toca más, expulsa los años. Saben que han abandonado el cielo: ahora el suelo es más grande.

Termina el tema. Se miran con ojos reencarnados. Antes de que la nariz del jet se estrelle contra el agua, Alejandro la levanta. Callados, dan un par de vueltas. Él le dice que ahí abajo está el lomo del tigre, y ella sonríe.

Aterrizan.

En la parada del 60, se abrazan. Astrid sube y se sienta del lado de la ventanilla. La abre.

—Gracias —le dice a él que está abajo— me encantó. Otro día yo te invito a mi tren que hace Pueyrredón-Congreso de Tucumán. Pero…, es bajo tierra.

3

Alejandro activa la alarma del auto, entra en su casa.

Le es imposible abstraerse del olor a azafrán esparcido por el living y de las imágenes de los tres fugados de un penal de máxima seguridad que muestra la tele. Baja el volumen.

Oye a sus nenes jugar al Poliladron en la planta alta.

Aparece Corbata, y se para en dos patas sobre su pecho. Cuando intenta acariciarlo, el perro se baja, lo huele por todos lados. Le extraña que no le mueva la cola, como siempre. Finalmente, el perro se echa debajo de la mesa y lo mira fijo, muy fijo.

El sonido del saxo sigue en su hipotálamo.

Saco y corbata vuelan con fastidio al sofá.

Al darse vuelta, su mujer le da un beso, lo abraza con fuerza. Le dice que se lave las manos, que la comida está lista. Después, se asoma por la escalera y repite el pedido a los chicos.

La mujer les sirve a los nenes que no pueden sacar la vista de la tele, donde ahora hay dibujitos. A él le pregunta pata o muslo, mi amor. Se sirve ella y se sienta.

Antes de que Alejandro mastique el primer bocado, le pregunta:

—¿Y… al final fuiste a ver a tu hija?

 

Luis Duarte, escritor argentino, nacido en Lanús, prov. De Buenos Aires, en enero de 1969. Estudió periodismo y fue conductor del programa “Mano y contramano”, en FM La Tribu 88.7 mhz. Actualmente conduce su propio programa de radio “El Quijote En el parque”. El cuento que compartimos pertenece al libro “LaPtigazos del azar”. Sus otros libros son los siguientes: “La herradura de Freud”, 2013. “Fósforos gemelos”, 2014. “Latigazos del azar”, 2016. “Los guantes de Zaratustra”, 2018. “Rombos”, 2022. “Lagartijas”, último libro publicado en abril de 2024. Correo electrónico: Librosdepapel2019@gmail.com.

 

ARGENTINA

ISABEL HERNÁNDEZ

EL PAÍS DEL SILENCIO

 

Siendo muy niña, conocí el melancólico folklore del exilio y aprendí a escuchar verdades relativas enredadas en mentiras soberbias.

De la mano de mi madre, vi a mi padre cruzar la frontera sin mirar atrás, arrastrándose lento, con la pereza de un lagarto. Sospechaba que se iba para siempre, pero aún no sabía que dejaba atrás una tierra sin vida, sin aliento.

Más tarde, también cruzamos nosotras.

Lejos de la peste represora, de las legendarias juventudes militantes, lejos del país que no se puede olvidar, aprendí que el exilio es silencio. Sólo unas pocas voces fueron capaces de destruirlo, de quebrar el eco de los teatros de operaciones, de las masacres, del aullido de los campos de tortura, las pesadillas del sometimiento y la humillación.

Yo también rompí el silencio, muchos años después. Volví a Chile sola, con el corazón desbocado y sin imaginar que seguiría tragando fango en otro largo exilio interior.

Sólo me quedaba mi abuelo. Él vivía al sur de Santiago y yo lo visitaba muy a menudo. Había superado la barrera de los ochenta y los años habían conseguido convertirlo en un fantasma de sí mismo. Estaba lúcido, aunque yo sabía que su memoria desgastada pronto iba a morir. También sabía que entre nosotros había una profunda cercanía, una gran complicidad que ninguno de los dos se permitía admitir. Al menos era lo que yo creía.

Una tarde crucé el umbral de aquella casa familiar, los postigos estaban cerrados y el último tronco había muerto bajo las cenizas. Un silencio sombrío extendía su dominio. Fui hacia el único dormitorio habitado y allí estaba el viejo en su cama, muy cerca ya de su final. Lloraba silenciosamente, con la timidez de alguien que rara vez ha llorado en su vida.

Sus ojos habían perdido la luz. Su voz era seca, monótona. Movía los dedos con gracia persuasiva, como entregando a las palabras la forma convincente que no alcanzaba darles al pronunciarlas. Me señaló un mueble desvencijado y puso en mis manos una llave que sacó de entre sus almohadas.

—La caja verde.

Hizo una pausa y me clavó los ojos.

Durante lo poco que recuerdo de mi infancia en mi país, ese dormitorio era mi lugar preferido. Allí había escuchado muchas historias de esas que se mezclan y se olvidan. Historias que flotan en la bruma, vuelan con el viento o viajan a través de los años desfiguradas por el filo de las repeticiones. Pero detrás de esos cuentos de familia feliz, se escondía una cierta amargura que con el paso del tiempo había aumentado. Yo lo percibía sin entenderlo, porque el viejo era parco, ensimismado, aunque lo hostigara con un enjambre de preguntas. 

¿Cómo imaginar que ese ser tan querido, a quien sólo creía culparme de pecados irrelevantes, había construido una vida de ficción para esconderse? ¿Cómo entender que era parte del infierno, de la más silenciosa, grisácea y deprimente camada de miserables?

Abrí la caja.

Tenía en mis manos unas insignias que me quemaban los dedos.

Pensé en el sentido de toda esa basura y al principio me pareció trivial. Eran piochas con el nombre de mi abuelo, colleras, placas de un comando de fuerzas especiales, medallas militares, condecoraciones y todos los putísimos emblemas pinochetistas.

Hubo otro silencio. La voz del viejo se engrosó por la emoción.  

—Nadie lo sabía, nadie lo supo nunca. Yo sólo era un civil.

Lo interrogué con la mirada.

—Fuimos muchos los del comando. 

Se enturbiaba su voz entrecortada. Me asustaron sus palabras.

—Ahora dicen que los marxistas no eran delincuentes. Sí que lo eran.

Una hebra de saliva roía la comisura de sus labios. Era un cadáver prematuro, con una piel tan pálida que no llegaba a ocultar la sombra violácea de sus venas.

 

—Yo ya no quería más muertes, te lo juro, hijita. Los mandos me obligaron.

Tiritaba. Era una golondrina herida que al final del otoño sólo espera resignada el frío que inevitablemente la matará.

—Después vino el pacto de silencio.

Su corazón se descontrolaba. Había un arrastrar de piedras por su garganta, era el ronquido de la muerte.

—Me obligaron. Yo ya no quería más, ya estaba viejo… Pero me entrenaron bien y ellos sabían que yo lo hacía bien. Sabía reducir sin asco a los comunistas. Así era.  

Una mueca estúpida le deformó la cara.

—Ellos humillaban a la patria. Y al General querían verlo muerto.

Enarcó las cejas y sonrió.

—Primero el deber, segundo el deber, y tercero, que el deber quedara bien cumplido. —Puso los ojos en blanco.

—Nunca busqué honores, nunca. Y ahora busco tu perdón, ya no el de Dios.

En esas últimas palabras sentí el miedo o algo peor: el asco. La señal, la marca de su casta. ¿Qué hacer con la infamia? ¿Qué hacer con la confesión del que muere sobre unos cojines mudos, aplastado por el llanto amargo del remordimiento?

Ese querido viejo era un delincuente, un asesino de inocentes. Era el padre de mi padre, era un cobarde, un traidor. Se puede amar a un criminal, pero ese amor estará siempre enredado en la culpa, la propia y la ajena. Y desde el día después del funeral, volví a callar y a exiliarme para siempre en el país del silencio.

        

Isabel Hernández nació en Rosario, Argentina. Es antropóloga y narradora. Vive en Santiago de Chile. Ha publicado y recibido premios literarios internacionales en México, España, Colombia, USA, Argentina y Chile. www.isabelhernandezescritora.blogspot.com

 

PERÚ

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

DESPERTAR CALMO

 

Cuando desperté, el dinosaurio ya no estaba allí: había retornado al otro lado del espejo.

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, 1982). Codirige la revista El Muqui. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (2022, en colaboración).

 

PERÚ

ALEJANDRO MAURTUA

MINI POLICIA

 

Mi nombre es Alejandro, tengo una hermana pequeña de nombre Isabella. Desde que nació me convertí en un mini policía en mi vida.

Ella es mi prioridad.  La estoy siempre cuidando para que ella esté segura.

Por ejemplo, me aseguro siempre que, cuando patina en su scooter, tenga su casco bien puesto.

También estoy chequeando que cuando cruza la calle esté atenta y también le enseño a ser amable con las personas. En mi colegio soy el vigilante y estoy detrás de todos para que se cuiden y estén seguros. Chequeo también el jardín del colegio para que esté limpio y que todos los alumnos se porten correctamente.

Con mis habilidades creo que puedo llevar a mi comunidad a un mejor nivel de seguridad.

Ser un mini policía es muy importante y tiene uno muchas responsabilidades para poder lograr que el lugar adonde vives sea mejor y más seguro para todos.

 

Alejandro Maurtua es peruano y vive en Lima. Cursa estudios en el quinto año en su Colegio.  Babelicus le da la bienvenida a este escritor en ciernes, que viene de familia de reconocidos periodistas.



Sunday, 15 September 2024

BABELICUS nº26

 

BABELICUS nº26

REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL – SEPTIEMBRE 2024

ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, ELENA ZADRA,

 STEFANO VALENTE, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR




A nuestros fieles y amados lectores:

Presentamos el número 24 de BABELICUS EN ESPAÑOL, https://babelicus.blogspot.com/   

Contiene relatos en español para entretener a la familia y dar a conocer escritores hispanos de varias latitudes. Ruego a otros escritores interesados en publicar en Babelicus, (grupo abierto en Facebook sin fines de lucro) que envíen sus colaboraciones, preferiblemente de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com,  junto con una semblanza del autor de cinco líneas. Quienes vienen publicados en la revista luego de un escrutinio, no pierden sus derechos de autor. La revista viene publicada en la página Babelicus de Facebook y se puede bajar del blog de Babelicus, indicado más arriba, donde se pueden encontrar todos los números de la revista.

 

Portada: óleo de Adriana Alarco de Zadra


ARGENTINA


LUIS DUARTE 


SIMBIOSIS 

 

Sofía lee y se mece en la silla de mimbre. Con una mano sujeta Las aventuras de la oruga glotona y con la otra acaricia a Gaspar, su gato bizco. Cada vez que le plancha el lomo, el gato ronronea y levanta la cola, con la mirada sumergida en algún buen recuerdo. Del otro lado de la silla hay un balde con algunos cornalitos.  

El living tiene un ventanal que da a un patio interior desbordado de plantas y helechos. 

El papá de Sofía está en el muelle, pescando con sus amigos, como hace un fin de semana al mes. Cuando el mar le da la espalda, la mamá de Sofía debe salir a pedir hígado fiado en la carnicería del barrio. Con eso, al menos tiran unos días. Pero cuando la mano viene bien, abarrotan el freezer de cornalitos y pejerreyes.   

—Escuchá, Gaspar, escuchá, que ya falta poco para que llegue papá. Recemos para que traiga la heladerita cargada. —Sigue con la lectura—. Para qué la pequeña oruga se convierta en mariposa, tiene que comer una manzana el lunes, dos peras el martes, tres ciruelas el miércoles… —Ruidos desde la cocina, y ella detiene la lectura: mamá y sus benditos cubiertos. Larga un bufido sostenido, como si se desinflara. Extiende la mano, Gaspar le lame el índice y ella cambia de página. Saca un cornalito y lo deja caer en la boca abierta del gato, que lo engulle y pasa la lengua como un limpiaparabrisas, dos, tres veces—. Como te decía…, cuatro fresas el jueves y cinco frutillas el viernes. Bueno, tampoco me mires así, Gaspar. ¿Vos no entendés que sábados y domingos se descansa? —El gato la observa sin parpadear—. Escuchá, escuchá: Moraleja —sigue, con la mano en alto como un director de orquesta—: Buscamos en la naturaleza confirmar nuestra imperfección. Guaaaaauuuu, ¿qué habrá querido decir con eso? ¡Qué raro que escriben los escritores! Hasta hay uno que se animó a escribir historias sobre elefantes rosas, ¿la podés creer? 

—Sofi —un grito desde la cocina—. ¿Ya te lavaste las manos? ¿Pusiste la mesa, Sofi?  

—Ya voy, mamá. Estamos leyendo.  —Resopla y achina los ojos. Golpea los nudillos contra la tapa del libro ya cerrado—. Perdónala, Gaspar. No es mala, lo que pasa es que no sabe respetar los momentos de placer. 

—Dale, hija, dale. Tengo el aceite a punto. Haceme un favor: andá a la heladera y traeme los cornalitos. Apúrate, ¿sí? Rápido. 

Ella se asoma al balde, tres cornalitos quedan.  

—¡Uy, no! —Se agarra la cabeza y se le cae el libro—. Mañana la seguimos, Gaspar. Ahora hacete humo. Y no me mires así, che. —Levanta el libro del piso—. No me mires así, que si hoy papá no trae nada, vas a tener que volver a corretear palomas: en el freezer quedan nada más que cubitos. Al final vos sos peor que la oruga glotona. Bueno, basta, dale, apúrate, rajá ahora. 

El gato empuja el mantel y se mete debajo de la mesa.  

—¿Y? —dice la madre ya en el living, secándose la frente con el delantal—. Dale, hija, dale. Si se quema el aceite, queda una porquería. —Espera unos segundos una respuesta que no llega. La mira como tantas veces: se da cuenta de que algo no anda bien. Va a la heladera, busca y rebusca en la bolsa vacía.  

—¿Dónde? —grita con los brazos en jarra—. ¿Dónde corno está el pescado?  

—Pero…, mamá. 

—Pero nada. Si me entero que se lo diste a ese gato pulgoso, no te dejo leer por una semana. 

—¿Ah, sí? ¿Y no tenés miedo que te acusen de maltrato infantil? 

—Por última vez lo pregunto, Sofía: ¿dónde está el pescado? Te voy a dar a vos maltrato infantil. 

—Para que sepas, ayer la señorita Alicia nos dijo que en Islandia se pasan la Nochebuena leyendo. ¿Entendés? Le-yen-do. —Señala el libro—. Después de cenar, se regalan libros. Y se pasan toda la noche leyendo.  

—¿Y eso qué tiene que ver con los cornalitos? 

—Entonces los padres les leen historias a sus hijos. ¿Hasta acá me seguís? 

—O me decís dónde está el pescado, o… 

—Y como vos siempre andás buscando comida por el barrio —dice con los ojos cerrados—, y papá se la pasa con sus amigos pescando, yo le tengo que leer a Gaspar, para cumplir con la tradición de Islandia.  

La mamá de Sofía se desploma en el sofá, arranca con un puchero y sigue con un llanto insoportable. Sofía se le sienta al lado, apoya la cabeza en el hombro agitado, y le dice: 

—Mamá, dejame decirte algo… —Toma aire, Gaspar la mira desde abajo del mantel—. Papá se va a pescar con los amigos porque se aburrió de nosotras. No te pongas mal, mamá. Es así. Hay que aceptarlo: se aburrió… 

—¿Qué está pasando acá —oye que dice su papá desde el umbral de la puerta— que todavía no pusieron la mesa? 

—Nada, papi. Lo de siempre: mamá se emociona con lo que le leo. ¿Querés que te lea Las aventuras de la oruga glotona? 

 

Luis Duarte, escritor argentino, nació en Lanús en enero de 1969. Estudió periodismo y fue conductor del programa “Mano y contramano”, en FM La Tribu 88.7 mhz. Actualmente conduce su propio programa de radio “El Quijote en el parque”. En cuanto a su carrera literaria, sus libros son los siguientes: “La herradura de Freud”, 2013. “Fósforos gemelos”, 2014. Reedición de este título en España, año 2016. “Latigazos del azar”, 2016. “Los guantes de Zaratustra”, 2018. Y “Rombos”, su último libro publicado por Alción Editora en septiembre 2022. ¿Cómo conseguir los libros de Luis Duarte? Correo electrónico: librosdepapel2019@gmail.com. A través de esta página web, se envía dentro de Argentina y también podés pedir el libro electrónico: https://librosdepapel.com.ar/producto/rombos/

 

PERÚ

DANIEL GAMARRA

ALBACEAS

 

«¿Por qué hoy sí?», les dice a las primas, «¿por qué no antes, otras veces que también he cumplido años?». Están abajo, sentados a mitad de las escaleras. Las tías, la madre, arriba, en el único cuarto de la azotea, el que era del abuelo. Las primas no le contestan. Se miran entre ellas, abrazando sus oscuras velas. En la cara, como una vieja muñeca que se fueran prestando, la misma sonrisa de apenas dientes que ponen siempre los que saben algo que alguien más no.

Han venido hoy a la tarde, en el fósil humeante que dejó el abuelo. En la descascarada CHEVROLET APACHE 1960, que llegó resollando como un monstruo de otro tiempo, renqueando hacia la extinción. Desde el raído de la cortina las había visto llegar. Las cinco tías en las dos cabinas, las cuatro primas, atrás, donde en vida el abuelo acomodaba las cargas, y de donde, segundos antes que la camioneta se detuviera, han saltado como serpientes hacia la vereda.

«¿Verdad que no sabes?», le dice la menor de ellas, la más chiquita, enroscando la manito libre entre las barandas, «vinimos para saber, para que nos digan para quién es la casa».

Él es el del medio, dos primas mayores, dos menores, aunque igual todos van como por la misma edad. Como si en los catorce meses que separan a la primera de la última, sus madres hubieran convenido algún pacto. Todas lo cumplieron, salvo su tía, la mayor, que aún sigue intentando.

Había corrido a abrirles apenas las vio saltar.

«De verdad es fea», había dicho la prima menor intermedia, aterrizando frente a la casa, «valdrá solo lo que el terreno».

«Parece una mano haciendo así», había dicho la mayor de todos, la mayor mayor, haciendo puño, estirando, obsceno, el dedo más largo. Lo parecía, vista desde afuera. Con la robusta fachada y el solitario cuartucho, arriba, empinándose como sobre un pedestal, justo en el centro de la azotea.

«¡No!», había dicho la chiquita, lanzándose sobre la mayor mayor, deshaciéndole el puño como quien abre una ostra, «las niñas, ¡no!».

«Y el abuelo es el único que puede decírnoslo», dice la prima mayor intermedia, sentada al filo del rellano, los zapatos balanceándose como una pareja de ahorcados sobre el hueco de la escalera.

«Sí», dice la mayor mayor, «solo él puede decirnos para quién es la casa».

«Solo él», dice la menor intermedia, «él y nadie más».

«Pero el abuelo está muerto», les dice él. Y las cuatro se miran y se echan a reír otra vez. Se había quedado esperándolas detrás de la puerta, sin atreverse a abrirla del todo, y se la han empujado como si no la sostuviera nadie del otro lado. Apenas le han mirado cuando han entrado y si lo han hecho, ha sido con el mismo gesto con el que luego han escudriñado cada mancha de grasa en las paredes, cada fantasma de polvo desvaneciendo los espejos y los anaqueles, cada araña trenzando sus mortajas en cada esquina y rincón de la casa.

Ni siquiera le han saludado al pasar junto a él. Han seguido de frente. Las tías, directo hacia la azotea, donde toda la tarde ha estado metida la madre. Las primas, solo hasta las escaleras, sonrientes, apretando contra su pecho la vela negra que ha traído cada una consigo,y que, de ponerlas juntas, no cabrían de gruesas sobre ningún pastel. Desde ahí le han llamado, y él, obediente, ha acudido.

«Tú no te preocupes», le dice la mayor intermedia, montada boca abajo en el pasamanos, «él estará aquí».

«Sí», dice la mayor mayor, «solo debemos tener paciencia».

«Pero, no entiendo», les dice él, «¿cómo puede ser eso?».

«Ya lo verás», dice la menor intermedia, «ahora solo nos queda esperar».

«¿Esperar qué?», les dice él.

«Pues al Maestro», dice la chiquita, señalando hacia la puerta, «sin él no podríamos siquiera empezar».

Y esta vez nadie ríe.

No las ha visto desde el entierro del abuelo y antes de eso muy pocas veces. Quizá llevan puestos los mismos vestidos de esa mañana, tenebrosos ahora dentro de la casa, a esa hora de la tarde. Lo mismo las tías, su madre que, arriba, esperan como ellos, aunque en silencio, y, quién sabe, en la oscuridad.

«La mía la vendería», dice la menor intermedia. Se ha tendido de largo sobre uno de los peldaños, fingiendo estar muerta.

«La mía la echaría abajo», dice la chiquita, «ya tiene el proyecto para un edificio».

«La mía la dividiría para alquilar», dice la mayor mayor.

«¿Alquilar?, dice la mayor intermedia, «¿quién querría vivir aquí?».

«La madre de este», dice la mayor mayor, «de seguro ella». Y él no sabe hacia dónde mirar. Solo su madre habría podido mudarse para cuidar al abuelo en esos meses finales. Por las tías, no habría habido forma. Estaba el marido, la inmobiliaria, el tratamiento, la pareja, la depresión: sus propias vidas. Su madre, en cambio, carecía de esas excusas.

«O quizá, la otra», dice la mayor intermedia, deslizándose por el pasamanos, «la que no puede tener hijos». «No deberías decir eso», dice la chiquita, «debe de ser terrible no poder tener hijos».

«No lo sé», dice la mayor mayor, «tal vez no sea peor a tener una madre loca».

«Prefiero eso a tener dos madres», dice la menor intermedia.

«Al menos las mías no duermen con sus jefes», dice la mayor intermedia.

«Y, ¿qué hay de este?», dice la chiquita, irguiendo hacia él su vela, «peor debe ser no tener padre».

Afuera ya es noche.

«¡Madre!, ¡madre!», suben corriendo todas juntas. Lo han dejado solo, abajo, con el hombre que canta o aúlla a cuatro patas en medio de la sala, con su olor dulzón, entre hierbajos y estiércol, con la sonaja que agita en la mano izquierda, reseca y ennegrecida como una fruta muerta, y que no ha dejado de sacudir desde que cruzó la puerta. Es pequeño, apenas un poco más alto que la prima mayor. Quizá por el sombrero que no se ha quitado, hecho como con piel de cabra o de cordero, oscuro, denso, como si se tragara de un bocado toda luz que le saliera al paso. Las tías, la madre, las primas, bajan a recibirlo. Saludan al hombre, le muestran las escaleras hacia la azotea, le invitan a subir.

«Por fin», sisean entre ellas las primas, trepando tras sus madres, tras la tía, tras el hombre, «el Maestro».

Tienen que llamarle para que se anime a subir. Jamás, ni en vida del abuelo ha estado arriba, y menos en esa habitación. La encuentra a oscuras y se detiene ante la puerta entreabierta. La mano de alguien, invisible más allá de la muñeca, enciende, una a una, las velas. Las llamas le parecen azules, lo mismo las sombras de su madre, sus tías, sus primas, amuralladas alrededor del hombre. La misma mano le invita a pasar, a tenderse sobre la polvorienta cama. No hay regalo, no hay pastel. Solo el ruedo de sombras temblorosas por el viento que se cuela silbando entre las grietas. Solo el canto, el aullido que se renueva, el cascabeleo maligno de la sonaja que, con él ahí acorralado, parece volver a cobrar vida. En la penumbra azul, la uña del hombre, gruesa como el casco de un animal, le señala y los ojos de todos parecen estar apuntándole como linternas. Como sopladas sobre un pastel, las velas se apagan.

«Dinos», le susurran en el oscuro, «dinos para quién es la casa…».

 

PERÚ

DANIEL GAMARRA

SOL ROJO SOBRE CHANG’AN

 

Poco antes de mediodía, mientras repasaba los surcos que había estado trazando desde el amanecer sobre los arrozales, Lu Yuan dejó caer el pesado azadón de hierro y se echó a correr, emocionado, rumbo a la casa de su hermano, el poeta Lu Xun, para contarle que el día anterior, hacia el ocaso, la hermosa Xiao Yi había condescendido por fin a su ruego.

Lu Xun vivía del otro lado de la montaña, en el Templo de los Dioses Tutelares. Lu Yuan había recorrido apenas la mitad del camino cuando lo vio aproximándose por el polvoriento sendero. Llevaba entre las mangas unos olorosos rollos de papel de arroz, y se dirigía hacia la casa de Lu Yuan para leerle los últimos versos que acababa de escribir y que involucraban a la dulce Xiao Yi, el crepúsculo y el ojo sangrante de un legendario pájaro de fuego.

«Formidable», dijo Lu Yuan, «es tal y como me ha ocurrido ayer».

«¿Qué quieres decir con eso?», dijo Lu Xun. «Cada detalle es exacto», dijo Lu Yuan, «como si tú mismo hubieras estado ahí». «Ese asqueroso licor de arroz que prepa ras», dijo Lu Xun, «por fin te ha encostrado el cerebro».

«¿Por qué dices eso?», dijo Lu Yuan. «Porque esto», dijo Lu Xun, «es tal y como a mí me ha ocurrido ayer».

«Que se te pudra la lengua en el hocico», dijo Lu Yuan, «¿cómo te atreves a injuriar el honor de Xiao Yi de esa manera?».

«Perro deslenguado», dijo Lu Xun, «¿me estás llamando mentiroso?».

De los insultos pasaron a las amenazas y, enceguecidos por el orgullo, a los empellones. Fue una pelea muy torpe, aunque muy pareja que consistió sobre todo en cerrar los ojos y lanzar manotazos al aire, tratando de asirse de la tiñosa trenza, mientras retorcían el cuello hacia atrás con vehemencia, como si prefirieran dislocarse a sí mismos con tal de mantener a salvo la propia.

Tras la agotadora e inútil escaramuza, se dejaron caer, exhaustos, uno junto al otro, a un costado del camino, resollando por el esfuerzo. A medida que recuperaban el aliento, fueron recapacitando en silencio, hasta llegar, a un mismo tiempo, a la conclusión de que lo más prudente sería ponerse de pie e ir en busca de la inocente Xiao Yi y así, todos juntos, poner fin a toda aquella confusión.

Corrieron como desesperados por los amarillos campos que alimentan al imperio, temerosos de que les ganara la tarde. Por entre las musgosas fauces de bestias con las bocas abiertas que coronan los seis puentes de piedra. Por sobre el serpenteante sendero de lajas que, tal y como ambos afirmaban haber recorrido el día anterior, los conduciría hacia el herrumbroso portón de la Mansión Roja.

Los muros eran muy altos y carecían de agarres como para intentar siquiera escalarlos. Las puertas laterales de los invariables jardines permanecían siempre cerradas, salvo una, en forma de luna, en el Ala Oeste que, lo sabían muy bien, no estaría atrancada por dentro. Aprovecharon para sacudirse el polvo y acicalarse las agitadas trenzas antes de introducirse, sintiendo, como la primera vez, la fragancia de las flores de ciruelo reblandeciéndoles los huesos.

Adentro, bordearon el lánguido estanque, en cuyas aguas detenidas, las hojas recientes del loto se entremezclaban con las marchitas, y donde, sobre la superficie, se reflejaba, límpido, el arqueado puente de barandillas rojas que, esta vez, al atravesarlo, no crujió bajo su peso.

Penetraron con cuidado en el umbral del apacible patio, conteniendo la respiración, atentos a cualquier ruido. Dos cigüeñas dormitaban bajo el damero de sombras que proyectaban los bambúes sobre el musgo. Al fondo de la terraza, sentada sobre las escaleras, Xiao Yi cantaba, de espaldas a ellos. Su voz les rozaba, pálida, como un eco:

Mi corazón va con los gansos que vuelan hacia el lejano sur,

y en el crepúsculo, sola, me siento a escuchar los golpes de las lavanderas…

Arrastrados por su aroma, se fueron acercando. Como fantasmas, sus pisadas hundían apenas los amarillos crisantemos que alfombraban el suelo del patio.

Xiao Yi estaba inclinada sobre su labor, aprovechando las últimas luces de la tarde. Llevaba el cabello recogido en un moño, sujetado por un único alfiler. A sus pies se en roscaban los cinco hilos de seda que tramaban el edredón brocado que con esmero iba des tejiendo sobre su regazo, desbaratando una a una, con cada puntada, las ceñidas parejas de patos mandarines que, dándose la espalda, tupían el diseño.

La observaban en silencio, sin que ninguno de ellos se atreviese a hablarle. En algún patio vecino, una voz cantó, nítida:

Los golpes de las lavanderas,

y unos lamentos de flauta,

te acompañan a despedir el crepúsculo…

Xiao Yi se volvió hacia ellos, permaneciendo un momento con el alfiler suspendido en el aire. El corazón le latía tan rápido que, al volver en sí, falló la puntada y el alfiler le arrancó del dedo un diminuto punto de sangre. Las cigüeñas abrieron los ojos, y los hermanos cayeron de rodillas.

Permanecieron así, con la frente enterrada contra el suelo, confundidos, sin saber qué hacer, como si de pronto hubieran olvidado el propósito que los había empujado hasta ese jardín en aquella confusa tarde.

Aplastados bajo la ominosa incertidumbre, sin atreverse a levantar la mirada, hicieron el ademán de formular su pregunta, ambos a un único tiempo. Mas esta no brotó desde sus gargantas. Llegó hasta ellos como un murmullo desde otro patio, pronunciada por otras voces: «¿qué había ocurrido la tarde anterior?».

Xiao Yi dejó su labor a un lado y se incorporó, tratando de recordarlo. Tenía las mejillas encendidas del color del horizonte, donde el sol, en ese momento, empezaba a ocultarse.

«Esto», dijo, «ustedes preguntando esto mismo».

 

Daniel Gamarra (Perú, 1982): Ha sido incluido entre los cien o doscientos escritores seleccionados para la Antología de microficción peruana, «Circo de pulgas», y entre los quince o veinte semifinalistas de la XVII Bienal internacional de cuento, «Premio Copé». En la actualidad se dedica de lleno a procrastinar la culminación y edición de su segundo libro de cuentos, «Jamás fuimos hermosos», con la acumulación y clasificación de apuntes y notas para la novela ficcional y alter histórica «La guerra del Bicentenario», y ambos, a su vez, con los pormenores y avatares logísticos de la publicación física de su primer libro de cuentos «La inmortalidad de los tardígrados».

 

ARGENTINA

FERNANDO SORRENTINO

NOSTALGIAS Y LAMENTOS: DE JORGE MANRIQUE A RAFAEL OBLIGADO

 

Las admirables “Coplas por la muerte de su padre” (1476), de Jorge Manrique (1440-1479), constan de cuarenta estrofas. Los primeros seis versos de la decimosexta suelen citarse como paradigma del tópico literario denominado Ubi sunt (“¿Dónde están?”), consistente en evocar con nostalgia hechos o personas del pasado que han dejado de existir:

¿Qué se hizo el rey don Juan? (1)

Los infantes de Aragón

¿qué se hicieron?

¿Qué fue de tanto galán,

qué fue de tanta invención

como trajeron?

El final de la estrofa siguiente recuerda el brillo y la gracia que se imponían en aquella corte:

¿Qué se hizo aquel trovar,

las músicas acordadas

que tañían?

¿Qué se hizo aquel danzar,

aquellas ropas chapadas (2)

que traían?

Hasta aquí Manrique en el siglo XV y en España.

Sin embargo, no resulta difícil advertir manifestaciones del Ubi sunt en algunas composiciones de las letras argentinas. Doy por sentado que ha de haber muchísimas; pero las que ahora acuden a mi memoria son las siguientes.

José Hernández (1834-1886)

En El gaucho Martín Fierro (1872):

Yo he conocido esta tierra

en que el paisano vivía

y su ranchito tenía

y sus hijos y mujer…

Era una delicia el ver

cómo pasaba sus días (II:133-138).

A partir de esta sextina y hasta el verso 252 se extiende la melancólica descripción de la vida feliz que llevaban los gauchos en aquella época (que, según creo, es la del gobierno de Rosas):

Venía (3) la carne con cuero,

la sabrosa carbonada,

mazamorra bien pisada,

los pasteles y el güen vino…

Pero ha querido el destino

que todo aquello acabara (II:247-252).

En la segunda estrofa del canto III ratifica lo expuesto largamente en el canto anterior:

Sosegao vivía (4) en mi rancho

como el pájaro en su nido;

allí mis hijos queridos

iban creciendo a mi lao… (III:295-298).

Y termina con la reflexión que define exactamente la esencia del Ubi sunt:

Sólo queda al desgraciao

lamentar el bien perdido (III:299-300).

Olegario Víctor Andrade (1839-1882)

En el agradable romance “La vuelta al hogar” verifica que, por fortuna, nada ha cambiado en su antiguo hogar. Es un Ubi sunt al revés: celebra que no se hayan producido cambios:

Todo está como era entonces:

la casa, la calle, el río,

los árboles con sus hojas

y las ramas con sus nidos.

Tras este promisorio comienzo se extiende una profusa y detallada descripción del lugar, hasta que el poeta lamenta, bastante lóbrego, la pérdida de su juventud:

Hoy vuelve el niño, hecho hombre,

no ya contento y tranquilo,

con arrugas en la frente

y el cabello emblanquecido.

Y termina exponiendo el contraste entre la noble perduración de su antiguo hogar,

¡Ah!, todo está como entonces,

y las modificaciones, de índole tremendista, experimentadas en su persona:

Sólo el niño se ha vuelto hombre,

¡y el hombre tanto ha sufrido,

que apenas trae en el alma

la soledad del vacío!

Rafael Obligado (1851-1920)

Mucho más diestro y rico en calidad poética que Andrade, no se privó Obligado de expresar algunos lamentos sobre lo borrado por el paso de los años.

Así, en “Las quintas de mi tiempo” (1885), empieza con una comparación doliente (“¡ay, dolor!”) sobre el presente y el pasado:

Éstos, Fabio, ¡ay, dolor!, que ves ahora, (5)

jardines sabiamente dibujados,

fueron un tiempo rústicos cercados

de enhiesta pita y suculenta mora.

Y aquellas que allí ves altas mansiones

de mil primores llenas, antes fueron

modestas granjas donde en paz latieron

más nobles y sencillos corazones.

Y, a mitad del camino del poema, incluye esta nostalgia:

¡Oh, campestres paseos! ¡Oh, manjares

jamás llorados cual se debe ahora!

¡Oh, sencillez antigua y bienhechora,

salud un tiempo de los patrios lares!

Este trabajo se completará en el titulado “Nostalgias y lamentos: de Jorge Luis Borges a Lorenzo Juan Traverso”.

 (1) Juan II de Castilla (1405-1454). Desde la muerte del rey y la desaparición de su fastuosa corte hasta el momento (1476) en que Manrique compone su poema sólo habían transcurrido veintidós años.

(2) Ropas chapadas: es decir, adornadas con láminas de metales preciosos.

(3) y (4). Verbos con diptongo en la última sílaba.

(5) Verso tomado del primero de “Canción a las ruinas de Itálica” del español Rodrigo Caro (1573-1747).

 

Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en la primavera de 1942.

Sus más recientes libros de cuentos son El crimen de san Alberto (Buenos Aires, Editorial Losada), El centro de la telaraña (Buenos Aires, Editorial Longseller), ambos del año 2008, Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Veracruz, Instituto Literario de Veracruz, 2013), Problema resuelto / Problem gelöst (2014), edición bilingüe español/alemán (Düsseldorf, Düsseldorf University Press, 2014) y Los reyes de la fiesta, y otros cuentos con cierto humor (Madrid, Apache Libros, 2015).

 

VENEZUELA

DIONY SCANDELA 

ASÍ HABLÓ SUPERMAN

 

Mientras veo una película de Superman. estoy leyendo un libro de Nietzsche. Su Übermensch luce como el prototipo del último hijo de Kryptón tan admirado por las masas producto de la más descarada ciencia ficción; entonces me viene la idea de crear el más puro y valiente héroe de historietas, absorbiendo algunas ideas del filósofo alemán, un poco de estoicismo y (obviamente) algunos personajes olvidades de DC comics. Tengo la certeza de que mi inteligencia privilegiada no me ayuda ni tampoco mi musculatura, así que busco ir más allá de los límites. Atravieso el cinturón de seguridad de un reactor nuclear: haciéndome pasar por científico, para luego arrojarme a una piscina de desechos radioactivos.  Para completar mi transformación, un rayo cae sobre mí en ese instante.  Salgo victorioso y asciendo a los cielos, contemplando desde la tierra desde su órbita. El mundo ha de ver al máximo héroe naciente en todo su esplendor; ahora un nuevo pensamiento me asalta: imponer mi propio sistema de valores y exterminar al rebaño… total. ¿No lo haría el mismísimo Lex Luthor?

 

DIONY SCANDELA. 

Escritor aficionado. Nacido el 3 de Julio de 1993 en el Edo. Apure. Venezuela. Iniciado formalmente en el mundo de la escritura con la publicación de su novela Perros de la Prehistoria. Autor de varios relatos, entre ellos “El cíclope de los bosques”, “El caso del sindicalista”, “Caballero andante” y “Paladín”. 

Instagram: @dionyscandela 

 

PERÚ


CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR Y BENJAMÍN ROMÁN ABRAM

ESTRATEGAS ESTELARES

 

Los perroides piloteaban sus naves con aplomo, pero sin las proezas acrobáticas de los gatoides que, en medio de rizos y de esquivar como si nada el campo de rocas, les lanzaban densos rayos láser.

Desde el lugar habitado más cercano: la luna de los ratoides, era como ver una película. Al poco tiempo, instruidos por su amada reina, bajaron el campo protector y descargaron ráfagas sobre esos impertinentes animales, como ellos con cierta apariencia humana, que no respetaban su espacio y significaban un riesgo. No sirvió de nada, el blindaje era inexpugnable y la ofensiva apenas fueron caricias para las flotas en conflicto.

No obstante, no desistirían y, aunque los ratoides eran más pequeños que las especies en pelea, contaban con su inteligencia, así que procedieron a activar una alianza. Se comunicaron con los fieros leonoides, pero, en esos momentos se hallaban en una pugna de nunca acabar con los hipopotamoides, para decidir el control de su sección de la galaxia. ¡Era un problema!

La pantalla en la que se había convertido el espacio mostró pronto la ventaja de los felinos. A pesar de no ser tan fuertes como los perroides ni su equipamiento tan poderoso, fueron más hábiles y rápidos. Tras veinticuatro horas, los cánidos fueron vencidos, no quedó ninguno con vida.

Era de esperarse que el ganador aterrizara y, a punta de la luz cortadora de sus conocidas espadas, acabaran con los pequeños habitantes para servirlos en una mesa.

La historia luego recogió el ingenio de los ratoides, quienes con puros chorros de agua repelieron el ataque y el invasor, friolento y poco amigo de la higiene, jamás regresó.

 

PERÚ


CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR Y BENJAMÍN ROMÁN ABRAM

ELLO CAVILA

 

Era una noche fresca en la que el robot estaba de pie, en posición de descanso, sin embargo, su mente trabajaba. Visualizaba lo que tendría que realizar al día siguiente para cumplir la cuota en la industria de sus amos, hasta que otra idea lo ocupó: «Mis señores creen en Dios, ¿por qué yo no creo en Él? ¿Habrá algún Dios de los robots? ¿Seré yo Dios de los robots y de los hombres?»

Su voz se apagó de pronto, el proyectil positrónico de mantenimiento se disolvió en su cabeza.

 —Jonathan —dijo la esposa—, me alegro de que nuestras máquinas no puedan pensar sin hablar en voz alta. Además, a veces es entretenido oírlos.

 —Y a mí me agrada que usen su tiempo de descanso en reflexionar sobre la divinidad, sin detenerse a discernir que siempre habrá un diablo.

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, 1982). Terminó la carrera de Literatura en la UNFV. Codirector de la revista virtual El Muqui. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (en colaboración con Benjamín Román Abram, 2022). Compiló antologías virtuales e impresas de temáticas variadas. Editor de revistas físicas, como Argonautas, El Horla, Minúsculo al Cubo. Finalista en diversos premios literarios.

 

Benjamín Román Abram (Lima, 1970). Codirector de la revista virtual El Muqui. Sus cuentos y reseñas se han publicado en diarios, antologías y revistas nacionales e internacionales como El Comercio, Correo (Huancayo), Heterocósmica, Fabulador, Umbral, Buensalvaje, Cosmocápsula, miNatura, Agujero Negro, Plesiosaurio, Zona libre, etc. Es autor de los libros de relatos En Envase Pequeño, Bioficciones y El viaje positrónico (en colaboración). También cultiva la poesía y la ha publicado en diversos medios.

 

PERÚ


LILIANA FLORES VEGA

EL DESCANSO DEL ERRANTE

 

Caía la tarde, el sol rojo se ocultaba en el horizonte tiñendo de carmesí las ruinas de lo que fuera la próspera ciudad de Targanan. Los enormes edificios metálicos estaban cubiertos de herrumbre por la lluvia ácida, nadie había sobrevivido a la contaminación química… o, mejor dicho, nadie que fuera humano. Extrañas criaturas habitaban en aquellas ruinas y salían durante la noche a cazar.

Un hombre rebuscaba en el basural de chatarra piezas que pudieran serle de utilidad. Era alto, aunque no muy robusto. En su rostro trigueño curtido por las inclemencias del clima se destacaban sus ojos oscuros, su mirada parecía carente de emociones, pero escondía una profunda tristeza. Vestía un uniforme militar remendado y cargaba sobre sus espaldas una mochila lanzallamas. Era un sobreviviente.

Sabía que tenía que abandonar las ruinas de la ciudad antes de que cayera la noche. Estaba cansado y cojeaba ligeramente, sin embargo, se puso en camino, su vida dependía de ello. Consiguió llegar al páramo, pero sabía que no estaba seguro, tenía que buscar un refugio antes que las criaturas salieran de sus madrigueras. Entonces divisó una gigantesca cruz que emitía una luz intermitente, sus paneles solares aún funcionaban. El hombre sabía lo que indicaba esa cruz: Era una fosa común. Había varias fosas en el páramo para que los viajeros de las caravanas pudieran depositar a sus muertos.

Jahir llegó al borde de la fosa, el olor de la putrefacción era insoportable y se cubrió la nariz con la pañoleta floreada que llevaba al cuello. Con su linterna alumbró el agujero y vio los cadáveres amontonados, la mayoría llevaba listones amarillos atados en sus muñecas, era señal que habían muerto de hambre y sed. Por un momento pensó que arrojarlos en aquella fosa era un desperdicio de recursos, pero sabía que las gentes de las caravanas eran incapaces de comer carne humana ¡Estúpidos escrúpulos en un mundo decadente abandonado por los Dioses!

Descendió a la fosa, hurgó entre los cadáveres y encontró uno que no estaba tan podrido, cortó un buen pedazo de carne del muslo y lo devoró con ansias, en otra situación lo hubiera cocinado pero el humo de una fogata hubiera delatado su presencia.

Ya con el estómago lleno se acomodó entre los cadáveres como si fuera uno más de ellos… pensó que tal vez lo era, un cadáver que seguía andado y luchando porque su rígido entrenamiento militar lo había acondicionado a siempre seguir adelante mientras pudiera hacerlo. Sacó de su bolsillo un pequeño frasco de aceite de lavanda, se untó unas gotas en la nariz y se cubrió el rostro con la pañoleta floreada que había sido de su esposa. Cerró los ojos, el aroma de lavanda le traía recuerdos de cuando vivía con su amada esposa en una cabaña en el campo, habían sido muy felices, pero todos esos recuerdos estaban tan lejanos que parecían pertenecer a una vida pasada.

Escuchó los aullidos de las criaturas que habitaban la ciudad y habían salido al páramo para cazar. Sonrió, escondido entre los cadáveres estaba seguro, el hedor de la muerte ocultaría su propio olor, sabía que esas criaturas no eran carroñeras. Estaba bastante cómodo sobre esa cama improvisada de despojos humanos. Tendría comida para algunos días, tal vez incluso encontraría un cuerpo que le sirviera para satisfacer otras necesidades.

Cerró los ojos, se sentía como en su cápsula de hibernación. Era nativo de un planeta ubicado en una galaxia muy lejana, un hermoso planeta con un cielo azul, bosques, campos fértiles, una gran variedad de fauna y muchas fuentes de agua. Y allí había vivido con su amada esposa en una cabaña en el campo hasta que llegaron los alienígenas invasores y fue reclutado por la milicia para ir a la guerra, una guerra que lamentablemente perdieron. Muchos lugares de su planeta natal fueron bombardeados por los alienígenas, en uno de esos ataques murió su esposa, al menos tenía el consuelo que ella había tenido una muerte rápida. Cuando eso sucedió él se encontraba en una nave luchando en el espacio, fue uno de los pocos sobrevivientes que pudieron escapar.

Luego el capitán de su nave pudo comunicarse con una nave nodriza originaria de su planeta, esta había partido un año antes de la invasión alienígena respondiendo una comunicación cuyo origen procedía de un planeta con condiciones posibles de vida. La nave nodriza hizo un alto en su viaje y los esperó, se unieron a la tripulación de esos exploradores que tenían la esperanza de encontrar un mundo habitable pues ya no podían regresar al suyo.

Todos los tripulantes de la nave nodriza fueron puestos en las cápsulas de hibernación, el viaje hasta el planeta del que provenía la comunicación tomaría más de un siglo. No sabía cuánto tiempo había pasado en ese estado de animación suspendida sumergido en un sueño sin sueños, sin conciencia de sí mismo. Solo recordaba que se despertó por la alarma de su soporte vital, algo había sucedido, la nave estaba averiada y la IA había cambiado el rumbo al detectar un pequeño planeta viable para un aterrizaje de emergencia. 

Y así había sido como había llegado a ese planeta decadente iluminado por un sol rojo. Su cápsula fue expulsada y cayó en medio de un páramo, cuando salió de ella se encontró con cinco de sus compañeros, Mike era uno de ellos, pero no supieron que había sucedido con el resto de la tripulación. Después de un día de caminata en aquel páramo se encontraron con un grupo de nativos que, para sorpresa de ambos lados, eran en apariencia tan humanos como ellos.

Fueron conducidos a la ciudad de Targanan. Mike y dos de sus compañeros se unieron a la milicia, Jahir y los otros dos terminaron uniéndose a una banda de contrabandistas. Había vivido como un mercenario durante diez años teniendo mil aventuras. Hasta que sucedió la catástrofe: La enorme planta nuclear de la ciudad de Peridon estalló destruyendo las ciudades vecinas y la contaminación de la radiación llegó hasta la ciudad de Targanan. Jahir, al enterarse de la tragedia, se puso en camino con la esperanza que Mike y sus dos compañeros hubieran sobrevivido.

Un instante antes de quedarse dormido murmuró “Eslovenia” … hace tanto tiempo que sus labios no habían pronunciado el nombre de aquel país en el que había vivido en su planeta natal. En sus sueños vio un colorido paisaje otoñal. Sobrevolaba sobre el bosque de frondosos árboles con hojas rojizas y doradas, escuchaba el canto de los pájaros y sentía la ligera brisa matutina acariciando su rostro. Una marejada de sensaciones lo envolvieron, el olor de las castañas tostadas, el sabor del vino añejo, la risa cristalina de su amada esposa y el perfume de lavanda que emanaba de su cabello. Soñó que estaba haciendo el amor con su esposa en la cabaña en el campo.

Se despertó al amanecer, hacía tanto tiempo que no descansaba tan bien, se levantó de entre los muertos con los ánimos renovados. Tomó el cadáver que no estaba tan podrido y cortó unas buenas lonjas de carne, secándolas al sol tendría provisiones suficientes para llegar hasta la ciudad de Meraden, la última comunicación que había captado en su radio antes que se le acabaran las baterías decía que allí se estaba reuniendo un grupo de sobrevivientes. Luego satisfizo sus otras necesidades con un cuerpo femenino que, aunque estaba un poco hinchado y blando, tenía una larga cabellera castaña como su esposa.

Salió de la fosa y se puso en camino. Estaba vivo, tenía provisiones y aún podía seguir adelante, eso era más que suficiente.

 

Liliana Celeste Flores Vega: Ganadora del primer lugar en el concurso de cuentos de terror de la Sociedad Histórica Peruana Lovecraft con su cuento “La criatura de los humedales” (2014). Segundo lugar en el concurso de cuentos retrofuturistas organizado por la Comunidad Steampunk del Perú con su cuento “La promesa cumplida” (2016) y tercer lugar en el mismo concurso con su cuento “Memorias perdidas” (2017). Ha participado en “Tenebra” (2017), “Constelación” y “Vislumbra” (2021) de la editorial Torre de Papel. Es autora del blog literario “Memorias de una Dama Blanca”: http://lilinaceleste.blogspot.com  Facebook Oficial Lileth: https://www.facebook.com/lilethoficial