REVISTA
LITERARIA EN ESPAÑOL - MAYO, 2025
ADMINISTRADORES:
ADRIANA ALARCO, ELENA ZADRA, STEFANO VALENTE, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR
A
nuestros fieles y amados lectores: Presentamos el número 29 de nuestra revista
Babelicus:
https://babelicus.blogspot.com/ DEDICADO A NUESTRO AMIGO ESCRITOR Y
PREMIO NOBEL MARIO VARGAS LLOSA, FALLECIDO RECIENTEMENTE. Contiene relatos en
español para entretener a la familia y dar a conocer escritores hispanos de
varias latitudes. Ruego a otros escritores interesados en publicar en Babelicus
(grupo abierto en Facebook sin fines de lucro) que envíen sus colaboraciones,
preferiblemente de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los
administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo:
babelicus2021@gmail.com, junto con una semblanza del autor de cinco líneas.
Quienes son publicados en la revista, luego de un escrutinio, no pierden sus
derechos de autor. La revista es publicada en la página Babelicus de Facebook y
se puede bajar del blog de Babelicus, indicado más arriba, donde se pueden
encontrar todos los números de la revista.
Portada: Mariposas, acrílico de Adriana
Alarco de Zadra
PERÚ
JUAN CARLOS ALFARO VALVERDE
LA MUJER VESTIDA
DE NEGRO
Fue
el tiempo en que perdí a mi esposa y mi hija; intentando escapar de mi pena me
deshice de todo lo que me recordaba a ellas. Me alejé de las personas que nos
conocían y dejé de frecuentar a amigos y conocidos. Abandoné mi trabajo de
redactor porque también estaba harto de que sintieran lastima de mí; y me
marché lejos, me fui buscando mi tranquilidad, tratando de hallar un pueblo
donde nadie me pudiera encontrar. Fue así como terminé en aquel lugar guarecido
en el medio del desierto. Recuerdo que al entrar a aquella ciudad una fila de
viejos y descomunales ficus se elevaban enormes y siniestros. Por las noches,
sus intrincadas ramas se veían como inmensos brazos que se perdían en una
fantasmagórica neblina. “Tenga cuidado nadie debe abrir las ventanas hasta que
la luz del sol se vuelva hacia nosotros”, me dijo mi casero, intentando
tragarse una fingida sonrisa. “Cuídelas, joven, nadie sabe el valor de las
cosas hasta que uno lo necesita”, dijo mientras me entregaba las llaves de
aquel cuarto. “Cuando le toque pagar su pensión no llame a mi habitación, solo
deje el dinero bajo mi puerta”, agregó. Un poco extrañado y antes de que
lograra preguntarle algo me di cuenta que ya se había marchado.
La
habitación que había alquilado estaba en el segundo piso de una vieja casona.
La imagen tétrica y desolada de aquel lugar se confundía con los inquilinos que
de haberlos conocido antes jamás se me hubiera ocurrido la idea de quedarme,
pues todos ellos parecían abstraídos entre sus propios pensamientos. Durante el
día la fachada de la casona era invadida por gente que comerciaba y hacía un
bullicio enfermizo que no me permitía concentrarme en la lectura de mis libros.
Esto me obligaba a refugiarme en la biblioteca del pueblo que estaba a unas
escasas cuadras; de manera que más pasaba mis noches que mis días en aquella
habitación.
Mi
subsistencia de miseria y de desdicha conjugaba muy bien con la sombría
habitación que me albergaba. Cualquier pintor hubiera tenido claro que yo era
el elemento perfecto para completar la vista de aquel lóbrego cuartucho. ¿Acaso
yo solamente era ese hombre quien representaba un absurdo y burdo cuadro de la
vida?
Por
aquel tiempo también, mi agraciado rostro se había transfigurado en una palidez
que dejaba resaltar mis pómulos y exhibía descaradamente los huesos de mi cara
ante los demás.
Mis
escasas prendas que en otros tiempos me entallan modestamente, en ese entonces,
parecían escurrirse entre mis caderas; de tal forma que mi aspecto revelaba a
una persona enferma; y, sin embargo, no lo estaba; ¿o quizás sí?; en todo caso,
si ya estaba enfermo aún no lo sabía.
Por
fin, esa primera noche se había devorado todas mis angustias; y mi cuerpo,
cansado y abatido por el viaje ansiaba por fin descansar en una suave cama.
Recuerdo que era la una de la madrugada cuando me fui a dormir. Tendido sobre
mi lecho, mi ser consciente se dispuso fácilmente al sueño; y fue cayendo
plácidamente en el inexorable mundo de los sueños. Fue de esta manera como muy
pronto mis pupilas se fueron dilatando hasta encerrarse lentamente en el
sendero de una oscuridad infinita.
Aquella
primera noche dormí plácidamente bajo la luz mortecina de la calle que
ingresaba a través de una pequeña ventana. Fue la primera vez desde hacía mucho
tiempo que logré caer rendido en un sueño profundo. Así pasaron mis días entre
la biblioteca municipal y el cuartucho desde donde miraba cómo el sol se
despedía de la tarde.
Fue
así como mis noches de sueño transcurrieron en aquel pueblo, sin que sepa hacia
donde me conducían; anduve así cerrando y abriendo los ojos; inconsciente y
desconociendo lo que acontecía en mi mente mientras dormía.
Cierto
día, mientras leía un libro que había traído desde la biblioteca, el sueño me
llevó a la cama. Casi no podía mantener la vista en las palabras; me dormí e
hice algo que había estado cumpliendo diligentemente: dejé la ventana abierta,
lo recuerdo porque a partir de aquella noche nunca más pude dormir bien. Poco a
poco, entre la penumbra, el silencio fue invadiendo cada espacio de la
habitación hasta que me levanté sobresaltado, con mis manos tratando de
aprisionar mis orejas. Grande fue mi sorpresa aún, cuando minutos después me di
cuenta de que las muñecas de mis manos se veían moreteadas, como si alguien las
hubiera aprisionado fuertemente. La verdad era poco lo que recordaba de aquel
sueño, pero marcó el inicio de una serie tormentosa de pesadillas que jamás
olvidaré. A partir de aquel día, nunca más dejé abierta la ventana, pero lo
extraño de todo era que siempre me despertaba pasada la medianoche; y cuando lo
hacía, la encontraba abierta, venteando la percudida cortina blanca hacia el
interior del cuarto.
Una
noche me levanté de mi sueño y desperté asustado, agitado, como si hubiese
estado escapando de alguien; entonces, una sensación de escalofrío fue
invadiéndome al punto tal de hacerme temblar. Fue en ese mismo momento cuando
mis ojos se fijaron en una de las paredes de la habitación tétrica, sombría y
vacía. Una sensación de ser observado por una silueta oscura hizo que me
ocultara bajo las sábanas. Ahí, metido y refugiado en mi propia cama, muerto de
miedo, escuchando los latidos acelerados de mi corazón, mirando a través de la
traslucida tela, me pareció ver algo que me acechaba. Era como una sombra que
tenía la silueta de una mujer que se movía sobre mí. No sé cuántos minutos
pasaron exactamente, ni mucho menos el tiempo que permanecí despierto; lo único
cierto es que ahí, acurrucado de miedo, me quedé dormido hasta que volví a caer
en otro sueño. Ahora yo me encontraba en una especie de infierno. Ahí, tras las
tinieblas, se aparecía ante mis ojos un horizonte de cielo escarlata, un puente
y un río.
En
ese puente, y a la distancia desde la ventana de mi habitación, pude divisar a
una mujer vestida de negro. Por un momento pensé que solo yo me había fijado en
ella, pero no fue así. Ella ya me había estado siguiendo con su mirada desde
que había aparecido en ese mundo. Muy tarde fue cuando me di cuenta que me
miraba. Por un momento quise escapar de sus hambrientos ojos, pero ella,
embriagada de su poder, me mantuvo cautivo, prisionero. Fue un suspiro que
parecía interminable. Perdido entre sus pupilas ese mundo se tornó más bello.
Atrás quedó la penumbra que había alimentado mi vida durante años. Y el tiempo
pasó sin que me diera cuenta. Ahora, la mujer que había estado junto a mí, con
su voz seductora, acercó sus labiosa mi oído; y, suplicándome con la ternura de
una niña, me dijo que no la dejara sola. Una tras otra sus súplicas fueron
tornándose con mayor intensidad; y yo, incapaz de soportar sus susurros,
intenté quitármela de encima, pero fue tarde para poder detenerla. Ella, llena
de su camuflada naturaleza hostil, de un momento a otro arrancó de un mordisco
mi oreja izquierda que ya empezaba desangrarse. Mientras tanto yo berreaba de
dolor y, empapado en un charco de sangre, intentaba con todas mis fuerzas
sacármela de encima… Fue justo cuando abrí los ojos y, sobresaltado entre las
pálidas sabanas, me desperté aún extraviado sin saber si aún estaba vivo
experimentando mi mísera realidad o aún me encontraba atrapado en el mundo de
los sueños tratando de sobrevivir al ataque de aquel ser infernal. Me puse de
pie y volví a cerrar la ventana que había encontrado abierta y solo me quedé
esperando lo que debía pasar.
Juan
Carlos Alfaro Valverde: Profesor de profesión y escritor
por afición. Nació en el seno de una familia humilde del puerto de
Chimbote en Perú. Desde muy pequeño tuvo el apego por los libros y la lectura.
Sus estudios secundarios los llevó a cabo en el colegio Politécnico Nacional
del Santa. Es Licenciado en Educación Secundaria por la Universidad Nacional
del Santa en la especialidad de Lengua y Literatura. Trabajó como
profesor de niños de la calle en la asociación LENTCH (Luz y Esperanza para los
Niños Trabajadores de Chimbote). Maestrista en la Universidad Nacional del
Santa en Docencia Universitaria e Investigación. Actualmente viene trabajando
en la institución educativa parroquial Santa Rosa de Lima donde el trabajo con
adolescentes y jóvenes motiva su compromiso con la creación de mundos
literarios.
CHILE
JORGE ETCHEVERRY ARCAYA
ESCRITURA Y EGO
Un
aspecto relacionado con la democracia es, por supuesto, la cultura, que, si se
pasa a concebir como opuesta o ajena a la naturaleza—natura versus cultura— por
razones lógicas, vendría a ser equivalente de la muerte. Pero no nos salgamos
del tema. Uno puede afirmar que en cualquier país, e incluso en éste, debe
haber entre 3000 a 4000 poetas vivitos y coleando, y este número es una
estimación muy cauta, conservadora. He leído por ahí que en un año
determinado—no me acuerdo exactamente—se habían publicado unos 40.000 libros.
Yo estaba hablando el otro día con un amigo poeta chileno, que vive aquí desde
hace décadas y que casi se considera escritor profesional, aunque no mucho, a
pesar de tener una cierta cantidad de seguidores en el Glebe, sector donde reside.
Se trata de un barrio que en algún momento fue más bien artístico, de
estudiantes, artistas y gente más o menos marginal o progresista y ahora es un
sector casi opulento, de sofisticado comercio, habitado principalmente por una
clase media acomodada de esta capital nacional de Canadá, Ottawa, pero que
siéndolo, no es para nada una de las ciudades más grandes del país. Bueno,
cuando le mencioné a él estas cifras, casi se tambaleó, y mirando alrededor
como si buscara un punto de apoyo me dijo en inglés (por supuesto que con su
fuerte acento): "...En mi generación, a la que yo pertenezco, eso es, la
de los tipos y las chiquillas de fines de los de los años sesenta del siglo
pasado, había alrededor de 40 poetas
reconocidos y eso ya era demasiado." Y como él no es una persona dotada de
muchas gracias sociales, y por eso se lo pasa solo la mayor parte del tiempo, a
pesar de que le gusta, como a todo buen latinoamericano, la gente y la
conversación, siguió alargando su intervención... "en una antología del
cuento contemporáneo chileno--en la que dicho sea de paso yo estoy
representado, a pesar de que yo soy básicamente poeta--", continuó con un
tono bastante seco y un poco pedante "y eso que va de l973 a l983, hay
sólo 33 narradores...". Tragó saliva, tosió con tos de fumador, se aclaró
la garganta antes de continuar. Y entonces fue que yo me acordé de que tenía
una cita en el banco, sorbí apresuradamente el resto de mi café y salí del
restaurante después de pagarle ambas cuentas a la camarera, ya que mi amigo parece
andar un poco corto de fondos en estos días.
Un
poco en la mira
A
fines de los setenta, una tarde de domingo miramos la tele que apaga el rumor
que llega de la calle Somerset, a cuadra y media y de repente llaman por
teléfono, mi señora responde, vuelve pálida, me mira un rato con tamaños ojos,
después se me sienta al lado, me dice bajito en la oreja para que no escuche la
niña, “me dijeron que me iban a matar a mí, a tu marido y a tu hija”, Como ella
tiene mejor inglés, llama a la policía. No dormimos mucho esa noche. En la
mañana pasa a dejar a la niña a la guardería, yo me quedo tratando de estudiar,
tengo que dar los comprensivos de mi máster en algunos días. Suena el timbre.
Un señor joven, alto, me dice que es de la policía. “Lo estaba esperando”,
digo. Se sienta y sin más preámbulo me dice que se llama XX y que quisiera que
le diera información sobre unos compatriotas, N, M, O y sobre P, profesor de
filosofía en la universidad donde estudio. Les interesa averiguar sobre los
contactos con los Salvadoreños—que están recién llegando—y con el partido
comunista de Canadá. “Si sabe algo o se
le ocurre algo, llámeme”, y me pasó su tarjeta—que tengo por ahí guardada,
creo. Salí y me fui a hablar con cada una de las personas nombradas, se lo
mencioné a un amigo que tenía un programa comunitario en español en un canal de
TV comunitaria. Él difundió el hecho y leyó instrucciones sobre lo que uno
debía hacer en caso de esas visitas. También por ese entonces mi señora y la
niña iban de vuelta por primera vez al terruño y yo debía ir a su embajada en
Canadá a renovar mi pasaporte porque también tenía que viajar. Me ofrecieron
asiento en una oficina lúgubre. Un señor me dijo “Mire, sabemos que su mujer y
su hija están en Chile. Si tuviera alguna información que darnos sobre las
actividades de la colonia chilena en la ciudad, se lo agradecería mucho”. Pero
en esos tiempos uno se conseguía cartas de ONGs, parlamentarios si podía, para
que vieran que si pasaba algo allá aquí se iba a notar. Para terminar, le
mostré el borrador de esto que iba a poner a José, en el Starbucks. “Mira, Flaco”,
me dijo,” tai loco, eso ni lo van a leer, ese medio es súper cartucho”.
Socialismo
y comunismo y petición de préstamo
“Mira
Arturo. Lo que pasa es que eso que la mayoría de la gente cree que es el
socialismo, el comunismo, qué sé yo”. Él iba a contestarle al español, o más
precisamente gallego, me dijo, “miren a quién se le ocurre, eso de andar
poniendo en la misma frase socialismo y comunismo”, como si fueran lo mismo.
Pero decidió quedarse callado. Si se ponía a discutir con el gallego ya no lo
iba a parar nadie y él tenía otras cosas que hacer, la invasión de las máquinas
de traducción en la web, que cualquiera podía utilizar, lo había dejado casi
sin trabajo en unos cuantos meses y ahora estaba tratando de reciclarse como
profesor de español. Al menos eso es lo que me dijo Arturo sobre ese encuentro,
pero que yo, que lo conozco bien, creo que era posible que estuviera preparando
el terreno para pegarme un sablazo—es decir pedirme un préstamo—así decíamos en
nuestro Chile originario de hasta la mitad de los 1975, en que ambos salimos
apretando cachete—otro modismo de la época—después de haber pasado un par de
semanas en la embajada de Canadá en Santiago, que fue donde nos conocimos. De
ahí nuestra amistad, aunque él tuvo la suerte de radicarse en Baton Rouge, en
la Louisiana, y bueno, eso del sablazo, del préstamo, si era moderado—digamos
hasta unos 500 dólares—yo no tenía problema en desembolsar, pese a que no estoy
muy boyante, es decir me mantengo apenas a flote.
Diálogo
de latinos maduros en el Starbucks
Mire,
le voy a decir que la traducción, si es posible literaria, ha sido mi medio de
sustento, o mi ganapán, como creo que todavía dicen los argentinos, perdóneme
la lata, pero soy profesor jubilado, aunque me dicen que me conservo bastante
bien. La era virtual ha hecho posible que uno se pueda desplazar y trabajar
desde cafés internet y computadoras portátiles, como la suya. En esta ciudad a
la que me considero todavía un recién llegado, me tocado vivir ya en varios
barrios. En este café tienen hartos enchufes W5, no viene mucha gente y el café
es bueno, por eso que vengo casi todos los días aunque sea por un par de horas,
y aunque no me crea, señora, a trabajar,
aunque no le saco el cuerpo a las oportunidades que se puedan presentar de
conocer gente interesante, mujeres que miran y reciben miradas de vuelta y con
las que uno se supone que comienza a hablar, como en este caso, incluso
tratándose de un zorro viejo como es uno, aunque no se le note , pero no crea
eso va contra mi manera de ser, no soy siempre tan entrador
“Mira,
oye, sí, yo te voy a decir, perdóname que te tutee, te voy confesar que yo también tengo bastante más edad de la que
aparento, no te voy a decir cuánto porque no soy estúpida, a una la ayudan
mucho un montón de cosas, le sirven montones, unas cosas a las que una tiene
más acceso que ustedes, o sabe más, o está más enterada, como por ejemplo la
cirugía plástica, las dietas, los regímenes, la cosa ésa que está de moda ahora
que es el pilates y que en mi caso me sirve mucho, no sé a ti, porque todavía si
un señorón como tú se mete a una cosas de esas y te llegan a ver o se sabe,
aunque pareciera que aquí todo el mundo son liberales y abiertos, te van a
mirar raro, pero mira, te puedo recomendar una amiga que tengo que tiene
incluso unos añitos más que yo y que
conoce a un doctor medio naturista medio homeópata que al Sebag ese lo deja
chico. Pero, oye, disculpa, voy a al baño ahora vuelvo”.
Jorge
Etcheverry: poeta, editor, editor y traductor nacido
en Chile. Vive en Canadá. En Chile fue miembro de los colectivos de poesía
Grupo América y Escuela de Santiago. Sus textos han sido publicados en varios
países, incluyendo poesía, crítica, ficción literaria, ensayo y ciencia
ficción. Sus últimos libros son Clorodiaxepóxido (Chile 2017), Canadografía:
antología de prosa hispanocanadiense (Chile 2017), Los herederos (2018),
Samarkanda (Canadá 2019), Outsiders (2020) Orejas y vanguardias (Chile, 2024.
Entre sus últimas publicaciones en revistas se cuentan textos en Off the
Record, La ignorancia, La charca literaria, Coyahue, Pluma y Tintero y Entre
Paréntesis, revistas de las que es colaborador permanente.
URUGUAY
C. M. FEDERICI
¡MILAGROS, MILAGROS!
—¡Milagros!...
¡Milagros!...
—Ya,
ya voy.
Toda
la vida igual, pensó. Milagros de aquí, Milagros de allá... ¿Qué le habría dado
a su mamá por semejante apelativo? Ironía, si las hay... ¡Y con lo bien que le
habría caído un milagrito por esas fechas!
Porque
las cosas no mejoraban para nada, ni con el año nuevo encima... Posó
maquinalmente la mano sobre su conflictuada cintura, en tanto recorría ágil el
largo pasillo de paredes blancas. ¡Trabajo, trabajo!..., se dijo. Todo el santo
día atendiéndoles las nanas a los enfermos, inyectándolos, poniéndoles
enemas... Se le escapó una sonrisa: también había que extremar precauciones,
una que otra vez, tratándose de pacientes en franco proceso de recuperación...
—El de la cama cuatro se nos queda… —informó
la nurse jefa.
Ella
asintió, no sin alguna pena. ¡Pobre viejo! Sin tener siquiera un gato amigo al
lado, agonizando en una triste cama de hospital... Y con ese mal olor que
despedía el desgraciado, las otras enfermeras evitaban acercársele por todos
los medios. ¡Claro que siempre estaba la buena de Milagros, tan sonriente y
dispuesta a encargarse de lo que nadie más quería hacer!
Pero...
La procesión va por dentro, como suele decirse. ¡Qué sabía nadie de lo que
escondía aquel semblante alegre!
—¡Hola, hola! —saludó, en tono risueño—. ¿Cómo nos
sentimos hoy, eh?
Y el viejo trató de incorporarse en el lecho, y una
de las manos artríticas se elevó en ansioso llamado...
Ah,
aquí estás, preciosa. Acércate, acércate...
(Me
hace señas de que está bien allí...) ¿Seguro que me oyes bien? Bueno, entonces
pon atención, linda, ¡porque este es el momento más importante de tu vida!
¡Aah!
¿Te intrigué, no es así? No, ricura; este viejo no está loco, ni tampoco es el
vagabundo astroso que aparenta ser... ¡Aunque sí es el solitario que
adivinaste, Dios lo sabe! He vivido muchos, pero muchos años..., más de los que
merecí, dicen algunos, ¿y creerás que en todo ese tiempo jamás hallé lo que
buscaba? Le arranqué muchas cosas a la vida, es cierto..., algunas a viva
fuerza, y contra la oposición del mundo entero. Siempre obtuve lo que quise,
sin cuidarme de los medios que tuviese que emplear para conseguirlo.
Siempre...,
o casi.
Porque
hubo algo que se obstinó en negárseme: amor. Ni yo supe darlo, ni los otros
quisieron brindármelo. Supongo que estaría escrito en las estrellas... A medida
que fui haciéndome viejo —porque has de saber, niña, que yo no nací con este
aspecto, si bien nunca fui buen mozo—, según los años se acumulaban sobre mí,
ese vacío llegó a doler..., aún más que esta porquería que me está matando.
Yo
necesitaba... Yo quería...
Pero
te abreviaré la historia. Demasiado fatigado estoy, como para extenderme... Nunca creí llegar a encontrar mi ideal
de mujer, hasta que te conocí. ¿No te sorprende? Bueno, lo cierto es que nadie
me trató como lo hiciste tú. Ninguna fue tan dulce ni tan paciente... ¡Y ese
mechón rubio, que sabes echarte para atrás con tanta gracia!... Se operó el
prodigio: este vetusto y chirriante corazón se encendió por fin con el Fuego
Sagrado, o como quiera que se le llame..., que al borde de la tumba uno oscila
entre la poesía y el ridículo, y no quisiera que terminases riéndote de mí,
igual que otras.
Pero acércate, por favor... ¡porque lo que voy a decirte cambiará
tu vida, niña! ¿De veras me oyes bien desde donde estás? Claro: a tu edad todo
funciona, incluso el oído y la vista... ¡Pero esta última puede engañarte! Este semicadáver que está delante de
ti, deglutido a la vez por los piojos y el carcinoma, este despojo..., ¡es nada
menos que el segundo hombre más rico del mundo!
Veo que no me crees... De lo contrario, esos divinos ojos celestes
se habrían agrandado todavía más. ¡Escucha, amor! Un hombre que está a punto de
rendir cuentas con... quien quiera que esté ahí, esperando..., un hombre en
este trance no es capaz de mentir.
¿Nunca oíste hablar de Howard Hughes? Ese millonario excéntrico
que en su vejez solía andar errante, sin un centavo en el bolsillo y
desprovisto de toda identificación, a tal punto que, cuando lo hallaron muerto,
costó su tiempo verificar que en realidad se trataba de él… Veo que asientes:
sin duda conociste el caso.
Bien, yo me parezco a ese. Me he escondido de la voracidad del
mundo utilizando el disfraz del Pobre Diablo... Pero es peligroso disfrazarse
así, a lo Jekyll-Hyde..., porque la máscara acaba por consustanciarse con el
ser, y uno llega a perder la perspectiva de todo..., o cosa por el estilo.
¡Pero, sí, de veras soy yo, querida! ¡El mismísimo Cornelio
Ithurralde, ese que habrás visto tantas veces en los diarios, con más millones
de euros en todos los Bancos de Europa que pelos en el pubis! Y disculpa,
¡ejem!, la comparación...
¿Aún crees que estoy inventado cosas, verdad? ¡Pues te será muy
fácil comprobar si miento! Llamas a la firma Bruggeri & Bruggeri, abogados,
en la Capital, y ellos me identificarán. ¡El número está en la guía!
¡Escucha! No hay mucho tiempo. Siento que ya llega el momento
de... afrontar lo que venga. No deja de ser irónico… ¡Si le ocurriese a otro,
sería yo el primero en largar la carcajada! ¡Toda una vida esperando... el
milagro, y cuando por fin se da, resulta ser infernalmente tarde!... Casi ni
logro verte con claridad, preciosa: ¿cómo pensar en... amarte? El Cielo debió
acordarse de mí un poco antes…
Pero hay algo que sí puedo hacer todavía, niña mía... ¡Y es
convertirte en una mujer muy rica! ¿Lo estás oyendo? ¡Muy rica! ¡Desayunarás con champán y caviar..., vestirás visón y
pedrería, recorrerás el mundo en tu propio avión! ¡Te voy a dejar toda mi
fortuna!
¡Sí!
Por tu belleza. Por tu ternura. Por la delicadeza que usaste conmigo, incluso
al higienizar este pobre cuerpo mío…
¡Pon
atención!... Ni bien me declaren muerto..., ¡no esperes! ¡Corre a un teléfono y
llama a los abogados que te dije! No es necesario que
yo te firme nada..., aparte de que no podría ni sostener la pluma. ¡Pero
óyeme!... Yo había previsto que podría llegar a pasarme esto, de manera que
convine con mis abogados una palabra clave..., una palabra que está escrita en
una tarjeta. Esa tarjeta, a su vez, está encerrada en un cofre-fort secreto, al
que nadie en este mundo tendrá acceso en tanto guarde yo un resto de aliento...
La palabra es... “milagro”. ¿La entendiste bien? ¡Milagro! Solo se la tienes que decir a ellos, y comprenderán que
te he dado... plenos poderes... para disponer de todos... mis bienes...
terrenales.
Había quedado consternada por la muerte del anciano.
Cuando se reunió con Julián, estaba tan pálida que él se preocupó.
Ella le contó entonces lo que acababa de sucederle, en frases entrecortadas por
la emoción.
(Dejó para más adelante las preguntas acerca de los
asuntos de él… Una sola mirada a su rostro sombrío, hastiado, le bastó para
entender que nada había cambiado. Aún no aparecía el trabajo anhelado, tras el
despido de la fábrica; seguía pendiente el desalojo, y con la vieja deuda
acumulando intereses, y el bebé que se venía... Un ramalazo de angustia
estremeció el cuerpo juvenil de la chica.)
—¿Y no hubo propina siquiera? —preguntó Julián, con
ácido sarcasmo.
—¡Cómo se te ocurre!... ¡Pobre viejito! Morir así,
sin nadie que lo acompañase... ¡Si hubieses visto cómo me miraba! ¡Igual que un
pobre perro perdido! Hubiese querido confortarlo más, abrazarlo incluso,
pero...
La jovencita alzó los hombros, con expresión
compungida.
—¡Pero
olía tan feo, el infeliz! Él quería que me le acercase; lo noté, pero no pude,
no pude, fue más fuerte que yo... Así que no logré oír ni una palabra de lo que
murmuraba. Delirios de moribundo, seguramente… ¡Me dio una lástima!...
Carlos
María Federici. Montevideo, Uruguay, 1941.Escritor
profesional desde 1961. Publicaciones en revistas nacionales, americanas y
europeas. Traducido a varias lenguas. Participación en 10 antologías
internacionales. Premios literarios en 1970, 1971, 1974, 1986, 1987, 1997,
2003. Diez libros publicados entre las ciudades de Buenos Aires, México y
Bucarest.
FERNANDO
SORRENTINO
EL
SENSATO DON RAMÓN
Allá por La Rioja española del siglo XIII,
y en la segunda cuaderna vía de su Vida de Santo Domingo de Silos, Gonzalo de
Berceo estampó sus célebres alejandrinos tantas veces citados:
Quiero fer una prosa en román paladino,
en qual suele el pueblo fablar con so
uezino. (1)
Allá por la Buenos Aires de 1905, y en el
primer acto de sus Locos de verano, Gregorio de Laferrère pone, en boca de uno
de los escasos cuerdos que habitaban aquella extravagante y cómica vivienda, la
siguiente reflexión:
ENRIQUE. – Y bueno, ¡qué querés! Pero la
verdad es que no me entra a mí este curioso talento de tus amigos, a quienes
resulta que nadie entiende. (Con ironía.) ¡Yo creía condición esencial del
talento hacerse entender!
El hecho es que, por temperamento, por
impaciencia, por pereza, estoy por completo de acuerdo con los dos amigos
literarios que acabo de citar. Como consecuencia, cancelo inmediatamente la
lectura de todo texto que me amenace con el menor atisbo de maraña, laberinto o
jeroglífico: por tal motivo, y por prejuicio basado en abundantes posjuicios
anteriores, ni siquiera intento asomarme a los “poemas” actuales, en que
autores eternamente angustiados y sufrientes hacen correr sus enredos léxicos a
lo largo de desvencijadas líneas sin ritmo, sin sonido, sin meollo y –mucho me
temo– sin pies ni cabeza.
Ubicado, entonces, dentro del terreno que
habitan los sacrílegos ranforrincos de la literatura, y habiendo, por ende,
desarrollado anticuerpos para agregar nuevos despropósitos, seguiré adelante, y
no, precisamente, “con la frente marchita”.
A modo de antídoto contra los textos
tartamudos, disléxicos y/o caóticos, y para que la desproporción no sea tan
alevosa, eludiré todo término de comparación con algunos sonetos de los magnos
maestros de los Siglos de Oro: Garcilaso (“A Dafne ya los brazos le crecían”),
Góngora (“Menos solicitó veloz saeta”), Lope (“Suelta mi manso, mayoral
extraño”), Quevedo (“Cerrar podrá mi ojos la postrera”), Calderón (“Estas que
fueron pompa y alegría”), Juana Inés (“Esta tarde, mi bien, cuando te
hablaba”).
No: recurriré deliberadamente a algún
poeta que, según opinan los hombres dignos de fe, pertenezca a una categoría
bastante menor…
Entonces, ¿a quién sugerir…? Entre tantos
posibles candidatos, finalmente convoco al español Ramón de Campoamor
(1817-1901).
A pesar (o, tal vez, a causa) de la
mesurada estatura literaria que suele asignársele, compuso poemas que, a mi
juicio, conllevan muchos elementos meritorios: están lejos de arrastrarnos a
los sótanos del surmenage; empiezan, se desarrollan y terminan; se entienden al
instante; sus palabras, en lugar de proponer galimatías, se entrelazan para
brindar significados; los endecasílabos, bien medidos, corren con ritmo; la
adecuada rima les confiere agradable sonido.
Leamos, entonces, dos de sus sonetos:
Los padres y los hijos
Un enjambre de pájaros,
metidos
en jaula de metal, guardó
un cabrero,
y a cuidarlos voló desde el
otero
2
la pareja de padres
afligidos.
–Si aquí –dijo el pastor–
vienen unidos
sus hijos a cuidar con
tanto esmero,
ver cómo cuidan a los
padres quiero
los hijos por amor y
agradecidos.
Deja entre redes la pareja
envuelta,
la puerta abre el pastor
del duro alambre,
cierra a los padres y a los
hijos suelta.
Huyó de los hijuelos el
enjambre
y, como en vano se esperó
su vuelta,
mató a los padres el dolor
y el hambre.
Los hijos y los padres
Ni arrastrada un pastor
llevar podía
a una cabra infeliz que oía
amante
balar detrás al hijo, que,
inconstante,
marchar junto a la madre no
quería.
–¡Necio! –al pastor un
sabio le decía–,
al que llevas detrás, ponle
delante;
échate el hijo al hombro, y
al instante
la madre verás ir tras de
la cría.
Tal consejo el pastor creyó
sencillo,
cogió la cría y se marchó
corriendo,
llevando el animal sobre el
hatillo.
La cabra, sin ramal, los
fue siguiendo,
mas siguiendo tan cerca al
cabritillo,
que los pies por detrás le
iba lamiendo.
Poemas escritos en román
paladino y con la condición esencial del arte: hacerse entender. No puedo menos
que agradecerle al sensato don Ramón.
(1) Gonzalo de Berceo, Vida
de Santo Domingo de Silos, Madrid, Anaya, 1968, pág. 50. Introducción, edición
y notas de Germán Orduna.
(Dicho sea de paso: en mis
años juveniles tuve el placer y el honor de ser alumno del profesor Orduna,
riguroso hispanista de admirable calidad humana.)
[Publicado en La Prensa,
Buenos Aires, 20 de marzo de 2024.]
PERÚ
CARLOS
ENRIQUE SALDÍVAR
LA
FIRMA DEL DESTINO
Cuando
despertó y vio las noticias en su celular, el magnífico escritor ya no estaba
ahí.
El
más grande se llevó su pluma consigo para seguir creando historias en otro
mundo.
¿O
en otros? Quién sabe. El autor que ahora se desperezaba, cuarentón, se dijo que
ya no lo volvería a mirar con vida. Recordó su cabello canoso en un evento, en
una feria del libro.
Quiso
que le firmara su ejemplar de «La ciudad y los perros», pero no consiguió
hacerse un espacio; la multitud lo cohibía, todos deseaban tener el nombre y la
dedicatoria del más grande de la actualidad. Pero el nuevo escritor, en aquel
entonces muchacho, no se atribuló.
Se
levantó de su cama, la mala noticia lo dejó pensativo. Había leído una docena
de obras de ese literato excepcional, no era mucho, debido a la vasta obra que
él había creado.
No
solo de ficción, también ensayos, análisis.
El
autor cuarentón se dijo que, como era su día libre, después de asearse y
desayunar, leería nuevamente aquella obra que lo marcó hace años, sobre unos
cadetes en un colegio, sobre un poeta, un abusivo, una chica, una muerte.
El
libro que le brindó las técnicas necesarias para que él mismo se animara a
iniciar una novela de su etapa escolar, no exenta de sinsabores.
Un
texto clásico que, al momento de sacarlo de su biblioteca para apreciarlo, él
encontró firmado, con las inmortales palabras: «Sigue adelante, C. E. Con todo
mi aprecio, MVLL».
Él
no quiso explicarse cómo había ocurrido el hecho asombroso. En la tarde y la
noche continuó con la escritura de su primera novela. Sabía que contaba con
mucho, con una vida.
Carlos
Enrique Saldívar (Lima, 1982). Codirige la revista El
Muqui. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018),
Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros
(2019) y El viaje positrónico (2022, en colaboración). Correo electrónico:
fanzineelhorla@gmail.com