Ezine internacional de cuentos en lengua original.

Ezine internacional de contos em língua original.

Ezine international de récits en langue originale.

Monday, 29 December 2025

BABELICUS No 31 - DICIEMBRE 2025

 

BABELICUS nº31

REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL - DICIEMBRE, 2025

 

FUNDADORES:

 ADRIANA ALARCO DE ZADRA, JEAN LOUIS BROUILLAUD, STEFANO VALENTE

 

ADMINISTRADORES:

ADRIANA ALARCO DE ZADRA, ELENA ZADRA, STELLA ROQUE, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR



Pintura realizada por Adriana Alarco de Zadra

 

A nuestros leales y queridos lectores: presentamos el número 31 de nuestra revista Babelicus:  www.babelicus.blogspot.com. He aquí cuentos en español para todos los públicos, con el fin de entretenerlos y darles a conocer escritores sudamericanos. Rogamos a otros autores que deseen publicar en Babelicus (grupo abierto en Facebook, sin fines de lucro) que manden sus colaboraciones, preferiblemente de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a Stella Roque, al correo: librosdepapel2019@gmail.com, junto con una semblanza del autor, de cinco líneas. Quienes son publicados en la revista, luego de un escrutinio, no pierden sus derechos de autor. La revista es publicada en la página Babelicus de Facebook y se puede bajar del blog de Babelicus, indicado arriba, donde se pueden leer todos los números de la revista.


argentina

luis duarte

Contraseña

Antonella no podía leer con comodidad: ese día la quimio había sido inclemente y, además, el feroz traqueteo del tren la obligaba a cambiar todo el tiempo de posición. Semanas atrás, cuando debió aceptar la fiel compañía de la enfermedad, confeccionó una lista de los libros que leería en el trayecto de ida y vuelta hasta el centro de salud. Pasadas las primeras estaciones, el vagón se llenó de gente. Una ancha señora se sentó a su lado y se puso a tejer, mientras frente a ella una parejita discutía acerca de un cumpleaños familiar y luego se quedó dormida con las cabezas pegadas. Fue entonces cuando apareció un vendedor ambulante, apoyó un bolso en el piso y sacó un libro.

—Buenas tardes, damas y caballeros —dijo sujetándose del pasamanos—. Disculpen la molestia, ante todo. Les pido dos minutos de su amable atención. En esta oportunidad…

Antonella ni se inmutó. Sacó de la cartera un nuevo pañuelo descartable para repasarse la boca y sonarse la nariz, y lo volvió a guardar. Mientras el vendedor enumeraba las cualidades de su producto, ella sufría con Juan Pablo Castex, justo en la parte en que tomaba el mismo ascensor que María Iribarne. Pero, cuando el vendedor alzó el timbre de voz, Antonella cerró el libro, resopló, miró el paisaje exterior y, segundos después, retomó la lectura.

—Damas y caballeros —refirió el vendedor ambulante mientras agitaba el libro—. Acá está todo, se los juro. No tienen más que hacer esto —lo abrió— para reconocerse. Por más esfuerzo que hagamos por ignorarlo, siempre debemos arrastrar una verdad que nos consume. Dijo el apóstol Lucas —leyó—: “Enseñaba Jesús en una sinagoga en sábado, y había allí una mujer que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad, y andaba encorvada y en ninguna manera se podía enderezar. Cuando Jesús la vio, la llamó y le dijo: Mujer, eres libre de tu enfermedad. Puso las manos sobre ella, y ella se enderezó al momento y glorificaba a Dios”.

Antonella se arregló el pañuelo de la cabeza y levantó la vista. Qué extraño, se dijo. ¿De dónde conozco a este tipo?”. La del tejido había dejado de tejer y la parejita ya había despertado.

—¡Ya estoy con usted, señor! ¡Damas y caballeros! —dijo el vendedor, ya más cerca de ella—, por tan solo cien pesos se harán acreedores de esta joya bíblica. Se los aseguro.

Pasó ofreciendo el libro entre los pasajeros. Nadie compró, ni siquiera lo miraron. —Con permiso, con permiso —iba diciendo, hasta que se topó con la mirada de ella. El cuerpo de Antonella vibró como una cuerda del cosmos. Sintió que el estómago se le contraía hasta el tamaño del puño de un bebé. Pero, extrañamente, eso no le generaba miedo; más bien un júbilo desconocido, abarcador. Desesperada, hurgó y hurgó en la cartera sin dejar de mirar al vendedor, que se le acercaba más y más.

—Mujer —lo oyó decir—. ¿Vos sos Antonella?  

—S-sí —respondió ella.  

—Tomá —dijo él, estirando el brazo—: este libro es para vos.

 

Luis Duarte, escritor argentino, nació en Lanús en enero de 1969. Estudió periodismo y es conductor del programa “El Quijote Stream Tv”, en Radio El Parque. Sus libros son los siguientes: La herradura de Freud, 2013. Fósforos gemelos, 2014. Reedición de este título en España, año 2016. Latigazos del azar, 2016. Los guantes de Zaratustra, 2018; Rombos, publicado por Alción Editora en septiembre 2022. Y Lagartijas, su último libro publicado en 2024. Este cuento publicado pertenece a Los Guantes de Zaratustra.

 

 

ARGENTINA

ROLANDO MARTIÑÁ

UN CUENTO DE NAVIDAD

       Es Navidad. Tom Waits desgrana Closing Time mientras leo Sí, ya me acuerdo..., las memorias de Marcello Mastroianni. Poco a poco me invade esa especial tristeza que me anuncia que debo parir, que necesito escribir. Tomo este papel y esta lapicera. Pero no hay palabras, nada viene a mi cabeza más que los mensajes en tono menor de todo el resto de mí, que contrapuntean a Closing Time. Me haría falta, pienso, un amigo, como el entrañable personaje de Cigarros, que me contara un cuento para poder escribir. Un cuento sencillo, de personas comunes, pequeños ilusionistas que mienten de puro buenos, que no son héroes ni quieren serlo, pero saben cuándo es el momento de tener un gesto de santidad. Saben cuándo —como dice Tom— hay ocasión de hacer “un pequeño viaje al Paraíso”. Pero no, no tengo ese amigo. No lo tengo ahí, en ese momento. Estoy solo, lonely. Y nada indica que vaya a dejar de estarlo en las próximas horas. Tampoco tengo a Marcello, ni a su profesor Sinigalia, ni a su profesor Pereyra; ni a Federico, su ilusionista preferido. Ni a Jorge Luis, el nuestro. Ni a tantos otros... Tom canta y Marcello recuerda, pero nadie me cuenta un cuento de Navidad.

De repente, como despertándome de un sueño, creo escuchar el timbre. Embargado por mis turbulencias, trato de ignorarlo. Vuelve a sonar. Ahora, como entrando en un sueño, me incorporo, voy hasta el portero eléctrico, levanto el auricular y escucho una voz de mujer que dice suavemente: “Señor, por favor...”. Algo hizo que esas palabras me impidieran hacer lo que muchas veces hago: dar una excusa y colgar, harto de molestias de todo tipo. Le pedí que esperara y me encaminé hacia la puerta. Abrí y me encontré con una especie de pietà aborigen: una mujer joven, casi adolescente, con un chico en brazos, del color de la tierra, como ella, me extendió su mano en silencio. Recordé que “tenía que escribir ese cuento”; que no tenía dinero encima; que con ese calor tendría que entrar y volver a salir. La mujer pareció adivinar mis titubeos y me dijo con una extraña voz que parecía no ser de ella: “Señor, si yo fuera María y esto fuera Belén... ¿Qué haría usted?”.

Atontado y casi sin darme cuenta, la hice pasar. En silencio nos sentamos a la mesa y, como un José nuevamente adoptado, los atendí. Les di de comer y de beber. No hablamos una palabra. Luego, besé al niño en la frente, puse un pequeño presente en su breve mano y, tomando a la mujer suavemente del brazo, los acompañé a retomar su camino. Me saludó desde lejos y yo volví. Volví en mí, podría decir. Tom y Marcello seguían ahí, acompañándome. También la tarjeta que me había enviado mi hijo: “El nacimiento de mi hijo me ha hecho entender todo mejor. Muchas gracias”. Levanté la copa y brindé. Brindé por mí mismo. Por la enorme fortuna de tener a mano a Tom, a Marcello, a María y a mi hijo, cosas que no todos tienen, aunque sufran la misma soledad.

“Usted, doctor, tiene casi mi edad y me va a entender. En realidad, debo disculparme: nunca tuve intenciones de ser su paciente. Lo mío es incurable. Y el paliativo ya lo tengo: es éste. Estoy acá sólo porque sé que usted escucha. Y no tenía a quién contarle mi cuento de Navidad...”.

 

*Rolando Martiñá, escritor argentino, docente, psicoterapeuta y escritor. Tiene publicados ocho libros de educación, tres de cuentos, una sola novela y su último libro digital Los hijos del viento. Una historia de héroes, islas  y princesas. Actualmente están disponibles Cuentos de todos los amores. Experiencias terapéuticas y ficciones del enamoramiento; su única novela Fin de siglo. Todos los amores, el amor; y su libro de cuentos y poesías Dicho sea de paso. Hojas sueltas. Este cuento pertenece al libro Cuentos de todos los amores... Consultas al correo librosdepapel2019@gmail.com o al (+54) 9 11 53751313.

 

  

ARGENTINA

RODOLFO GONZÁLEZ

FIERRO, EL AGENTE

 

Tengo varias opciones para viajar. Si voy en avión, ahorro mucho tiempo, pero gasto las millas, y prefiero guardarlas para una ocasión más gloriosa. Los horarios del ómnibus son confusos para mi metabolismo. Incluso podría ir navegando y vivir una aventura, pero presiento que me perdería en ella y no prestaría atención a mi objetivo. Quizás, manejar sea la mejor opción: el viaje de ida no me tomaría más de cinco horas, haciendo las paradas recomendadas. Debo preparar mis cosas. Y el Falcon. En mi equipaje sólo lo necesario, ningún lastre de más. Prefiero viajar ligero, aunque el equipo completo ya es bastante pesado. Pero la misión lo amerita. Tengo que estar bien preparado. Mis colegas en la ciudad me informan los sucesos más relevantes, incluso los que no salen en la prensa. Allí puedo encontrarme con lo peor de la sociedad.

 

La ciudad es conocida como la más sucia del país, la más corrupta. Distintas bandas se disputan el control: la banda de los Monos, la banda de los Milenials y la banda de los Veganos. Estas son las más peligrosas. Se reparten el control de las apuestas clandestinas, la venta de estupefacientes, el robo, los secuestros y hasta el ring-raje. Desde las prisiones —aunque sean penitenciarías federales— los líderes siguen dirigiendo a sus bandas y a sus familias. Donde los jueces no pueden actuar, o no deben, o no quieren, muchos ya están comprados. Los fiscales, incluso, tienen carnet de socio vitalicio de las mafias. Y no sólo el poder judicial: el Congreso provincial también tiene representantes infiltrados. Obstruyen leyes, impiden nuevas reformas y, a cambio, reciben algunos papelitos de colores que guardan en sus bolsillos (porque en el banco sospecharían), hasta que otra banda decide poner una bomba en la casa familiar de esos miserables corruptos.

 

La urbe se mueve así… Los kioscos ya no venden golosinas: ahora venden sustancias alucinógenas a los niños. Y así, la destrucción continúa en una ciudad que fue emblema nacional, donde se redactó el texto original de la Constitución y donde se izó la bandera por primera vez... Me niego a creer que aquellos héroes nacionales presentaran la bandera muertos de risa porque “les pintó el bajón”. Es una vergüenza lo que han hecho. Pero hacia ese infierno me dirijo. Tengo una misión que cumplir. La ruta no es difícil. Manejo discreto, sin llamar la atención. Me detengo para cargar combustible y descargar fluidos. En la estación de servicios me reciben con la simpatía típica del interior.

 

—Tenga cuidado más adelante… —me advierten.

 

Pobres. No saben quién soy. No sospechan de mi preparación, ni del equipo, ni de los informantes secretos, ni de la logística, ni de lo que soy capaz de hacer. Gente inocente… Actúo como un simple citadino. Y continúo. En los suburbios, las construcciones precarias y las aguas estancadas activan un alerta en mí. Siempre que lo necesito… mi instinto se enciende y mis sentidos se incendian. El tránsito se detiene de a poco. Cada vez más lento. Autos recalentados, vapor, ómnibus que hacen temblar el asfalto. La patrulla caminera detiene a los sospechosos… pero las bandas pirañas actúan igual. Roban a los autos detenidos como si el embotellamiento fuera parte del plan, como si la misma policía colaborara. Desgracia de institución… Me contengo, no llamo la atención. Si vienen por mí, estoy listo. Porque yo “soy toro en mi rodeo… y torazo en rodeo ajeno”.

                       

Después de esa humillación vial, hago unas cuadras más y llego a mi destino. La misión más importante de mi vida me espera. Me pongo la camiseta, el sombrero de pico, me pinto la cara y ¡a alentar al campeón! ¡Olé, olé, olé olé… olé, olé olá…! ¡Olé, olé, olé… cada día te quiero má!

 

Orlando Rodolfo González es un escritor independiente, nacido en Buenos Aires en 1980. Se desempeña también como curador cultural y editor literario. Libros publicados: Cuentos apurados para gente sin tiempo, 2022; Rimas verdaderas de un falso poeta, 2025; en prueba de galera: El articulador, Filosofía y religión para refutadores agnósticos (un libro con reflexiones filosóficas llevadas al humor) y Cuentos anticuados para gente del futuro.

 

 

ARGENTINA

FERNANDO SORRENTINO

EL ESPÍRITU DE LA EMULACIÓN

 

Es bastante intenso el espíritu de emulación que existe entre los habitantes del edificio de la calle Paraguay en que vivo. Es cierto que durante mucho tiempo todos ellos se limitaron a rivalizar en perros, gatos, canarios o loros. El más exótico de ellos nunca fue más allá de las ardillitas o de una tortuga. Yo mismo tenía un hermoso perro de policía, que era un poco más chico que el departamento y se llamaba Josecito. Pero, además de Josecito —y esto se ignoraba—, vivía con mi mujer y conmigo una bella araña de la especie Lycosa pampeana. Una mañana, a las nueve, cuando le estaba dando de comer a mi mascota, el vecino del 7º C —a quien ni siquiera había visto nunca— vino, no sé por qué confusa razón, a pedirme el diario por un instante. Después, sin atinar a irse, se quedó un buen rato con el periódico en la mano. Contemplaba fascinado a Gertrudis y en su mirada había algo que me hizo estremecer: era el espíritu de emulación.

 

Al día siguiente me llamó para mostrarme el escorpión que acababa de comprar. En el pasillo, la mucama de los del 7º D sorprendió nuestro diálogo sobre la vida, los hábitos y la alimentación de arañas, alacranes y garrapatas. Esa misma tarde sus patrones adquirieron un cangrejo. Luego, durante una semana, no hubo novedad alguna. Hasta una noche en que coincidí en el ascensor con una de las vecinas del tercer piso: una joven lánguida, rubia y de mirada perdida. Llevaba un gran bolso amarillo cuyo cierre relámpago estaba parcialmente fallado: por una de las roturas se asomaba cada tanto la cabecita de un lagarto overo. Al mediodía siguiente, cuando regresaba del almacén, por poco no se me caen las bolsas de la mano al toparme a boca de jarro con el oso hormiguero que bajaban de un camión con destino a la portería. Uno de los tantos mirones que se habían congregado murmuró —en voz lo suficientemente alta para ser oída— que un oso hormiguero no era, en realidad, un verdadero oso. La mujer del abogado tuvo un sobresalto y corrió, trémula, a refugiarse en su departamento: sólo la vi reaparecer unos días más tarde cuando, con desdén y con la faz radiante, salió a firmar el recibo a los fleteros que acababan de traerle el oso pardo americano.

 

La situación ya se me hacía insostenible. Los vecinos me negaron el saludo, el carnicero ya no quiso fiarme, todos los días recibía anónimos insultantes. Al fin, cuando mi mujer me amenazó con la separación, comprendí que no podría sobrellevar un solo día más una insignificante Lycosa pampeana. Desarrollé entonces una actividad sin precedentes. Pedí dinero prestado a varios amigos, hice economías indescriptibles, dejé de fumar… Así pude comprar el leopardo más maravilloso que pueda concebirse. De inmediato, el del 7º C, que no me perdía pisada, pretendió abrumarme con un jaguar. Y, aunque parezca ilógico, lo consiguió. Lo que más me lastima es tratar con gente que carece de sensibilidad estética, gente que no percibe la cualidad, gente meramente cuantitativa. No hubo un solo vecino que se inclinase ante la superior belleza de mi leopardo; el mayor tamaño del jaguar les había cegado el entendimiento. Enseguida, todos los vecinos, azuzados por el aire jactancioso del propietario del jaguar, se dieron a la tarea de renovar sus animales. Yo debí reconocer que mi humilde leopardo ya no me proporcionaba el estatus de otrora.

 

Ante sigilosas conversaciones que mi mujer sostenía por teléfono con un caballero anónimo, advertí que la disyuntiva era de hierro. Sin ningún remordimiento, vendí los muebles, la heladera, el lavarropas, la enceradora. Hasta vendí el televisor. Vendí, en fin, todo lo que se podía vender y compré una descomunal boa anaconda. Es dura la vida del pobre: sólo durante tres días fui el héroe del edificio. Mi anaconda rebasó todos los diques, destruyó toda mesura, echó por tierra las convenciones más respetables. En todos los departamentos fueron multiplicándose leones, tigres, gorilas, cocodrilos… Algunos hasta tenían panteras negras, esas panteras que ni siquiera posee el Jardín Zoológico. La casa entera resonaba en rugidos, aullidos, parloteos. Pasábamos las noches en vela, resultaba imposible dormir. Los olores entreverados de felinos, cuadrumanos, reptiles y rumiantes tornaban irrespirable la atmósfera. Grandes camiones traían toneladas de carne, de pescado, de vegetales. La vida en el edificio de la calle Paraguay se hizo un poco peligrosa.

 

Fue una experiencia inquietante la que tuve cuando volví, después de tanto tiempo, a compartir el ascensor con la joven y lánguida vecina del tercer piso, que ahora sacaba a su tigre de Bengala a dar una vuelta a la manzana para hacer pis. Recordé el lagarto que había asomado la cabecita por la abertura del cierre relámpago. Me enternecí. ¡Qué lejos habían quedado aquellos primeros, difíciles y quijotescos tiempos de los escorpiones y de los cangrejos! Finalmente llegó un momento en que no se pudo confiar en nadie. El portero, ante la tensa mirada de varios copropietarios, lavó en la vereda con agua y jabón a su rinoceronte de dos cuernos, y luego —como si allí no hubiera pasado nada— lo hizo penetrar en su departamento. Esto era más de lo que estaba acostumbrado a soportar el del 5º A: unas horas más tarde subió triunfalmente las escaleras llevando de la brida a su hipopótamo.

 

El edificio se halla ahora inundado y semidestruido. Me encuentro redactando este informe en la azotea, en condiciones desfavorables. Cada tanto me sobresaltan los plañideros barritos del elefante que vive con los del 7º A. Escribo con el reloj a la vista, pues, a intervalos de ocho minutos, debo guarecerme entre las ruinas de la escalera para que no estropee estas páginas el chorro de vapor que lanza la ballena azul del 7º C. Y escribo con cierta inquietud, estando, como estoy, bajo la suplicante mirada de la jirafa del 7º D, que, asomando la cabeza por sobre la tapia, no cesa ni por un segundo de pedirme galletitas.

 

Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura. Desde 1969 hasta la actualidad ha publicado alrededor de noventa libros (cuentos, novela, ensayo, entrevistas, antologías). Muchos de sus relatos han aparecido en diversas lenguas de Europa y de Asia. Uno de sus últimos libros de cuentos es El crimen de san Alberto, que, junto con El forajido sentimental (ensayos sobre Borges), Las entrevistas de Siete conversaciones con Jorge Luis Borges y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares, se hallan publicados, en Buenos Aires, por la Editorial Losada. Este cuento publicado pertenece al libro Imperios y servidumbres, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972.

 

 

ARGENTINA

MÓNICA SILVIA RETA

EMOCIONES EN TIEMPOS LÍQUIDOS

 

La alarma del celular de Julián sonó, como todas las mañanas, a las cinco y media. Un poco temprano, o más bien mucho para su gusto, pero era la hora en la cual necesitaba levantarse de la cama si quería llegar temprano a la oficina. Sin pensarlo, ese día repitió el ritual: apagó la alarma, fue a la cocina a poner agua al fuego para hacer su té y, más dormido que despierto, se deslizó hasta el baño para lavarse la cara y vestirse. Recién encendió la luz luego de secarse el rostro con la toalla y se miró al espejo. Fue allí que dos cosas extrañas parecieron combinarse: de pronto, la luz potente que le daba en la cara... y esa cara, ¡no era la suya! Por Dios, ¿cómo podía ser que, ese sujeto que estaba allí, en su mismísimo espejo, en donde por fracciones de segundos buscó encontrarse a sí mismo, como era lógico, le devolviera otra? ¿¡La de su jefe!? Sí, era él: un sujeto canoso, de ojeras regulares, nariz regordeta y labios apretados que nunca permitían entrever qué estaría por decir, si es que algo iba a decir, pero ese era su jefe, no él.

 

Julián se preguntó unas cien veces si estaría soñando. Pero no, una cosa era tener mucho sueño y otra seguir en él después de haberse parado de la cama. Y estaba levantado, tan de pie, que volvió otra docena de veces al baño para ver si no estaba confundido mientras su té terminaba de ponerse a punto en la cocina. Y todo lo que le devolvía el espejo era la misma cara de su jefe. Ese sujeto, con el que apenas hablaba todos los días, ¿cómo se atrevía a meterse en su espejo? Atónito, Julián se vistió, tomó el té y salió de la casa sin animarse a darle el beso de buenos días a su esposa ni a sus hijos, como lo hacía cada mañana, acercándose a sus camas. ¡Tenía miedo de que descubrieran que parecía estar en el cuerpo del otro! Un otro con el que Julián había discutido en los últimos tiempos, un jefe que consideraba injusto por su incapacidad de respaldarlo y ayudarlo en algunas situaciones, alguien a quien nunca podía pedirle algo, con la confianza de que sería capaz de otorgárselo.

           

Al llegar al trabajo, tuvo miedo de encontrarse con sus compañeros. ¿Creerían que le había robado la cara a su jefe? Y lo peor: ¿estaría este hombre ya en su lugar de trabajo? Dudó unos instantes antes de entrar, pero después de todo “trabajo es trabajo, se dijo, y abrió la puerta principal con un temeroso: "Buenos días". Por si ya el asombro no lo hubiera desbordado esa mañana, el ver a sus compañeros saludarlo como todos los días, como si nada ocurriera y él siguiera siendo el mismo Julián de siempre, directamente lo precipitó al abismo más oscuro de la incertidumbre. Y de pronto, en el pasillo apareció él, el jefe, por supuesto. Casi helado, Julián sólo atinó a extenderle la mano para saludarlo, cuál si fuera la primera vez en su vida que lo veía.

 

—Buenos días, Julián —contestó el hombre, apretando su mano con naturalidad y sin reparar mucho en ello.

 

Con la boca entreabierta, Julián contemplaba aún el rostro de su jefe, tratando de recordar si las mismas canas y la exacta redondez de esa nariz, eran lo que había visto en su espejo, hora y media antes.

 

Un mes después, esa misma cara de sorpresa extraña fue la que vio, ahora sí, en su jefe. Sobre la mesa, descansaba su renuncia indeclinable. Su superior, sin entender ni haber previsto motivo alguno para esta decisión, deslizó un comentario:

 

—¿Por qué lo hacés, Julián? Teniendo un excelente sueldo, una buena posición, una carrera exitosa por delante en la compañía, ¿por qué querés irte? —le preguntó.

 

—No es por vos, es por mí —respondió Julián con contundencia.

***

Son las cinco y media de la mañana en Buenos Aires, Argentina. Estamos en pleno mes de julio y, por supuesto, vivir en la parte más austral del mundo nos trae olas de frío increíble, al menos cada tanto. Llueve tenuemente. La humedad, en general, hace que el frío se sienta hasta en los huesos y hoy no es la excepción. Será quizás el privilegio de vivir al lado del Río de la Plata. En la puerta de uno de los tantísimos edificios de Palermo, Julián espera, sosteniendo su paraguas, a uno de sus empleados. Sí, y otra vez se repite a sí mismo que las cinco y media de la mañana es un horario demasiado temprano para estar en pie. Hoy tiene un pequeño negocio de diseño gráfico y multimedia para empresas, en uno de los barrios porteños que más ha crecido últimamente, en emprendimientos creativos, moda y arte en general. Tras su renuncia a la empresa en la que trabajaba, movido por el temor genuino de convertirse algún día en ese personaje malhumorado, tóxico y falto de la empatía más básica hacia sus colaboradores, ¡su jefe!, y tras haber comprendido que él, al trabajar en ese ambiente, pronto terminaría contagiado de lo mismo y seguramente muy identificado, a su pesar, con él, Julián decidió emprender un proyecto laboral propio. Un emprendimiento de servicios profesionales que era su pasión, aquello para lo que se había preparado en la universidad y había postergado durante años, al cambiarlo por un trabajo con un sueldo seguro al final de cada mes.

 

La noche anterior se había quedado hasta tarde en la oficina a terminar una presentación para uno de sus clientes más importantes. Tiene solo dos empleados que cumplen un horario común de trabajo, hasta las seis de la tarde, tal como él lo hacía cuando tenía su empleo anterior. Sintió que no podía pedirles que se hicieran cargo de este exceso de trabajo que llegó a último momento, así que tomó por su cuenta gran parte de lo que significaba tener la presentación lista a tiempo. Al volver a su casa, dejó las llaves de la oficina en una mesita para platos pequeña, que se hallaba en la cocina, casi sin darse cuenta, tan apurado como estaba por llegar a comer algo e irse a descansar finalmente. ¿Y a qué hora creés que sonó su alarma para despertar? ¡Justo una hora antes de llegar a su oficina! Sí, tal madrugón era necesario para ganar un contrato que le traería tranquilidad financiera a su negocio por lo menos durante seis meses. ¡Bien valía el esfuerzo! Sólo que esta vez olvidó las llaves de la oficina en la mesita de la cocina, detalle del que se dio cuenta al llegar, luego de que el taxi lo dejara en la puerta. Sergio, uno de sus empleados, era el único que tenía otro juego de llaves. Julián tomó el celular unas veinticinco veces para enviarle un mensaje, pidiéndole por favor que fuera a auxiliarlo y le llevara las llaves, y otras veinticinco veces se arrepintió antes de hacerlo y volvió a guardar el teléfono en su bolsillo. No podía despertarlo a esa hora y exigirle que saltara de la cama para ir como un rayo a trabajar.

           

Después de todo, sintió que el olvido era responsabilidad suya y, mientras la fina lluvia porteña seguía empapando su paraguas, Julián esperó al menos una hora más para despertar a Sergio, su fiel empleado. ¿Te preguntás por qué? Sin duda, en la respuesta que podría darte resuena la palabra liderazgo”. Ese liderazgo propio de una perspectiva muy distinta a la tradicional, aquella que sostiene que sin decisión consciente de vivir y relacionarnos con los otros desde el bienestar... simplemente no hay bienestar posible.

 

Mónica Reta. Psicóloga, coach y escritora argentina. Su último libro Be Emotional: Activa tu liderazgo emocional (2023) se presentó en la Expo Recursos Humanos de Cancún y luego en la Feria Internacional del Libro (2024 y 2025). Este año llegó al Palacio Barolo en el evento “Arte y emocionalidad”. También presentó su libro el 17 de diciembre en el Museo del Libro y de la Lengua. Más info en: www.coachingypsicologia.com

 

 

PERÚ

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

El EMIGRANTE LEJANO

 

—¿Olvida usted algo?

—Todo —respondió el fantasma.

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, 1982). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (2022, en colaboración). Ha sido editor de revistas y antologías, con autores peruanos y extranjeros. Finalista de varios concursos literarios. Correo de contacto: fanzineelhorla@gmail.com


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