BABELICUS N° 16
REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL – 2022
ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO,
STEFANO VALENTE, DANIEL ANTOKOLETZ,
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR, ELENA ZADRA
Estimados amigos:
Les presentamos el número 15 de BABELICUS EN ESPAÑOL, el
primero del año 2022: https://babelicus.blogspot.com/ (grupo abierto de Facebook), con relatos de autores
hispanos, con el fin de entretenerlos, ya que muchos países aún están en
cuarentena.
Les deseamos una feliz
recuperación de la vida a la normalidad durante este año, luego de que el covid
desangrara el mundo tanto física como económicamente.
Ruego a los escritores de
lengua española interesados en publicar en Babelicus que envíen sus
colaboraciones de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los
administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo:
babelicus2021@gmail.com
Los autores no pierden sus
derechos de autor. Quien desea comentar sobre sus autores preferidos lo puede
hacer en la página Babelicus de Facebook. Pueden encontrar los números
anteriores en el blog de Babelicus.
Adriana Alarco de Zadra
Portada: El Conde Covid,
Acuarela de Adriana Alarco de Zadra
COLOMBIA
JUAN PABLO ORTIZ
RODRÍGUEZ
EL ABUELO
Lo vi aproximarse a
lo lejos por el sendero de tierra, con sus manos enormes y grasientas, las
ropas raídas e impregnadas del sudor que le dejaba su agotador trabajo en
predios lejanos. Pero con su sonrisa intacta, acrisolada e infinita. Al
reclinarse fatigosamente sobre el enrejado de madera, me indicó con un
movimiento ligero de sus dedos que me acercara. Entonces me desprendí de la
ventana con una emoción creciente, bajé las escalinatas hasta la primera planta
y corrí por el inestable y polvoroso terreno de la casa con mis pañales
brotando por fuera de mi ropa, pero por una señal abrupta que me dio, me detuve
en el acto, con la respiración precipitada y a pocos metros de distancia de él.
Mantuvo su brazo izado en el aire por un instante que me pareció eterno,
mientras conservaba el otro furtivo por detrás de su espalda. En su rostro
esbozaba una expresión de complicidad consigo mismo.
Me pidió que cerrara
los ojos unos segundos y accedí; solo allí pude percibir al viento caluroso que
me rozaba las mejillas y al aroma de la tierra confundiéndose con el de mi
abuelo, que había empezado una seguidilla de pasos que se mantuvo por poco
tiempo. Con una voz que ya no delataba su cansancio, me pidió que abriera
nuevamente los ojos y fue allí cuando con un movimiento expectante retornó su
brazo oculto para rebelarme a una diminuta bola de pelos blancos ensortijados,
de ladridos tiernos y con una colita animosa que zumbaba en el aire. Nos
fundimos en un abrazo profundo, lleno de felicidad y de temor; de temor por lo
que decían todos de los abuelos, que no eran eternos, que se morían tarde o
temprano, y que al final lo único que nos quedaba de ellos eran sus recuerdos,
el legado inmenso y el amor que alguna vez profesaron. Quizás mi abuelo pensaba
lo mismo, pues como yo creyó en ese momento que lo mejor era permanecer
abrazados en la entrada, como una misma carne, con un amor que tal vez hiciera
al tiempo reconsiderar sus planes.
JUAN PABLO ORTIZ RODRÍGUEZ: Nació en Buenaventura,
Colombia, en 1989.Es guionista, dramaturgo y cuentista. Licenciado en Arte
Teatral. Estudió guion cinematográfico en la EICTV de San Antonio de los
Baños, Cuba. Dentro de sus últimos logros destaca el primer lugar en la
convocatoria de dramaturgia Vallecaucana, Valle, Montaña & Mar, con su
pieza teatral “Petrona del Pacífico” (2020) y la mención de honor en el XV
Concurso Internacional de Cuento Ciudad de Pupiales, realizado por la Fundación
Gabriel García Márquez, con el cuento “La casa” (2020). La editorial colombiana
Fallidos Editores, publicó en el año 2021 su libro de cuentos Las razones de la
muerte. Sus cuentos han aparecido en diversas revistas literarias colombianas.
Es director de la agrupación teatral Ítaca Teatro.
ARGENTINA
ROLANDO MARTIÑÁ
PALABRA DE ABUELO
Ayer me pasó algo divertido y
por eso se los voy a contar. Yo estaba haciendo los deberes en la mesa del
patio, bastante apurado porque me esperaban los chicos para jugar a la pelota
en la vereda. Cada tanto le daba un sorbo a mi Toddy y subía un poco la
radio para ver cómo iba “Tarzanito”. En eso, mi mamá me llamó desde la cocina
donde ya había empezado a preparar la cena y me dijo que tenía que ir a la
verdulería de Don José a buscar una “verdurita” para el caldo. Yo protesté un
poco, pero no mucho, porque si no, no me dejaban salir a jugar, así que le dije
que terminaba unas cuentas y después iba.
Así fue: tomé unas monedas, las
apreté en mi mano derecha y salí disparando por el patio hacia la puerta de
calle. Pero ahí en el escalón, tomando el fresco como todas las tardes estaba
mi abuelo Mingo, y casi me lo llevé por delante. Él era medio chinchudo de por
sí, pero ahí se puso más, y empezó a rezongar, y me preguntó a dónde iba tan
apurado. Yo, casi sin parar, le dije que iba a comprar verdurita, pero él que
era medio sordo entendió “figuritas” y protestó más todavía, porque decía que
ya había comprado ayer, que qué era eso de ir a cada rato al quiosco.
Yo me largué a reír, pero seguí
de largo hacia lo de Don José. Al volver con la verdurita, le conté a mi mamá
lo que había pasado con el abuelo y ella se rió mucho, y también mis tías que
andaban por ahí. Y como me parece un lindo tema libre de composición, se los
cuento acá.
¿Qué les parece? Palabras más,
palabras menos, esta fue mi primera “obra literaria”. Cuando la leyó también la
maestra se rio mucho y me pidió que fuera a mostrársela a la directora, la cual
me llenó de elogios, y creo que fueron los primeros “quince minutos de fama” de
mi vida. Pero quizá fueron algo más. Quizá fueron el principio de un puente
tendido entre mi amor a la educación y mi amor a las palabras, quizá fueron el
germen de una vocación, quizá fueron los primeros signos de la existencia en mí
de un don que no debía desperdiciar: elegir bien las palabras e influir con
ellas a los demás. Y si fuera posible, con ternura y humor.
Creo haber recibido el legado.
Creo haber sido digno de aquel abuelo Mingo, aquel italiano analfabeto, pero
músico y cantor, que había sobrellevado en su remota aldea italiana una
infancia seguramente más dura que la mía, pero que me había transmitido, casi
sin darse cuenta, sus propios dones. Y creo seguir cumpliendo en pasarlo a mis
hijos y contemplar con júbilo cómo ellos lo pasan a los suyos, los nietos de
este nieto agradecido, que cada vez que, como ahora, escribe algo o les cuenta
un cuento o simplemente tararea un aria de la Traviata, le rinde un homenaje al
inefable abuelo Mingo, y también a tantos que, como él, se desvivieron para que
pudiéramos vivir. Les juro que lo hago, cada vez.
Rolando Martiñá es docente
y trabaja como psicoterapeuta. En sus ratos libres escribe y lee a sus
preferidos: Borges, Camus, Cortázar, entre otros. El género que prefiere a la
hora de escribir es el cuento, si es breve mejor. "Dicho sea de paso.
Hojas sueltas..." es un libro de 123 páginas, breve, conciso, dividido
entre cuentos y poesías, que reflejan el mundo literario de Rolando y su vasta
carrera como escritor.
MÉXICO
ASTRID G. RESENDIZ
MUDANZA
Conocí
a alguien encantador, sin embargo, tan pronto supo que tendríamos críos se
esfumó sin decir nada. He decidido no verlo nunca más, esa es la razón por la
que me dedique a buscar un nuevo lugar en donde vivir.
Como
no tengo dinero, planeo pedir asilo en una vieja casa que encontré más allá de
lo terrenos baldíos que caracterizaban mi antiguo hogar. Estoy segura que si me
escuchan por un segundo, comprenderán nuestra difícil situación y además planeo
ofrecerles nuestra ayuda en el hogar. Tengo la esperanza de que los hospederos
nos recibirán bien a mí y a mis amados hijos.
Cuando
llegamos a nuestro objetivo observamos que la casa tenía la puerta abierta. En
la entrada, estaba la señora de la casa.
Levante
mi mirada y le dije:
—Mucho gusto, mi nombre es Julieta.
Quiero pedirle que nos de asilo por algunos días. Le aseguro que no ocuparemos
mucho espacio y ayudaremos en lo que podamos.
La señora no pronuncio palabra y se metió
a la casa dejando la puerta abierta. Me acerqué y le agradecí por su
hospitalidad.
Tan pronto termine de hablar, la señora
me miró sin decir nada. De repente, escuché un montón de gritos.
—¡Mátala! ¡¡Mátala!!
Una
nos rodeó. Mis pequeños corrieron despavoridas. Intenté razonar con ellos, pero
no me escucharon.
Intenté
esconderme debajo del sofá, pero estaban dispuestos a no dejarme escapar. Me
perseguían con una botella que esparcía una nube acida. Todo comenzaba a verse
borroso y una sensación de ardor recorría mi cuerpo.
—Creo
que ya está muerta… —dijo
doña Cleotilde, quien sostenía el frasco de veneno para insectos.
—¡Qué asco! Sácala de aquí, mamá —respondió su hija Hortensia.
—Esta
es la tercera araña que encontramos en el día, ¡son una plaga! —comentó doña Cleotilde a su hija.
Astrid G. Resendiz (1995, Tamaulipas,
México). Miembro del Taller Alquimia de palabras. Antalogada en diversas compilaciones
como “Cuentos cortos para noches largas”, “Zona de cuentos” y “La sonrisa del
abismo”. Ha colaborado en diferentes revistas y blogs digitales a nivel
nacional e internacional, tales como Pluma revista, Teresa Magazine, El
guardatextos, Fóbica fest, Mares de tinta, Collhibrí, De la tripa narrativa y
algo más, Cisne, Raíces y El Narratorio.
ARGENTINA
PATRICIO
G. BAZÁN
UN
PROBLEMA INMOBILIARIO
Cuando
alquilé la centenaria mansión Applethorpe, me advirtieron acerca de los
fantasmas de antiguos moradores. Hombre maduro y escéptico, descarté esas
habladurías por considerarlas propias de gente baja e ignorante, y me instalé
esa misma noche para comenzar con las remodelaciones a primeras horas del día
siguiente.
El magnífico dormitorio de la planta alta donde planeaba descansar se sentía
realmente frío, pero en una casona que acumulaba desperfectos y refacciones
pendientes, era casi esperable. Otro tanto con los ruidos inusitados: los
inmuebles antiguos se asientan y crujen todo el tiempo, y no sería extraño que
hubiera ratas en el ático.
En
definitiva, nada que pueda tomar por sorpresa a una mente científica y racional
como la mía.
Habían
pasado las doce cuando escuché un rumor de pasos en la escalera que no supe
justificar de inmediato, como tampoco la figura que se materializó frente a la
cama.
—Soy
Frederick Applethorpe: ¡vete de mi propiedad! ─ exclamó un robusto caballero
semitransparente y muy bien vestido. Un retrato enmarcado en la pared revelaba
el gran parecido entre ambos, por lo cual no dudé sobre su identidad.
Sin
embargo, múltiples teorías en mi cabeza pugnaban por ser elegidas. "Sin
cuerpo no puede haber actividad mental; ergo, los fantasmas no pueden
expresarse en el Aquí y Ahora", razoné. Debía tratarse de una especie
de proyección de un evento del pasado, o...
Algo
fuera de mi campo visual interrumpió mis cavilaciones, hecho que me irrita
mucho más que las apariciones a deshoras. La puerta de un soberbio armario de
roble se estaba abriendo lentamente, dejando paso a la espantosa imagen de una
pálida mujer asiática de largos y renegridos cabellos, que avanzaba hacia mí de
modo errático.
Esto
me desconcertó, pues añadía una nueva variable a la ecuación. El viejo
Applethorpe también lucía contrariado y comenzó a increparla agriamente. La
japonesa, que concentrada en mi persona no lo había visto, tampoco se quedó
callada. No tuve otra opción que inmovilizarme, cubierto con las cobijas hasta
el mentón. Por si fuera poco, ninguno entendía lo que el otro le decía y me
miraban indignados, buscando apoyo. Me sentí como esos hijos cuyos padres
discuten continuamente y no saben de qué lado ponerse.
Un
repentino hedor a azufre inundó la habitación, seguido por un ígneo resplandor,
y un nuevo visitante se apersonó en el dormitorio, que ya nos estaba quedando
chico: una especie de demonio astado, vestido con un frac de excelente corte,
capa purpúrea y bastón con puño dorado en forma de cráneo humano.
—¡Vengo
por tu alma! Mi nombre es... pero, ¿qué significa esto? —exclamó, señalando a
los otros dos espectros.
—Soy
Frederick Applethorpe: ¡vete de mi propiedad!
—¡Vengo
a reclamar el alma del propietario de esta casa! —insistió el recién llegado.
—Esta
es mi casa, y de nadie más —protestó maese Frederick.
El
ente demoníaco lo observó con frío desdén. —Tú has muerto hace años, imbécil;
¡apártate! Busco al verdadero dueño de la casa.
Tres
fuertes golpes resonaron en la puerta. Todos nos inmovilizamos: alguna especie
de animal gruñía en el pasillo. Se miraron entre sí, indecisos, hasta que el
propio Applethorpe se dispuso a abrir. Después de todo, seguía siendo el dueño
de casa.
La
tallada puerta se abrió con violencia, y un cierto olor fétido saludó mi
curiosidad cuando estiré el cuello para ver mejor: se trataba de un cadáver no
muy estropeado que, antes de acertar con la entrada, se golpeó un par de veces
contra el marco de la puerta.
Un
zombie dismétrico, supuse.
—Aaaarghh...
—dijo, o algo por el estilo. Intentó estrangular al anciano caballero, pero
sólo pudo atravesarlo limpiamente, debido a la inmaterialidad habitual en
cualquier espíritu.
La
mujer espectral pareció reconocer al zombie, y comenzó a asfixiarlo con sus
cabellos, que habían adquirido propiedades gorgonescas. El difunto propietario
intentaba separarlos, pero todos sus esfuerzos eran vanos. El demonio se me
acercó, intrigado, para pedir mis señas, pero como yo no era quien había
firmado su pacto infernal, se volvió para interrogar al resto. Gritó que no
pensaba irse hasta que le pagaran lo que estaba estipulado en el acuerdo, que
era una vergüenza, y cosas así.
Viendo
que esa noche no iban a dejarme dormir, me levanté y comencé a vestirme sin
prisas, maldiciendo la hora en que invertí mis ahorros en arrendar por dos años
una casona a precio tan conveniente. Ya veía por qué no tenía inquilinos.
Casi
al salir, mientras examinaba mi aspecto en el ornamentado espejo del recibidor,
me crucé con un nuevo fantasma: una enfurecida dama española que afirmaba ser
la dueña original de las tierras donde se había erigido la casa. La envié
escaleras arriba para que arreglara cuentas con el resto de los propietarios.
Cerré la puerta cuidadosamente, asaltado por un funesto pensamiento: Dios no
permitiera que la mansión hubiera sido emplazada sobre un antiguo cementerio
aborigen...
Comprobé
la hora, molesto: además de haber pasado la noche en blanco, tendría que
esperar un par de horas más hasta que abriera la inmobiliaria para poder
reclamar la devolución del dinero. Ya casi amanecía, lo cual agradecí de
corazón: aunque no creía en leyendas populares, ya había tenido bastante
compañía como para tener que, además, soportar a un vampiro trasnochador.
Patricio G. Bazán (Argentina, 1965). Escritor e
ilustrador. Autor de obras de ficción inéditas, entre las que se incluyen
"Panoplia" (cuentos), la novela "El Tapado y el León", y
varias obras de teatro. Participó en las antologías "Grageas 3"
(2014) y "Cien Páginas de Amor" (2015).
MÉXICO
RONNIE CAMACHO BARRÓN
ENTRE NOSOTROS
“El fin del
mundo siempre está a la vuelta de la esquina”, ese, es lema del Buró de
Prevención Profética, la organización a la que pertenezco.
Desde
el principio de la historia, hemos actuado bajo las sombras para proteger al
mundo de las constantes amenazas que se ciernen sobre él y que sin duda alguna
llevarían a la raza humana a su extinción.
Con
éxito prevenimos el regreso de los Atlantes de las profundidades del mar, la
ascensión del Anticristo al papado, la incursión alienígena de Roswell, la
rebelión de las máquinas del 2000 y la tercera guerra mundial que sería
provocada por las armas biológicas bajo el poder de Bin Laden.
La
razón de todo nuestro éxito se ha debido a la familia Allard, un largo linaje
de videntes franceses que generación tras generación, heredaron a sus
primogénitos su mística capacidad.
Fungiendo
como nuestros profetas, ellos nos guiaron de la manera correcta en contra de
cada apocalíptica amenaza.
En
tiempos actuales, dicho rol ha recaído sobre los hombros de Levi Allard, mejor
conocido por su nombre clave como “El vidente treinta y tres”.
Al
igual que con sus ancestros sus predicciones siempre son correctas, pero a
diferencia del resto, él no cuenta con la fuerza mental necesaria para cargar
con dicha responsabilidad.
Han
pasado semanas desde la última vez que supimos de él, pero hoy, por fin hemos
encontrado su cuerpo en la sucia habitación de un hotel en Praga.
La
causa de la muerte no es ningún misterio, se arrancó los ojos con sus propias
manos, seguramente impulsado por una visión, pero, ¿Qué sería tan terrible que
orillaría al último de los profetas a matarse?
Por primera
vez en siglos estamos a ciegas y cada una de nuestras divisiones alrededor del
mundo se encuentra en alerta máxima.
La
única pista que tenemos es la nota que nos dejó y en la cual solo escribió lo
siguiente:
“El
fin, ya está entre nosotros”
No tenemos
idea de lo que significa, ni tampoco de cuando fue que la escribió, solo espero
que cuando llegue el momento… estemos preparados.
Ronnie Camacho Barrón, de Matamoros,
Tamaulipas, México. Además
de ser escritor, estoy titulado en la licenciatura de comercio internacional y
Adunas y Certificado por la SEP como técnico analista programador bilingüe. He
publicado 2 Novelas "Las Crónicas del Quinto Sol 1: El Campeón De
Xólotl" (Amazon 2019) y "Carlos Navarro y El Aprendiz Del Diablo"
(Editorial Pathbooks 2020), también 10 libros infantiles, todos con la
editorial Pathbooks y traducidos en 6 idiomas, mi más reciente obra una
antología de cuentos de Terror, Fantasía, y Ciencia Ficción titulada
"Entre Nosotros" (Amazon 2021).
ARGENTINA
FERNANDO SORRENTINO
FRANKENSTEIN
Es
un compañero de oficina. Muy delgado, de pequeña estatura y siempre vestido de
gris. Su apellido es Pellegrini, pero le agrada que lo llamen Frankenstein. De
hecho, muchos de sus amigos le hacen el gusto, y, en efecto, lo llaman
Frankenstein. Otros, menos cordiales, prefieren llamarlo Pellegrini.
Es
un empleado ejemplar. Su escritorio se halla frente al mío y, a menudo, observo
cómo trabaja Frankenstein. Es tenaz, es tesonero, es aplicado. Sin embargo,
mucho me temo que su inteligencia sea menos que escasa. ¿Cómo se explica, si
no, que su semblante adquiera la reconcentrada tensión de la dificultad
insuperable ante tareas sólo mínimamente complicadas? Al ver cómo sus manos se
crispan sobre el cristal del escritorio y dejan una efímera aureola de humedad;
al ver cómo hinca sus dientes en la madera del lápiz; al ver cómo hace girar
los ojos; al ver cómo se le cubre de transpiración la frente; al ver cómo se le
hincha una vena del cuello. Al ver, en suma, que Frankenstein carece casi por
completo de inteligencia, pero —para su desgracia— no por completo, y que, en
consecuencia, es consciente de su limitación: al ver, pues, tanta desdicha,
siento pena por Frankenstein.
Pero,
sobre todo, siento miedo. Me pregunto: “¿Qué oscuros resentimientos agitarán el
elemental cerebro de Frankenstein? ¿Qué amorfos deseos de vaga venganza
suscitará en él una inocente planilla que no acierta a comprender del todo?”.
Hace
unos días, Frankenstein me sorprendió observándolo en su padecer. Una mirada
lenta y pesada cayó sobre mí. Y allá en el fondo de aquellos ojos torpes
brillaba una llamita rojiza de crueldad. “Dios mío”, pensé entonces, “¿por qué
le dirán Frankenstein?”.
—Dígame,
Pellegrini, ¿por qué le dicen Frankenstein?
Frankenstein
sonrió:
—Son
bromas de los muchachos…
Sin
embargo, creo que Frankenstein me oculta algo. Cierto sábado a la tarde, y por
pura casualidad, lo vi: en la calle Florida y a pleno sol, Frankenstein
caminaba rígidamente, sin flexionar las rodillas. Con los brazos extendidos, en
una actitud que, desde su rostro fingidamente siniestro, prolongaba la amenaza
hasta la punta de los dedos, amagaba estrangular a las personas que topaba en
su camino. Aquéllas se apartaban, más sorprendidas que temerosas; una vez
pasado el presunto peligro, volvían la cabeza para observar con una sonrisa
burlona a Frankenstein. Porque, realmente, su insignificante aspecto no logra
impresionar a nadie.
Ahora
bien, ¿advertirá Frankenstein esas sonrisas despectivas, esas sonrisas que
restan toda importancia a su actitud amenazante? Y, además, ¿tendrán esas
personas de la sonrisa la más ligera idea del verdadero carácter de
Frankenstein? Sin duda, no: ocurre que no han visto cómo padece ante las
dificultades que le plantea su labor en la oficina: si lo hubieran contemplado
—como yo tantas veces—, no se atreverían a burlarse así de Frankenstein.
Para
peor, tampoco mis compañeros de trabajo parecen haber observado estas
peculiaridades. Suelen bromear a costa de él, suelen palmearlo, suelen llamarlo
Frankenstein. Él sonríe, parece disfrutar de la cordialidad, de la amistad.
“Todo va bien”, me digo entonces.
Pero
los amigos de Frankenstein hablan con demasiada rapidez, abundan en elipsis y
sobrentendidos, aluden con picardía a algo de todos conocido, se solazan en
frívolos juegos de palabras… Entonces yo, que finjo estar abstraído en mis
papeles, tiemblo ante la irresponsable temeridad de esas personas. Querría
decirles: “Hablen más despacio; completen las frases; sean explícitos en todo;
renuncien a la sutileza: ¡miren que Frankenstein no entiende!”.
Sé
que esta advertencia, de ser seguida, evitaría una catástrofe general. Pero me
abstengo de intervenir. En efecto, ¿qué sería de mí, si Frankenstein supiera
que conozco sus terribles limitaciones? “Lo mejor es callar”, me digo entonces,
“y no atraer solamente sobre mí las iras de Frankenstein”.
Fernando Sorrentino
nació en Buenos Aires en 1942. Sus invenciones suelen entrelazar
de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que
no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda.
Sus más recientes libros de cuentos son El crimen de
san Alberto (Buenos Aires, Editorial Losada), El centro de la telaraña (Buenos
Aires, Editorial Longseller), ambos del año 2008, Paraguas, supersticiones y
cocodrilos (Veracruz, Instituto Literario de Veracruz, 2013), Problema resuelto
/ Problem gelöst (2014), edición bilingüe español/alemán (Düsseldorf,
Düsseldorf University Press, 2014) y Los reyes de la fiesta, y otros cuentos
con cierto humor (Madrid, Apache Libros, 2015).
MÉXICO
JOSÉ RODOLFO ESPINOSA SILVA
EL
CAZADOR
La
música es anterior a las palabras, a la poesía y a la civilización. Estaba ahí
antes de la gran migración de África y del descubrimiento del fuego. Es un
lenguaje sin palabras. Las ballenas cantan, y aunque no comprendamos lo que
dicen, podemos sentir su dolor, ese dolor que compartimos todos los seres
vivos. La música puede dormir a las bestias, asustarlas o ponerlas furiosas. Se
puede crear música con casi cualquier objeto: un vaso de cristal, un escudo de
cobre, incluso con la licorera vacía que llevo atada a la cintura. La melodía
correcta puede atraer a todas las ratas de una ciudad hasta el río. Puede
incluso llamar a todos los niños, instarlos a salir de sus casas, y seguirme.
He tocado la flauta y ciento treinta niños han respondido a la música. Dos
largas filas de infantes caminan tras de mí, mientras toco, una de las tantas
melodías que ensayé hasta la extenuación en mis años de aprendiz. Trismegisto
me enseñó todo lo que sé. Después de quedar huérfano, cuando los galos
invadieron mi aldea, llegó este hombre peculiar, más mago que sabio. Vestía de
carmín, un sombrero de punta en la cabeza con un ojo que parecía seguirte por
donde te movieras. Me pidió que le mostrara las manos. “Son manos de cazador”,
me dijo. Pero no puso una espada en ellas, ni siquiera un cuchillo. Lo que
colocó era metálico, pero sin filo. Una flauta. “A partir de aquí, dejaremos de
hablar”, me dijo. Y él cumplió. Yo, cabezota como cualquier niño, le preguntaba
cosas como: ¿a dónde vamos?, ¿a qué hora comeremos?, ¿cómo logras ese sonido?
Él no respondía. Siempre llegábamos a algún sitio para trabajar, no pasé un
solo día sin comer y aprendí a tocar, aprendí de ver, de escuchar. ¿Acaso el
conocimiento ya está dentro de uno y solo venimos a este mundo a encontrar el
conocimiento en nuestro interior? Mi maestro estuvo conmigo once años, luego,
sin avisarme, sin decir palabra, desapareció. No lo he vuelto a ver. He
llegado, las marcas en los árboles indican que estoy en el lugar correcto.
Abandono la ribera y su música, el canto dulce y vivaz del agua, para
adentrarme en la orquesta forestal, con sus lechuzas barítonos y árboles
rumorosos. La melodía que toco perturba su paz. Puedo sentir en mi cara la
hostilidad. Dos árboles sin vida, forman con sus ramas cual garras, la puerta
del demonio. Una efrit vive ahí. Tiene el cuerpo color canela y ojos felinos.
Su cabello es largo y negro, con una corona de cuernos en la frente. Su tamaño
es tres veces el mío, pero sé bien que si se lo propone puede ser tan alta como
una montaña. Dejo de tocar.
—¿Quién
perturba la entrada de mi hogar?
—Soy
un pobre músico al que le ha sido negado su pago. En venganza he despojado de
sus hijos a mis deudores.
—Creí
que los de tu clase estaban extintos.
—Magia
conozco muy poca, tan sólo un par de canciones. Pero soy un buen comerciante, y
sé que los niños son un manjar para ustedes.
—Lo
son, lo son sin duda. Pero, dime flautista, ¿qué me impide matarte y quedarme
con los niños? Con estos deliciosos infantes que tan gentilmente has traído
hasta mi puerta.
Doy
un trago a mi licorera y la arrojo al suelo. Me limpio la boca con el dorso de
la mano. Y levanto mi flauta con la otra.
—Conozco
la melodía de la muerte, que hará que todos estos niños en trance pierdan la
vida. Son sólo seis notas, estoy seguro de que terminaré de tocarla antes de
que puedas usar tus poderes sobre mí, entonces ambos perderíamos y tendrías que
conformarte con un delgado flautista, que como mucho te servirá de mondadientes.
—¿Cuál
es tu precio?
—Las
llaves de tu hogar, después de este gran comilón te sobrarán fuerzas para
hacerte dos o tres guaridas más, ésta será para mí. Necesito un lugar donde
esconderme —las guaridas de los efrit pueden transformarse en desiertos,
estepas o islas tropicales, cualquier cosa que el dueño desee— y las cien
monedas de oro que se me prometieron.
—O
eres un hombre poco ambicioso o no estás al tanto de mis poderes, ya has dicho
tu precio y lo pago.
Una
bolsa con oro se materializó a mis pies al tiempo que me arrojaba unas llaves
de plata que atrapé con mi mano libre.
—Tocaré
entonces la melodía para sacarlos del trance.
Y
toqué. Las primeras tres notas la inmovilizaron, las siguientes veinticinco
transmutaron su cuerpo en vapor y las últimas doce la sellaron en mi licorera.
Me apresuré a taparla. La metí en mi bolso, junto con el resto.
Imaginé
una isla, con abundante comida y agua dulce. Y conduje a los niños hacia ella.
Cerré con llave tras de mí.
—¿Dónde
estamos? —preguntó el primer niño en salir del trance.
Esperé
unos segundos, a que los demás despertaran.
—Están
en Nunca Jamás. Aquí son libres de los adultos y sus gobiernos. De los demonios
y arcontes. Aquí podrán ser artistas, o jugar y cantar por siempre.
J.
R. Spinoza (H. Matamoros, Tamaulipas, México, 1990). Escritor y profesor
mexicano. Becario del PECDA Tamaulipas (emisión 23), en la categoría de Jóvenes
Creadores por novela. Presidente Ateneo Literario José Arrese de Matamoros.
Participó en las antologías: Viajes en el tiempo (El gato descalzo, 2021) y
Liminales (Casa Futura, 2021). Libros Publicados: El demiurgo y otros cuentos
fantásticos (Kaus, 2020). Los deseos de Serena (Catarsis Literaria, 2021).
Tragaluz (Winged, 2021).
MÉXICO
JEIMY ALESSANDRA SÁNCHEZ GALVÁN
DÍA DE FERIA
Estoy
sentada sobre el cofre de una patrulla. Las luces rojas y azules me permiten
ver mis tenis en la oscuridad. No parecen haberse manchado, al contrario de mi
camiseta y pantalones que están arruinados. Siento los ojos hinchados de llorar
y una sequedad en la garganta. Los labios partidos. Sólo quedo yo. Uno por uno
han venido por mis amigos. Veo a mi madre la distancia y mientras corro hacia
ella, las lágrimas comienzan a brotar de nuevo, en un esfuerzo por ser
reconocidas.
No
se supone que terminara así. Era un día especial…
Me
vestí con una camiseta de cuello rosado, unos pantalones de mezclilla y unos
tenis negros deportivos. Había estado esperando todo el año por este día, el
día de la feria del pueblo, el único día del año donde mis padres me dejaban
salir con mis amigos sin compañía y comer comida chatarra toda la tarde hasta
vomitar.
Me
miré en el espejo una última vez, acomodé mi cabello con la mano y me relamí
los labios para que tuvieran un brillo natural, solía hacer eso, era como una
manía. Bajé las escaleras corriendo, recibiendo un regaño de mi madre por eso,
no me importó mucho, estaba emocionada y tenía una actitud energética ese día.
—Ya
me voy.
—Está
bien cariño, vuelve para la cena.
Asentí,
volví a mi padre para despedirme, pero este se encontraba durmiendo
plácidamente en el sofá de la casa, no quise despertarlo, salí y tomé la
bicicleta, me coloqué el casco que mamá me obligaba a usar y pedaleé hasta el
lugar donde se armaría la feria.
Cuando
llegué logré visualizar a unas personas comprando helado en uno de los puestos,
niños jugando en las atracciones y otros vomitando cerca de ellas, a lo lejos
pude ver a Michele, Sarah, Jack, Carl y Chester, o como solíamos llamarlo,
Chester Cheetos, al verme Michele levantó su brazo saludándome con emoción, me
dirigí hacía ellos para saludarnos.
—Te
ves bien.
Dijo
Sarah al verme, en realidad ella se veía mejor, llevaba un vestido largo y
violeta, que combinaba con su piel morena y cabello chino, Michele llevaba una
camiseta amarilla con una frase que decía “se tú mismo”, unos pantalones
apretados y las manos llenas de pulseras de plástico. Jack, Carl y Chester
llevaban algo simple, los tres llevaban pantalón de mezclilla, Jack llevaba una
camisa negra, Carl un suéter rojo sangre que le quedaba bastante grande y
Chester vestía una camiseta blanca y una chaqueta pasada de moda con un tigre
dibujado por detrás.
—Gracias,
todos se ven bien.
Al
lado de Carl pude ver una niña pequeña con un vestido rosa pastel y unas
coletas.
—Oh,
ella es mi hermana, mis padres salieron así que tuve que llevarla conmigo, es
un poco tímida.
Igual
que su hermano, pensé.
—Deberíamos
empezar a subirnos a las atracciones, si no llegará más gente y la cola será
más larga.
Todos
asentimos, nos separamos en grupos, Jack, Carl y Chester fueron a probar las
atracciones, Michele, Sarah, la hermana de Carl y yo fuimos a comprar
chucherías, pensamos que alrededor de mujeres la hermana de Carl se sentiría
más cómoda, realmente, yo le veía igual, pero al menos ya no ocultaba detrás de
su hermano.
Charlamos
un rato mientras comíamos algodón de azúcar, a veces intentábamos hablar de
programas de TV para incluir a la hermana de Carl a la conversación, lo que
solo resultaba aún más incómodo, cuando nos cansamos de caminar nos sentamos en
una banca que estaba a un lado de un puesto de hot dogs.
En
un momento dado la hermana de Carl tomó mi mano llamando mi atención, con su
dedo apuntó hacía un hombre vestido de payaso, desde pequeña había tenido un
gran miedo hacia los payasos, pero era la hermana de Carl, no podía quedar como
cobarde frente a una niña menor que yo, intenté hacerme la valiente y la miré.
—Oh,
¿quieres tomarte una foto con el payaso?
Esperando
una negación recibí todo lo contrario, supongo que fue una pregunta tonta, le
avisé a Michele y Sarah que llevaría a la hermana de Carl a tomarse una foto
con el payaso, tomé la mano de esta y nos dirigimos hacía el payaso quien se
encontraba bailando y divirtiendo a un grupo de niños.
Cuando
estuvimos lo suficientemente cerca lo examiné con más detenimiento, su cara
estaba pintada de color blanco, remarcando sus ojos con pintura azul, su boca
era delineada con un color rojo intenso que por el posible sudor del hombre se
estaba cayendo haciéndolo ver triste.
—Di…
disculpe, ¿podríamos tomarnos una foto con usted?
El
hombre asintió y se puso detrás de nosotras, un camarógrafo que parecía ser su
amigo se nos acercó y tomó la foto, aquellos segundos se sintieron como una
eternidad para mí, cuando por fin tomó la foto correctamente nos separamos.
—¡Espera!
Antes
de que pudiéramos irnos el payaso tomó de mi muñeca con agresividad, me quedé
quieta y con los pelos de punta hasta que este sacó un globo con forma de
corazón, me alivié al saber que solo era eso, lo tomé y se lo di a la hermana
de Carl, esta parecía impresionada con el globo.
—Gracias.
La
tarde había pasado rápido, cuando la noche se hizo presente todos nos juntamos
en el centro de la feria, hablamos de todo un rato y comimos muchas golosinas,
la hermana de Carl parecía feliz, me sentí bien por esto, después de todo mis
esfuerzos por guardar la compostura frente al payaso dieron frutos.
—Si
quieres puedo cuidarlo por ti.
La
hermana de Carl asintió y le entregó su globo a su hermano, Jack vio esto como
una oportunidad y decidió arrebatárselo.
—¡Oye!
Devuélvelo, no es tuyo.
—¿Y
qué harás entonces, eh?
A
veces Carl y Jack solían tener pequeñas peleas amistosas, esta no fue una
excepción, Carl intentó quitarle el globo a Jack, cosa que no fue sencillo por
la enorme diferencia de estatura entre ambos, todos reíamos incluyendo a la
hermana de Carl, era una escena bastante graciosa, todo era risas y felicidad
hasta el momento en el que Jack pensó que reventar el globo con el palo de un
algodón de azúcar sería buena idea, si no lo hubiera hecho, si tan solo no lo
hubiera hecho, las cosas hubieran sido diferentes, todos hubiéramos regresado a
casa riendo y contando chistes malos, pero no pasó, el globo era de un color
rojo sangre, por lo que pasó desapercibido por todos, pero cuando lo reventó
quedamos atónitos, del globo una sustancia algo viscosa y rojiza salió
disparada por todos lados, ensuciándonos a todos y a las personas que se
encontraban cerca con sus hijos, todo pasó tan rápido, estábamos aturdidos,
toqué mi cara la cual estaba llena de este líquido, Michele y Sarah me miraron
aterradas, tomé un poco entre mis manos y lo olí, un olor familiar, pero a la
vez desconocido, un olor a hierro, un olor a sangre.
Jeimy Alessandra Sánchez
Galván, de 13 años de edad, nació el 17 de julio del 2008 en cd. Victoria,
Tam., reside en Matamoros, Tamaulipas, México. Actualmente cursa el segundo
grado de Educación Secundaria en el colegio Don Bosco; desde muy pequeña
imagina historias y le gusta escribirlas, asiste al taller alquimia de
palabras. Le han publicado sus cuentos en diferentes revistas literarias,
blogs y antologías, ganó el segundo lugar del concurso estatal de cuento
infantil 2020, convocado por cultura Tamaulipas.