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Sunday, 15 September 2024

BABELICUS nº26

 

BABELICUS nº26

REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL – SEPTIEMBRE 2024

ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, ELENA ZADRA,

 STEFANO VALENTE, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR




A nuestros fieles y amados lectores:

Presentamos el número 24 de BABELICUS EN ESPAÑOL, https://babelicus.blogspot.com/   

Contiene relatos en español para entretener a la familia y dar a conocer escritores hispanos de varias latitudes. Ruego a otros escritores interesados en publicar en Babelicus, (grupo abierto en Facebook sin fines de lucro) que envíen sus colaboraciones, preferiblemente de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com,  junto con una semblanza del autor de cinco líneas. Quienes vienen publicados en la revista luego de un escrutinio, no pierden sus derechos de autor. La revista viene publicada en la página Babelicus de Facebook y se puede bajar del blog de Babelicus, indicado más arriba, donde se pueden encontrar todos los números de la revista.

 

Portada: óleo de Adriana Alarco de Zadra


ARGENTINA


LUIS DUARTE 


SIMBIOSIS 

 

Sofía lee y se mece en la silla de mimbre. Con una mano sujeta Las aventuras de la oruga glotona y con la otra acaricia a Gaspar, su gato bizco. Cada vez que le plancha el lomo, el gato ronronea y levanta la cola, con la mirada sumergida en algún buen recuerdo. Del otro lado de la silla hay un balde con algunos cornalitos.  

El living tiene un ventanal que da a un patio interior desbordado de plantas y helechos. 

El papá de Sofía está en el muelle, pescando con sus amigos, como hace un fin de semana al mes. Cuando el mar le da la espalda, la mamá de Sofía debe salir a pedir hígado fiado en la carnicería del barrio. Con eso, al menos tiran unos días. Pero cuando la mano viene bien, abarrotan el freezer de cornalitos y pejerreyes.   

—Escuchá, Gaspar, escuchá, que ya falta poco para que llegue papá. Recemos para que traiga la heladerita cargada. —Sigue con la lectura—. Para qué la pequeña oruga se convierta en mariposa, tiene que comer una manzana el lunes, dos peras el martes, tres ciruelas el miércoles… —Ruidos desde la cocina, y ella detiene la lectura: mamá y sus benditos cubiertos. Larga un bufido sostenido, como si se desinflara. Extiende la mano, Gaspar le lame el índice y ella cambia de página. Saca un cornalito y lo deja caer en la boca abierta del gato, que lo engulle y pasa la lengua como un limpiaparabrisas, dos, tres veces—. Como te decía…, cuatro fresas el jueves y cinco frutillas el viernes. Bueno, tampoco me mires así, Gaspar. ¿Vos no entendés que sábados y domingos se descansa? —El gato la observa sin parpadear—. Escuchá, escuchá: Moraleja —sigue, con la mano en alto como un director de orquesta—: Buscamos en la naturaleza confirmar nuestra imperfección. Guaaaaauuuu, ¿qué habrá querido decir con eso? ¡Qué raro que escriben los escritores! Hasta hay uno que se animó a escribir historias sobre elefantes rosas, ¿la podés creer? 

—Sofi —un grito desde la cocina—. ¿Ya te lavaste las manos? ¿Pusiste la mesa, Sofi?  

—Ya voy, mamá. Estamos leyendo.  —Resopla y achina los ojos. Golpea los nudillos contra la tapa del libro ya cerrado—. Perdónala, Gaspar. No es mala, lo que pasa es que no sabe respetar los momentos de placer. 

—Dale, hija, dale. Tengo el aceite a punto. Haceme un favor: andá a la heladera y traeme los cornalitos. Apúrate, ¿sí? Rápido. 

Ella se asoma al balde, tres cornalitos quedan.  

—¡Uy, no! —Se agarra la cabeza y se le cae el libro—. Mañana la seguimos, Gaspar. Ahora hacete humo. Y no me mires así, che. —Levanta el libro del piso—. No me mires así, que si hoy papá no trae nada, vas a tener que volver a corretear palomas: en el freezer quedan nada más que cubitos. Al final vos sos peor que la oruga glotona. Bueno, basta, dale, apúrate, rajá ahora. 

El gato empuja el mantel y se mete debajo de la mesa.  

—¿Y? —dice la madre ya en el living, secándose la frente con el delantal—. Dale, hija, dale. Si se quema el aceite, queda una porquería. —Espera unos segundos una respuesta que no llega. La mira como tantas veces: se da cuenta de que algo no anda bien. Va a la heladera, busca y rebusca en la bolsa vacía.  

—¿Dónde? —grita con los brazos en jarra—. ¿Dónde corno está el pescado?  

—Pero…, mamá. 

—Pero nada. Si me entero que se lo diste a ese gato pulgoso, no te dejo leer por una semana. 

—¿Ah, sí? ¿Y no tenés miedo que te acusen de maltrato infantil? 

—Por última vez lo pregunto, Sofía: ¿dónde está el pescado? Te voy a dar a vos maltrato infantil. 

—Para que sepas, ayer la señorita Alicia nos dijo que en Islandia se pasan la Nochebuena leyendo. ¿Entendés? Le-yen-do. —Señala el libro—. Después de cenar, se regalan libros. Y se pasan toda la noche leyendo.  

—¿Y eso qué tiene que ver con los cornalitos? 

—Entonces los padres les leen historias a sus hijos. ¿Hasta acá me seguís? 

—O me decís dónde está el pescado, o… 

—Y como vos siempre andás buscando comida por el barrio —dice con los ojos cerrados—, y papá se la pasa con sus amigos pescando, yo le tengo que leer a Gaspar, para cumplir con la tradición de Islandia.  

La mamá de Sofía se desploma en el sofá, arranca con un puchero y sigue con un llanto insoportable. Sofía se le sienta al lado, apoya la cabeza en el hombro agitado, y le dice: 

—Mamá, dejame decirte algo… —Toma aire, Gaspar la mira desde abajo del mantel—. Papá se va a pescar con los amigos porque se aburrió de nosotras. No te pongas mal, mamá. Es así. Hay que aceptarlo: se aburrió… 

—¿Qué está pasando acá —oye que dice su papá desde el umbral de la puerta— que todavía no pusieron la mesa? 

—Nada, papi. Lo de siempre: mamá se emociona con lo que le leo. ¿Querés que te lea Las aventuras de la oruga glotona? 

 

Luis Duarte, escritor argentino, nació en Lanús en enero de 1969. Estudió periodismo y fue conductor del programa “Mano y contramano”, en FM La Tribu 88.7 mhz. Actualmente conduce su propio programa de radio “El Quijote en el parque”. En cuanto a su carrera literaria, sus libros son los siguientes: “La herradura de Freud”, 2013. “Fósforos gemelos”, 2014. Reedición de este título en España, año 2016. “Latigazos del azar”, 2016. “Los guantes de Zaratustra”, 2018. Y “Rombos”, su último libro publicado por Alción Editora en septiembre 2022. ¿Cómo conseguir los libros de Luis Duarte? Correo electrónico: librosdepapel2019@gmail.com. A través de esta página web, se envía dentro de Argentina y también podés pedir el libro electrónico: https://librosdepapel.com.ar/producto/rombos/

 

PERÚ

DANIEL GAMARRA

ALBACEAS

 

«¿Por qué hoy sí?», les dice a las primas, «¿por qué no antes, otras veces que también he cumplido años?». Están abajo, sentados a mitad de las escaleras. Las tías, la madre, arriba, en el único cuarto de la azotea, el que era del abuelo. Las primas no le contestan. Se miran entre ellas, abrazando sus oscuras velas. En la cara, como una vieja muñeca que se fueran prestando, la misma sonrisa de apenas dientes que ponen siempre los que saben algo que alguien más no.

Han venido hoy a la tarde, en el fósil humeante que dejó el abuelo. En la descascarada CHEVROLET APACHE 1960, que llegó resollando como un monstruo de otro tiempo, renqueando hacia la extinción. Desde el raído de la cortina las había visto llegar. Las cinco tías en las dos cabinas, las cuatro primas, atrás, donde en vida el abuelo acomodaba las cargas, y de donde, segundos antes que la camioneta se detuviera, han saltado como serpientes hacia la vereda.

«¿Verdad que no sabes?», le dice la menor de ellas, la más chiquita, enroscando la manito libre entre las barandas, «vinimos para saber, para que nos digan para quién es la casa».

Él es el del medio, dos primas mayores, dos menores, aunque igual todos van como por la misma edad. Como si en los catorce meses que separan a la primera de la última, sus madres hubieran convenido algún pacto. Todas lo cumplieron, salvo su tía, la mayor, que aún sigue intentando.

Había corrido a abrirles apenas las vio saltar.

«De verdad es fea», había dicho la prima menor intermedia, aterrizando frente a la casa, «valdrá solo lo que el terreno».

«Parece una mano haciendo así», había dicho la mayor de todos, la mayor mayor, haciendo puño, estirando, obsceno, el dedo más largo. Lo parecía, vista desde afuera. Con la robusta fachada y el solitario cuartucho, arriba, empinándose como sobre un pedestal, justo en el centro de la azotea.

«¡No!», había dicho la chiquita, lanzándose sobre la mayor mayor, deshaciéndole el puño como quien abre una ostra, «las niñas, ¡no!».

«Y el abuelo es el único que puede decírnoslo», dice la prima mayor intermedia, sentada al filo del rellano, los zapatos balanceándose como una pareja de ahorcados sobre el hueco de la escalera.

«Sí», dice la mayor mayor, «solo él puede decirnos para quién es la casa».

«Solo él», dice la menor intermedia, «él y nadie más».

«Pero el abuelo está muerto», les dice él. Y las cuatro se miran y se echan a reír otra vez. Se había quedado esperándolas detrás de la puerta, sin atreverse a abrirla del todo, y se la han empujado como si no la sostuviera nadie del otro lado. Apenas le han mirado cuando han entrado y si lo han hecho, ha sido con el mismo gesto con el que luego han escudriñado cada mancha de grasa en las paredes, cada fantasma de polvo desvaneciendo los espejos y los anaqueles, cada araña trenzando sus mortajas en cada esquina y rincón de la casa.

Ni siquiera le han saludado al pasar junto a él. Han seguido de frente. Las tías, directo hacia la azotea, donde toda la tarde ha estado metida la madre. Las primas, solo hasta las escaleras, sonrientes, apretando contra su pecho la vela negra que ha traído cada una consigo,y que, de ponerlas juntas, no cabrían de gruesas sobre ningún pastel. Desde ahí le han llamado, y él, obediente, ha acudido.

«Tú no te preocupes», le dice la mayor intermedia, montada boca abajo en el pasamanos, «él estará aquí».

«Sí», dice la mayor mayor, «solo debemos tener paciencia».

«Pero, no entiendo», les dice él, «¿cómo puede ser eso?».

«Ya lo verás», dice la menor intermedia, «ahora solo nos queda esperar».

«¿Esperar qué?», les dice él.

«Pues al Maestro», dice la chiquita, señalando hacia la puerta, «sin él no podríamos siquiera empezar».

Y esta vez nadie ríe.

No las ha visto desde el entierro del abuelo y antes de eso muy pocas veces. Quizá llevan puestos los mismos vestidos de esa mañana, tenebrosos ahora dentro de la casa, a esa hora de la tarde. Lo mismo las tías, su madre que, arriba, esperan como ellos, aunque en silencio, y, quién sabe, en la oscuridad.

«La mía la vendería», dice la menor intermedia. Se ha tendido de largo sobre uno de los peldaños, fingiendo estar muerta.

«La mía la echaría abajo», dice la chiquita, «ya tiene el proyecto para un edificio».

«La mía la dividiría para alquilar», dice la mayor mayor.

«¿Alquilar?, dice la mayor intermedia, «¿quién querría vivir aquí?».

«La madre de este», dice la mayor mayor, «de seguro ella». Y él no sabe hacia dónde mirar. Solo su madre habría podido mudarse para cuidar al abuelo en esos meses finales. Por las tías, no habría habido forma. Estaba el marido, la inmobiliaria, el tratamiento, la pareja, la depresión: sus propias vidas. Su madre, en cambio, carecía de esas excusas.

«O quizá, la otra», dice la mayor intermedia, deslizándose por el pasamanos, «la que no puede tener hijos». «No deberías decir eso», dice la chiquita, «debe de ser terrible no poder tener hijos».

«No lo sé», dice la mayor mayor, «tal vez no sea peor a tener una madre loca».

«Prefiero eso a tener dos madres», dice la menor intermedia.

«Al menos las mías no duermen con sus jefes», dice la mayor intermedia.

«Y, ¿qué hay de este?», dice la chiquita, irguiendo hacia él su vela, «peor debe ser no tener padre».

Afuera ya es noche.

«¡Madre!, ¡madre!», suben corriendo todas juntas. Lo han dejado solo, abajo, con el hombre que canta o aúlla a cuatro patas en medio de la sala, con su olor dulzón, entre hierbajos y estiércol, con la sonaja que agita en la mano izquierda, reseca y ennegrecida como una fruta muerta, y que no ha dejado de sacudir desde que cruzó la puerta. Es pequeño, apenas un poco más alto que la prima mayor. Quizá por el sombrero que no se ha quitado, hecho como con piel de cabra o de cordero, oscuro, denso, como si se tragara de un bocado toda luz que le saliera al paso. Las tías, la madre, las primas, bajan a recibirlo. Saludan al hombre, le muestran las escaleras hacia la azotea, le invitan a subir.

«Por fin», sisean entre ellas las primas, trepando tras sus madres, tras la tía, tras el hombre, «el Maestro».

Tienen que llamarle para que se anime a subir. Jamás, ni en vida del abuelo ha estado arriba, y menos en esa habitación. La encuentra a oscuras y se detiene ante la puerta entreabierta. La mano de alguien, invisible más allá de la muñeca, enciende, una a una, las velas. Las llamas le parecen azules, lo mismo las sombras de su madre, sus tías, sus primas, amuralladas alrededor del hombre. La misma mano le invita a pasar, a tenderse sobre la polvorienta cama. No hay regalo, no hay pastel. Solo el ruedo de sombras temblorosas por el viento que se cuela silbando entre las grietas. Solo el canto, el aullido que se renueva, el cascabeleo maligno de la sonaja que, con él ahí acorralado, parece volver a cobrar vida. En la penumbra azul, la uña del hombre, gruesa como el casco de un animal, le señala y los ojos de todos parecen estar apuntándole como linternas. Como sopladas sobre un pastel, las velas se apagan.

«Dinos», le susurran en el oscuro, «dinos para quién es la casa…».

 

PERÚ

DANIEL GAMARRA

SOL ROJO SOBRE CHANG’AN

 

Poco antes de mediodía, mientras repasaba los surcos que había estado trazando desde el amanecer sobre los arrozales, Lu Yuan dejó caer el pesado azadón de hierro y se echó a correr, emocionado, rumbo a la casa de su hermano, el poeta Lu Xun, para contarle que el día anterior, hacia el ocaso, la hermosa Xiao Yi había condescendido por fin a su ruego.

Lu Xun vivía del otro lado de la montaña, en el Templo de los Dioses Tutelares. Lu Yuan había recorrido apenas la mitad del camino cuando lo vio aproximándose por el polvoriento sendero. Llevaba entre las mangas unos olorosos rollos de papel de arroz, y se dirigía hacia la casa de Lu Yuan para leerle los últimos versos que acababa de escribir y que involucraban a la dulce Xiao Yi, el crepúsculo y el ojo sangrante de un legendario pájaro de fuego.

«Formidable», dijo Lu Yuan, «es tal y como me ha ocurrido ayer».

«¿Qué quieres decir con eso?», dijo Lu Xun. «Cada detalle es exacto», dijo Lu Yuan, «como si tú mismo hubieras estado ahí». «Ese asqueroso licor de arroz que prepa ras», dijo Lu Xun, «por fin te ha encostrado el cerebro».

«¿Por qué dices eso?», dijo Lu Yuan. «Porque esto», dijo Lu Xun, «es tal y como a mí me ha ocurrido ayer».

«Que se te pudra la lengua en el hocico», dijo Lu Yuan, «¿cómo te atreves a injuriar el honor de Xiao Yi de esa manera?».

«Perro deslenguado», dijo Lu Xun, «¿me estás llamando mentiroso?».

De los insultos pasaron a las amenazas y, enceguecidos por el orgullo, a los empellones. Fue una pelea muy torpe, aunque muy pareja que consistió sobre todo en cerrar los ojos y lanzar manotazos al aire, tratando de asirse de la tiñosa trenza, mientras retorcían el cuello hacia atrás con vehemencia, como si prefirieran dislocarse a sí mismos con tal de mantener a salvo la propia.

Tras la agotadora e inútil escaramuza, se dejaron caer, exhaustos, uno junto al otro, a un costado del camino, resollando por el esfuerzo. A medida que recuperaban el aliento, fueron recapacitando en silencio, hasta llegar, a un mismo tiempo, a la conclusión de que lo más prudente sería ponerse de pie e ir en busca de la inocente Xiao Yi y así, todos juntos, poner fin a toda aquella confusión.

Corrieron como desesperados por los amarillos campos que alimentan al imperio, temerosos de que les ganara la tarde. Por entre las musgosas fauces de bestias con las bocas abiertas que coronan los seis puentes de piedra. Por sobre el serpenteante sendero de lajas que, tal y como ambos afirmaban haber recorrido el día anterior, los conduciría hacia el herrumbroso portón de la Mansión Roja.

Los muros eran muy altos y carecían de agarres como para intentar siquiera escalarlos. Las puertas laterales de los invariables jardines permanecían siempre cerradas, salvo una, en forma de luna, en el Ala Oeste que, lo sabían muy bien, no estaría atrancada por dentro. Aprovecharon para sacudirse el polvo y acicalarse las agitadas trenzas antes de introducirse, sintiendo, como la primera vez, la fragancia de las flores de ciruelo reblandeciéndoles los huesos.

Adentro, bordearon el lánguido estanque, en cuyas aguas detenidas, las hojas recientes del loto se entremezclaban con las marchitas, y donde, sobre la superficie, se reflejaba, límpido, el arqueado puente de barandillas rojas que, esta vez, al atravesarlo, no crujió bajo su peso.

Penetraron con cuidado en el umbral del apacible patio, conteniendo la respiración, atentos a cualquier ruido. Dos cigüeñas dormitaban bajo el damero de sombras que proyectaban los bambúes sobre el musgo. Al fondo de la terraza, sentada sobre las escaleras, Xiao Yi cantaba, de espaldas a ellos. Su voz les rozaba, pálida, como un eco:

Mi corazón va con los gansos que vuelan hacia el lejano sur,

y en el crepúsculo, sola, me siento a escuchar los golpes de las lavanderas…

Arrastrados por su aroma, se fueron acercando. Como fantasmas, sus pisadas hundían apenas los amarillos crisantemos que alfombraban el suelo del patio.

Xiao Yi estaba inclinada sobre su labor, aprovechando las últimas luces de la tarde. Llevaba el cabello recogido en un moño, sujetado por un único alfiler. A sus pies se en roscaban los cinco hilos de seda que tramaban el edredón brocado que con esmero iba des tejiendo sobre su regazo, desbaratando una a una, con cada puntada, las ceñidas parejas de patos mandarines que, dándose la espalda, tupían el diseño.

La observaban en silencio, sin que ninguno de ellos se atreviese a hablarle. En algún patio vecino, una voz cantó, nítida:

Los golpes de las lavanderas,

y unos lamentos de flauta,

te acompañan a despedir el crepúsculo…

Xiao Yi se volvió hacia ellos, permaneciendo un momento con el alfiler suspendido en el aire. El corazón le latía tan rápido que, al volver en sí, falló la puntada y el alfiler le arrancó del dedo un diminuto punto de sangre. Las cigüeñas abrieron los ojos, y los hermanos cayeron de rodillas.

Permanecieron así, con la frente enterrada contra el suelo, confundidos, sin saber qué hacer, como si de pronto hubieran olvidado el propósito que los había empujado hasta ese jardín en aquella confusa tarde.

Aplastados bajo la ominosa incertidumbre, sin atreverse a levantar la mirada, hicieron el ademán de formular su pregunta, ambos a un único tiempo. Mas esta no brotó desde sus gargantas. Llegó hasta ellos como un murmullo desde otro patio, pronunciada por otras voces: «¿qué había ocurrido la tarde anterior?».

Xiao Yi dejó su labor a un lado y se incorporó, tratando de recordarlo. Tenía las mejillas encendidas del color del horizonte, donde el sol, en ese momento, empezaba a ocultarse.

«Esto», dijo, «ustedes preguntando esto mismo».

 

Daniel Gamarra (Perú, 1982): Ha sido incluido entre los cien o doscientos escritores seleccionados para la Antología de microficción peruana, «Circo de pulgas», y entre los quince o veinte semifinalistas de la XVII Bienal internacional de cuento, «Premio Copé». En la actualidad se dedica de lleno a procrastinar la culminación y edición de su segundo libro de cuentos, «Jamás fuimos hermosos», con la acumulación y clasificación de apuntes y notas para la novela ficcional y alter histórica «La guerra del Bicentenario», y ambos, a su vez, con los pormenores y avatares logísticos de la publicación física de su primer libro de cuentos «La inmortalidad de los tardígrados».

 

ARGENTINA

FERNANDO SORRENTINO

NOSTALGIAS Y LAMENTOS: DE JORGE MANRIQUE A RAFAEL OBLIGADO

 

Las admirables “Coplas por la muerte de su padre” (1476), de Jorge Manrique (1440-1479), constan de cuarenta estrofas. Los primeros seis versos de la decimosexta suelen citarse como paradigma del tópico literario denominado Ubi sunt (“¿Dónde están?”), consistente en evocar con nostalgia hechos o personas del pasado que han dejado de existir:

¿Qué se hizo el rey don Juan? (1)

Los infantes de Aragón

¿qué se hicieron?

¿Qué fue de tanto galán,

qué fue de tanta invención

como trajeron?

El final de la estrofa siguiente recuerda el brillo y la gracia que se imponían en aquella corte:

¿Qué se hizo aquel trovar,

las músicas acordadas

que tañían?

¿Qué se hizo aquel danzar,

aquellas ropas chapadas (2)

que traían?

Hasta aquí Manrique en el siglo XV y en España.

Sin embargo, no resulta difícil advertir manifestaciones del Ubi sunt en algunas composiciones de las letras argentinas. Doy por sentado que ha de haber muchísimas; pero las que ahora acuden a mi memoria son las siguientes.

José Hernández (1834-1886)

En El gaucho Martín Fierro (1872):

Yo he conocido esta tierra

en que el paisano vivía

y su ranchito tenía

y sus hijos y mujer…

Era una delicia el ver

cómo pasaba sus días (II:133-138).

A partir de esta sextina y hasta el verso 252 se extiende la melancólica descripción de la vida feliz que llevaban los gauchos en aquella época (que, según creo, es la del gobierno de Rosas):

Venía (3) la carne con cuero,

la sabrosa carbonada,

mazamorra bien pisada,

los pasteles y el güen vino…

Pero ha querido el destino

que todo aquello acabara (II:247-252).

En la segunda estrofa del canto III ratifica lo expuesto largamente en el canto anterior:

Sosegao vivía (4) en mi rancho

como el pájaro en su nido;

allí mis hijos queridos

iban creciendo a mi lao… (III:295-298).

Y termina con la reflexión que define exactamente la esencia del Ubi sunt:

Sólo queda al desgraciao

lamentar el bien perdido (III:299-300).

Olegario Víctor Andrade (1839-1882)

En el agradable romance “La vuelta al hogar” verifica que, por fortuna, nada ha cambiado en su antiguo hogar. Es un Ubi sunt al revés: celebra que no se hayan producido cambios:

Todo está como era entonces:

la casa, la calle, el río,

los árboles con sus hojas

y las ramas con sus nidos.

Tras este promisorio comienzo se extiende una profusa y detallada descripción del lugar, hasta que el poeta lamenta, bastante lóbrego, la pérdida de su juventud:

Hoy vuelve el niño, hecho hombre,

no ya contento y tranquilo,

con arrugas en la frente

y el cabello emblanquecido.

Y termina exponiendo el contraste entre la noble perduración de su antiguo hogar,

¡Ah!, todo está como entonces,

y las modificaciones, de índole tremendista, experimentadas en su persona:

Sólo el niño se ha vuelto hombre,

¡y el hombre tanto ha sufrido,

que apenas trae en el alma

la soledad del vacío!

Rafael Obligado (1851-1920)

Mucho más diestro y rico en calidad poética que Andrade, no se privó Obligado de expresar algunos lamentos sobre lo borrado por el paso de los años.

Así, en “Las quintas de mi tiempo” (1885), empieza con una comparación doliente (“¡ay, dolor!”) sobre el presente y el pasado:

Éstos, Fabio, ¡ay, dolor!, que ves ahora, (5)

jardines sabiamente dibujados,

fueron un tiempo rústicos cercados

de enhiesta pita y suculenta mora.

Y aquellas que allí ves altas mansiones

de mil primores llenas, antes fueron

modestas granjas donde en paz latieron

más nobles y sencillos corazones.

Y, a mitad del camino del poema, incluye esta nostalgia:

¡Oh, campestres paseos! ¡Oh, manjares

jamás llorados cual se debe ahora!

¡Oh, sencillez antigua y bienhechora,

salud un tiempo de los patrios lares!

Este trabajo se completará en el titulado “Nostalgias y lamentos: de Jorge Luis Borges a Lorenzo Juan Traverso”.

 (1) Juan II de Castilla (1405-1454). Desde la muerte del rey y la desaparición de su fastuosa corte hasta el momento (1476) en que Manrique compone su poema sólo habían transcurrido veintidós años.

(2) Ropas chapadas: es decir, adornadas con láminas de metales preciosos.

(3) y (4). Verbos con diptongo en la última sílaba.

(5) Verso tomado del primero de “Canción a las ruinas de Itálica” del español Rodrigo Caro (1573-1747).

 

Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en la primavera de 1942.

Sus más recientes libros de cuentos son El crimen de san Alberto (Buenos Aires, Editorial Losada), El centro de la telaraña (Buenos Aires, Editorial Longseller), ambos del año 2008, Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Veracruz, Instituto Literario de Veracruz, 2013), Problema resuelto / Problem gelöst (2014), edición bilingüe español/alemán (Düsseldorf, Düsseldorf University Press, 2014) y Los reyes de la fiesta, y otros cuentos con cierto humor (Madrid, Apache Libros, 2015).

 

VENEZUELA

DIONY SCANDELA 

ASÍ HABLÓ SUPERMAN

 

Mientras veo una película de Superman. estoy leyendo un libro de Nietzsche. Su Übermensch luce como el prototipo del último hijo de Kryptón tan admirado por las masas producto de la más descarada ciencia ficción; entonces me viene la idea de crear el más puro y valiente héroe de historietas, absorbiendo algunas ideas del filósofo alemán, un poco de estoicismo y (obviamente) algunos personajes olvidades de DC comics. Tengo la certeza de que mi inteligencia privilegiada no me ayuda ni tampoco mi musculatura, así que busco ir más allá de los límites. Atravieso el cinturón de seguridad de un reactor nuclear: haciéndome pasar por científico, para luego arrojarme a una piscina de desechos radioactivos.  Para completar mi transformación, un rayo cae sobre mí en ese instante.  Salgo victorioso y asciendo a los cielos, contemplando desde la tierra desde su órbita. El mundo ha de ver al máximo héroe naciente en todo su esplendor; ahora un nuevo pensamiento me asalta: imponer mi propio sistema de valores y exterminar al rebaño… total. ¿No lo haría el mismísimo Lex Luthor?

 

DIONY SCANDELA. 

Escritor aficionado. Nacido el 3 de Julio de 1993 en el Edo. Apure. Venezuela. Iniciado formalmente en el mundo de la escritura con la publicación de su novela Perros de la Prehistoria. Autor de varios relatos, entre ellos “El cíclope de los bosques”, “El caso del sindicalista”, “Caballero andante” y “Paladín”. 

Instagram: @dionyscandela 

 

PERÚ


CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR Y BENJAMÍN ROMÁN ABRAM

ESTRATEGAS ESTELARES

 

Los perroides piloteaban sus naves con aplomo, pero sin las proezas acrobáticas de los gatoides que, en medio de rizos y de esquivar como si nada el campo de rocas, les lanzaban densos rayos láser.

Desde el lugar habitado más cercano: la luna de los ratoides, era como ver una película. Al poco tiempo, instruidos por su amada reina, bajaron el campo protector y descargaron ráfagas sobre esos impertinentes animales, como ellos con cierta apariencia humana, que no respetaban su espacio y significaban un riesgo. No sirvió de nada, el blindaje era inexpugnable y la ofensiva apenas fueron caricias para las flotas en conflicto.

No obstante, no desistirían y, aunque los ratoides eran más pequeños que las especies en pelea, contaban con su inteligencia, así que procedieron a activar una alianza. Se comunicaron con los fieros leonoides, pero, en esos momentos se hallaban en una pugna de nunca acabar con los hipopotamoides, para decidir el control de su sección de la galaxia. ¡Era un problema!

La pantalla en la que se había convertido el espacio mostró pronto la ventaja de los felinos. A pesar de no ser tan fuertes como los perroides ni su equipamiento tan poderoso, fueron más hábiles y rápidos. Tras veinticuatro horas, los cánidos fueron vencidos, no quedó ninguno con vida.

Era de esperarse que el ganador aterrizara y, a punta de la luz cortadora de sus conocidas espadas, acabaran con los pequeños habitantes para servirlos en una mesa.

La historia luego recogió el ingenio de los ratoides, quienes con puros chorros de agua repelieron el ataque y el invasor, friolento y poco amigo de la higiene, jamás regresó.

 

PERÚ


CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR Y BENJAMÍN ROMÁN ABRAM

ELLO CAVILA

 

Era una noche fresca en la que el robot estaba de pie, en posición de descanso, sin embargo, su mente trabajaba. Visualizaba lo que tendría que realizar al día siguiente para cumplir la cuota en la industria de sus amos, hasta que otra idea lo ocupó: «Mis señores creen en Dios, ¿por qué yo no creo en Él? ¿Habrá algún Dios de los robots? ¿Seré yo Dios de los robots y de los hombres?»

Su voz se apagó de pronto, el proyectil positrónico de mantenimiento se disolvió en su cabeza.

 —Jonathan —dijo la esposa—, me alegro de que nuestras máquinas no puedan pensar sin hablar en voz alta. Además, a veces es entretenido oírlos.

 —Y a mí me agrada que usen su tiempo de descanso en reflexionar sobre la divinidad, sin detenerse a discernir que siempre habrá un diablo.

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, 1982). Terminó la carrera de Literatura en la UNFV. Codirector de la revista virtual El Muqui. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (en colaboración con Benjamín Román Abram, 2022). Compiló antologías virtuales e impresas de temáticas variadas. Editor de revistas físicas, como Argonautas, El Horla, Minúsculo al Cubo. Finalista en diversos premios literarios.

 

Benjamín Román Abram (Lima, 1970). Codirector de la revista virtual El Muqui. Sus cuentos y reseñas se han publicado en diarios, antologías y revistas nacionales e internacionales como El Comercio, Correo (Huancayo), Heterocósmica, Fabulador, Umbral, Buensalvaje, Cosmocápsula, miNatura, Agujero Negro, Plesiosaurio, Zona libre, etc. Es autor de los libros de relatos En Envase Pequeño, Bioficciones y El viaje positrónico (en colaboración). También cultiva la poesía y la ha publicado en diversos medios.

 

PERÚ


LILIANA FLORES VEGA

EL DESCANSO DEL ERRANTE

 

Caía la tarde, el sol rojo se ocultaba en el horizonte tiñendo de carmesí las ruinas de lo que fuera la próspera ciudad de Targanan. Los enormes edificios metálicos estaban cubiertos de herrumbre por la lluvia ácida, nadie había sobrevivido a la contaminación química… o, mejor dicho, nadie que fuera humano. Extrañas criaturas habitaban en aquellas ruinas y salían durante la noche a cazar.

Un hombre rebuscaba en el basural de chatarra piezas que pudieran serle de utilidad. Era alto, aunque no muy robusto. En su rostro trigueño curtido por las inclemencias del clima se destacaban sus ojos oscuros, su mirada parecía carente de emociones, pero escondía una profunda tristeza. Vestía un uniforme militar remendado y cargaba sobre sus espaldas una mochila lanzallamas. Era un sobreviviente.

Sabía que tenía que abandonar las ruinas de la ciudad antes de que cayera la noche. Estaba cansado y cojeaba ligeramente, sin embargo, se puso en camino, su vida dependía de ello. Consiguió llegar al páramo, pero sabía que no estaba seguro, tenía que buscar un refugio antes que las criaturas salieran de sus madrigueras. Entonces divisó una gigantesca cruz que emitía una luz intermitente, sus paneles solares aún funcionaban. El hombre sabía lo que indicaba esa cruz: Era una fosa común. Había varias fosas en el páramo para que los viajeros de las caravanas pudieran depositar a sus muertos.

Jahir llegó al borde de la fosa, el olor de la putrefacción era insoportable y se cubrió la nariz con la pañoleta floreada que llevaba al cuello. Con su linterna alumbró el agujero y vio los cadáveres amontonados, la mayoría llevaba listones amarillos atados en sus muñecas, era señal que habían muerto de hambre y sed. Por un momento pensó que arrojarlos en aquella fosa era un desperdicio de recursos, pero sabía que las gentes de las caravanas eran incapaces de comer carne humana ¡Estúpidos escrúpulos en un mundo decadente abandonado por los Dioses!

Descendió a la fosa, hurgó entre los cadáveres y encontró uno que no estaba tan podrido, cortó un buen pedazo de carne del muslo y lo devoró con ansias, en otra situación lo hubiera cocinado pero el humo de una fogata hubiera delatado su presencia.

Ya con el estómago lleno se acomodó entre los cadáveres como si fuera uno más de ellos… pensó que tal vez lo era, un cadáver que seguía andado y luchando porque su rígido entrenamiento militar lo había acondicionado a siempre seguir adelante mientras pudiera hacerlo. Sacó de su bolsillo un pequeño frasco de aceite de lavanda, se untó unas gotas en la nariz y se cubrió el rostro con la pañoleta floreada que había sido de su esposa. Cerró los ojos, el aroma de lavanda le traía recuerdos de cuando vivía con su amada esposa en una cabaña en el campo, habían sido muy felices, pero todos esos recuerdos estaban tan lejanos que parecían pertenecer a una vida pasada.

Escuchó los aullidos de las criaturas que habitaban la ciudad y habían salido al páramo para cazar. Sonrió, escondido entre los cadáveres estaba seguro, el hedor de la muerte ocultaría su propio olor, sabía que esas criaturas no eran carroñeras. Estaba bastante cómodo sobre esa cama improvisada de despojos humanos. Tendría comida para algunos días, tal vez incluso encontraría un cuerpo que le sirviera para satisfacer otras necesidades.

Cerró los ojos, se sentía como en su cápsula de hibernación. Era nativo de un planeta ubicado en una galaxia muy lejana, un hermoso planeta con un cielo azul, bosques, campos fértiles, una gran variedad de fauna y muchas fuentes de agua. Y allí había vivido con su amada esposa en una cabaña en el campo hasta que llegaron los alienígenas invasores y fue reclutado por la milicia para ir a la guerra, una guerra que lamentablemente perdieron. Muchos lugares de su planeta natal fueron bombardeados por los alienígenas, en uno de esos ataques murió su esposa, al menos tenía el consuelo que ella había tenido una muerte rápida. Cuando eso sucedió él se encontraba en una nave luchando en el espacio, fue uno de los pocos sobrevivientes que pudieron escapar.

Luego el capitán de su nave pudo comunicarse con una nave nodriza originaria de su planeta, esta había partido un año antes de la invasión alienígena respondiendo una comunicación cuyo origen procedía de un planeta con condiciones posibles de vida. La nave nodriza hizo un alto en su viaje y los esperó, se unieron a la tripulación de esos exploradores que tenían la esperanza de encontrar un mundo habitable pues ya no podían regresar al suyo.

Todos los tripulantes de la nave nodriza fueron puestos en las cápsulas de hibernación, el viaje hasta el planeta del que provenía la comunicación tomaría más de un siglo. No sabía cuánto tiempo había pasado en ese estado de animación suspendida sumergido en un sueño sin sueños, sin conciencia de sí mismo. Solo recordaba que se despertó por la alarma de su soporte vital, algo había sucedido, la nave estaba averiada y la IA había cambiado el rumbo al detectar un pequeño planeta viable para un aterrizaje de emergencia. 

Y así había sido como había llegado a ese planeta decadente iluminado por un sol rojo. Su cápsula fue expulsada y cayó en medio de un páramo, cuando salió de ella se encontró con cinco de sus compañeros, Mike era uno de ellos, pero no supieron que había sucedido con el resto de la tripulación. Después de un día de caminata en aquel páramo se encontraron con un grupo de nativos que, para sorpresa de ambos lados, eran en apariencia tan humanos como ellos.

Fueron conducidos a la ciudad de Targanan. Mike y dos de sus compañeros se unieron a la milicia, Jahir y los otros dos terminaron uniéndose a una banda de contrabandistas. Había vivido como un mercenario durante diez años teniendo mil aventuras. Hasta que sucedió la catástrofe: La enorme planta nuclear de la ciudad de Peridon estalló destruyendo las ciudades vecinas y la contaminación de la radiación llegó hasta la ciudad de Targanan. Jahir, al enterarse de la tragedia, se puso en camino con la esperanza que Mike y sus dos compañeros hubieran sobrevivido.

Un instante antes de quedarse dormido murmuró “Eslovenia” … hace tanto tiempo que sus labios no habían pronunciado el nombre de aquel país en el que había vivido en su planeta natal. En sus sueños vio un colorido paisaje otoñal. Sobrevolaba sobre el bosque de frondosos árboles con hojas rojizas y doradas, escuchaba el canto de los pájaros y sentía la ligera brisa matutina acariciando su rostro. Una marejada de sensaciones lo envolvieron, el olor de las castañas tostadas, el sabor del vino añejo, la risa cristalina de su amada esposa y el perfume de lavanda que emanaba de su cabello. Soñó que estaba haciendo el amor con su esposa en la cabaña en el campo.

Se despertó al amanecer, hacía tanto tiempo que no descansaba tan bien, se levantó de entre los muertos con los ánimos renovados. Tomó el cadáver que no estaba tan podrido y cortó unas buenas lonjas de carne, secándolas al sol tendría provisiones suficientes para llegar hasta la ciudad de Meraden, la última comunicación que había captado en su radio antes que se le acabaran las baterías decía que allí se estaba reuniendo un grupo de sobrevivientes. Luego satisfizo sus otras necesidades con un cuerpo femenino que, aunque estaba un poco hinchado y blando, tenía una larga cabellera castaña como su esposa.

Salió de la fosa y se puso en camino. Estaba vivo, tenía provisiones y aún podía seguir adelante, eso era más que suficiente.

 

Liliana Celeste Flores Vega: Ganadora del primer lugar en el concurso de cuentos de terror de la Sociedad Histórica Peruana Lovecraft con su cuento “La criatura de los humedales” (2014). Segundo lugar en el concurso de cuentos retrofuturistas organizado por la Comunidad Steampunk del Perú con su cuento “La promesa cumplida” (2016) y tercer lugar en el mismo concurso con su cuento “Memorias perdidas” (2017). Ha participado en “Tenebra” (2017), “Constelación” y “Vislumbra” (2021) de la editorial Torre de Papel. Es autora del blog literario “Memorias de una Dama Blanca”: http://lilinaceleste.blogspot.com  Facebook Oficial Lileth: https://www.facebook.com/lilethoficial