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Wednesday 22 December 2021

BABELICUS N° 16

 

BABELICUS N° 16

REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL – 2022

ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO VALENTE, DANIEL ANTOKOLETZ, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR, ELENA ZADRA

 



Estimados amigos: 

Les presentamos el número 15 de BABELICUS EN ESPAÑOL, el primero del año 2022: https://babelicus.blogspot.com/HYPERLINK "https://www.facebook.com/Babelicus/ (grupo abierto de Facebook), con relatos de autores hispanos, con el fin de entretenerlos, ya que muchos países aún están en cuarentena.

Les deseamos una feliz recuperación de la vida a la normalidad durante este año, luego de que el covid desangrara el mundo tanto física como económicamente.

Ruego a los escritores de lengua española interesados en publicar en Babelicus que envíen sus colaboraciones de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com

Los autores no pierden sus derechos de autor. Quien desea comentar sobre sus autores preferidos lo puede hacer en la página Babelicus de Facebook. Pueden encontrar los números anteriores en el blog de Babelicus.

Adriana Alarco de Zadra

Portada: El Conde Covid, Acuarela de Adriana Alarco de Zadra

 

COLOMBIA

JUAN PABLO ORTIZ RODRÍGUEZ

EL ABUELO

Lo vi aproximarse a lo lejos por el sendero de tierra, con sus manos enormes y grasientas, las ropas raídas e impregnadas del sudor que le dejaba su agotador trabajo en predios lejanos. Pero con su sonrisa intacta, acrisolada e infinita. Al reclinarse fatigosamente sobre el enrejado de madera, me indicó con un movimiento ligero de sus dedos que me acercara. Entonces me desprendí de la ventana con una emoción creciente, bajé las escalinatas hasta la primera planta y corrí por el inestable y polvoroso terreno de la casa con mis pañales brotando por fuera de mi ropa, pero por una señal abrupta que me dio, me detuve en el acto, con la respiración precipitada y a pocos metros de distancia de él. Mantuvo su brazo izado en el aire por un instante que me pareció eterno, mientras conservaba el otro furtivo por detrás de su espalda. En su rostro esbozaba una expresión de complicidad consigo mismo.

Me pidió que cerrara los ojos unos segundos y accedí; solo allí pude percibir al viento caluroso que me rozaba las mejillas y al aroma de la tierra confundiéndose con el de mi abuelo, que había empezado una seguidilla de pasos que se mantuvo por poco tiempo. Con una voz que ya no delataba su cansancio, me pidió que abriera nuevamente los ojos y fue allí cuando con un movimiento expectante retornó su brazo oculto para rebelarme a una diminuta bola de pelos blancos ensortijados, de ladridos tiernos y con una colita animosa que zumbaba en el aire. Nos fundimos en un abrazo profundo, lleno de felicidad y de temor; de temor por lo que decían todos de los abuelos, que no eran eternos, que se morían tarde o temprano, y que al final lo único que nos quedaba de ellos eran sus recuerdos, el legado inmenso y el amor que alguna vez profesaron. Quizás mi abuelo pensaba lo mismo, pues como yo creyó en ese momento que lo mejor era permanecer abrazados en la entrada, como una misma carne, con un amor que tal vez hiciera al tiempo reconsiderar sus planes.

JUAN PABLO ORTIZ RODRÍGUEZ: Nació en Buenaventura, Colombia, en 1989.Es guionista, dramaturgo y cuentista. Licenciado en Arte Teatral. Estudió guion cinematográfico en la EICTV de San Antonio de los Baños, Cuba. Dentro de sus últimos logros destaca el primer lugar en la convocatoria de dramaturgia Vallecaucana, Valle, Montaña & Mar, con su pieza teatral “Petrona del Pacífico” (2020) y la mención de honor en el XV Concurso Internacional de Cuento Ciudad de Pupiales, realizado por la Fundación Gabriel García Márquez, con el cuento “La casa” (2020). La editorial colombiana Fallidos Editores, publicó en el año 2021 su libro de cuentos Las razones de la muerte. Sus cuentos han aparecido en diversas revistas literarias colombianas. Es director de la agrupación teatral Ítaca Teatro.

 

ARGENTINA

ROLANDO MARTIÑÁ

PALABRA DE ABUELO

            Ayer me pasó algo divertido y por eso se los voy a contar. Yo estaba haciendo los deberes en la mesa del patio, bastante apurado porque me esperaban los chicos para jugar a la pelota en la vereda. Cada tanto le daba un sorbo a mi Toddy y subía un poco la radio para ver cómo iba “Tarzanito”. En eso, mi mamá me llamó desde la cocina donde ya había empezado a preparar la cena y me dijo que tenía que ir a la verdulería de Don José a buscar una “verdurita” para el caldo. Yo protesté un poco, pero no mucho, porque si no, no me dejaban salir a jugar, así que le dije que terminaba unas cuentas y después iba.

                Así fue: tomé unas monedas, las apreté en mi mano derecha y salí disparando por el patio hacia la puerta de calle. Pero ahí en el escalón, tomando el fresco como todas las tardes estaba mi abuelo Mingo, y casi me lo llevé por delante. Él era medio chinchudo de por sí, pero ahí se puso más, y empezó a rezongar, y me preguntó a dónde iba tan apurado. Yo, casi sin parar, le dije que iba a comprar verdurita, pero él que era medio sordo entendió “figuritas” y protestó más todavía, porque decía que ya había comprado ayer, que qué era eso de ir a cada rato al quiosco.

                Yo me largué a reír, pero seguí de largo hacia lo de Don José. Al volver con la verdurita, le conté a mi mamá lo que había pasado con el abuelo y ella se rió mucho, y también mis tías que andaban por ahí. Y como me parece un lindo tema libre de composición, se los cuento acá.

                ¿Qué les parece? Palabras más, palabras menos, esta fue mi primera “obra literaria”. Cuando la leyó también la maestra se rio mucho y me pidió que fuera a mostrársela a la directora, la cual me llenó de elogios, y creo que fueron los primeros “quince minutos de fama” de mi vida. Pero quizá fueron algo más. Quizá fueron el principio de un puente tendido entre mi amor a la educación y mi amor a las palabras, quizá fueron el germen de una vocación, quizá fueron los primeros signos de la existencia en mí de un don que no debía desperdiciar: elegir bien las palabras e influir con ellas a los demás. Y si fuera posible, con ternura y humor.

                Creo haber recibido el legado. Creo haber sido digno de aquel abuelo Mingo, aquel italiano analfabeto, pero músico y cantor, que había sobrellevado en su remota aldea italiana una infancia seguramente más dura que la mía, pero que me había transmitido, casi sin darse cuenta, sus propios dones. Y creo seguir cumpliendo en pasarlo a mis hijos y contemplar con júbilo cómo ellos lo pasan a los suyos, los nietos de este nieto agradecido, que cada vez que, como ahora, escribe algo o les cuenta un cuento o simplemente tararea un aria de la Traviata, le rinde un homenaje al inefable abuelo Mingo, y también a tantos que, como él, se desvivieron para que pudiéramos vivir. Les juro que lo hago, cada vez.

Rolando Martiñá es docente y trabaja como psicoterapeuta. En sus ratos libres escribe y lee a sus preferidos: Borges, Camus, Cortázar, entre otros. El género que prefiere a la hora de escribir es el cuento, si es breve mejor. "Dicho sea de paso. Hojas sueltas..." es un libro de 123 páginas, breve, conciso, dividido entre cuentos y poesías, que reflejan el mundo literario de Rolando y su vasta carrera como escritor. 

 

MÉXICO

ASTRID G. RESENDIZ

MUDANZA

Conocí a alguien encantador, sin embargo, tan pronto supo que tendríamos críos se esfumó sin decir nada. He decidido no verlo nunca más, esa es la razón por la que me dedique a buscar un nuevo lugar en donde vivir.

Como no tengo dinero, planeo pedir asilo en una vieja casa que encontré más allá de lo terrenos baldíos que caracterizaban mi antiguo hogar. Estoy segura que si me escuchan por un segundo, comprenderán nuestra difícil situación y además planeo ofrecerles nuestra ayuda en el hogar. Tengo la esperanza de que los hospederos nos recibirán bien a mí y a mis amados hijos.

Cuando llegamos a nuestro objetivo observamos que la casa tenía la puerta abierta. En la entrada, estaba la señora de la casa.

Levante mi mirada y le dije:

—Mucho gusto, mi nombre es Julieta. Quiero pedirle que nos de asilo por algunos días. Le aseguro que no ocuparemos mucho espacio y ayudaremos en lo que podamos.

La señora no pronuncio palabra y se metió a la casa dejando la puerta abierta. Me acerqué y le agradecí por su hospitalidad.

Tan pronto termine de hablar, la señora me miró sin decir nada. De repente, escuché un montón de gritos.

—¡Mátala! ¡¡Mátala!!

Una nos rodeó. Mis pequeños corrieron despavoridas. Intenté razonar con ellos, pero no me escucharon.

Intenté esconderme debajo del sofá, pero estaban dispuestos a no dejarme escapar. Me perseguían con una botella que esparcía una nube acida. Todo comenzaba a verse borroso y una sensación de ardor recorría mi cuerpo.

—Creo que ya está muerta… —dijo doña Cleotilde, quien sostenía el frasco de veneno para insectos.

—¡Qué asco! Sácala de aquí, mamá —respondió su hija Hortensia.

—Esta es la tercera araña que encontramos en el día, ¡son una plaga! —comentó doña Cleotilde a su hija.

Astrid G. Resendiz (1995, Tamaulipas, México). Miembro del Taller Alquimia de palabras. Antalogada en diversas compilaciones como “Cuentos cortos para noches largas”, “Zona de cuentos” y “La sonrisa del abismo”. Ha colaborado en diferentes revistas y blogs digitales a nivel nacional e internacional, tales como Pluma revista, Teresa Magazine, El guardatextos, Fóbica fest, Mares de tinta, Collhibrí, De la tripa narrativa y algo más, Cisne, Raíces y El Narratorio.

ARGENTINA

PATRICIO G. BAZÁN

UN PROBLEMA INMOBILIARIO

Cuando alquilé la centenaria mansión Applethorpe, me advirtieron acerca de los fantasmas de antiguos moradores. Hombre maduro y escéptico, descarté esas habladurías por considerarlas propias de gente baja e ignorante, y me instalé esa misma noche para comenzar con las remodelaciones a primeras horas del día siguiente.
El magnífico dormitorio de la planta alta donde planeaba descansar se sentía realmente frío, pero en una casona que acumulaba desperfectos y refacciones pendientes, era casi esperable. Otro tanto con los ruidos inusitados: los inmuebles antiguos se asientan y crujen todo el tiempo, y no sería extraño que hubiera ratas en el ático.

En definitiva, nada que pueda tomar por sorpresa a una mente científica y racional como la mía.

Habían pasado las doce cuando escuché un rumor de pasos en la escalera que no supe justificar de inmediato, como tampoco la figura que se materializó frente a la cama.

—Soy Frederick Applethorpe: ¡vete de mi propiedad! exclamó un robusto caballero semitransparente y muy bien vestido. Un retrato enmarcado en la pared revelaba el gran parecido entre ambos, por lo cual no dudé sobre su identidad.

Sin embargo, múltiples teorías en mi cabeza pugnaban por ser elegidas. "Sin cuerpo no puede haber actividad mental; ergo, los fantasmas no pueden expresarse en el Aquí y Ahora", razoné. Debía tratarse de una especie de proyección de un evento del pasado, o...

Algo fuera de mi campo visual interrumpió mis cavilaciones, hecho que me irrita mucho más que las apariciones a deshoras. La puerta de un soberbio armario de roble se estaba abriendo lentamente, dejando paso a la espantosa imagen de una pálida mujer asiática de largos y renegridos cabellos, que avanzaba hacia mí de modo errático.

Esto me desconcertó, pues añadía una nueva variable a la ecuación. El viejo Applethorpe también lucía contrariado y comenzó a increparla agriamente. La japonesa, que concentrada en mi persona no lo había visto, tampoco se quedó callada. No tuve otra opción que inmovilizarme, cubierto con las cobijas hasta el mentón. Por si fuera poco, ninguno entendía lo que el otro le decía y me miraban indignados, buscando apoyo. Me sentí como esos hijos cuyos padres discuten continuamente y no saben de qué lado ponerse.

Un repentino hedor a azufre inundó la habitación, seguido por un ígneo resplandor, y un nuevo visitante se apersonó en el dormitorio, que ya nos estaba quedando chico: una especie de demonio astado, vestido con un frac de excelente corte, capa purpúrea y bastón con puño dorado en forma de cráneo humano.

—¡Vengo por tu alma! Mi nombre es... pero, ¿qué significa esto? —exclamó, señalando a los otros dos espectros.

—Soy Frederick Applethorpe: ¡vete de mi propiedad!

—¡Vengo a reclamar el alma del propietario de esta casa! —insistió el recién llegado.

—Esta es mi casa, y de nadie más —protestó maese Frederick.

El ente demoníaco lo observó con frío desdén. —Tú has muerto hace años, imbécil; ¡apártate! Busco al verdadero dueño de la casa.

Tres fuertes golpes resonaron en la puerta. Todos nos inmovilizamos: alguna especie de animal gruñía en el pasillo. Se miraron entre sí, indecisos, hasta que el propio Applethorpe se dispuso a abrir. Después de todo, seguía siendo el dueño de casa.

La tallada puerta se abrió con violencia, y un cierto olor fétido saludó mi curiosidad cuando estiré el cuello para ver mejor: se trataba de un cadáver no muy estropeado que, antes de acertar con la entrada, se golpeó un par de veces contra el marco de la puerta.

Un zombie dismétrico, supuse.

—Aaaarghh... —dijo, o algo por el estilo. Intentó estrangular al anciano caballero, pero sólo pudo atravesarlo limpiamente, debido a la inmaterialidad habitual en cualquier espíritu.

La mujer espectral pareció reconocer al zombie, y comenzó a asfixiarlo con sus cabellos, que habían adquirido propiedades gorgonescas. El difunto propietario intentaba separarlos, pero todos sus esfuerzos eran vanos. El demonio se me acercó, intrigado, para pedir mis señas, pero como yo no era quien había firmado su pacto infernal, se volvió para interrogar al resto. Gritó que no pensaba irse hasta que le pagaran lo que estaba estipulado en el acuerdo, que era una vergüenza, y cosas así.

Viendo que esa noche no iban a dejarme dormir, me levanté y comencé a vestirme sin prisas, maldiciendo la hora en que invertí mis ahorros en arrendar por dos años una casona a precio tan conveniente. Ya veía por qué no tenía inquilinos.

Casi al salir, mientras examinaba mi aspecto en el ornamentado espejo del recibidor, me crucé con un nuevo fantasma: una enfurecida dama española que afirmaba ser la dueña original de las tierras donde se había erigido la casa. La envié escaleras arriba para que arreglara cuentas con el resto de los propietarios. Cerré la puerta cuidadosamente, asaltado por un funesto pensamiento: Dios no permitiera que la mansión hubiera sido emplazada sobre un antiguo cementerio aborigen...

Comprobé la hora, molesto: además de haber pasado la noche en blanco, tendría que esperar un par de horas más hasta que abriera la inmobiliaria para poder reclamar la devolución del dinero. Ya casi amanecía, lo cual agradecí de corazón: aunque no creía en leyendas populares, ya había tenido bastante compañía como para tener que, además, soportar a un vampiro trasnochador.

Patricio G. Bazán (Argentina, 1965). Escritor e ilustrador. Autor de obras de ficción inéditas, entre las que se incluyen "Panoplia" (cuentos), la novela "El Tapado y el León", y varias obras de teatro. Participó en las antologías "Grageas 3" (2014) y "Cien Páginas de Amor" (2015).

 

MÉXICO

RONNIE CAMACHO BARRÓN

ENTRE NOSOTROS

El fin del mundo siempre está a la vuelta de la esquina”, ese, es lema del Buró de Prevención Profética, la organización a la que pertenezco.

Desde el principio de la historia, hemos actuado bajo las sombras para proteger al mundo de las constantes amenazas que se ciernen sobre él y que sin duda alguna llevarían a la raza humana a su extinción.

Con éxito prevenimos el regreso de los Atlantes de las profundidades del mar, la ascensión del Anticristo al papado, la incursión alienígena de Roswell, la rebelión de las máquinas del 2000 y la tercera guerra mundial que sería provocada por las armas biológicas bajo el poder de Bin Laden.

La razón de todo nuestro éxito se ha debido a la familia Allard, un largo linaje de videntes franceses que generación tras generación, heredaron a sus primogénitos su mística capacidad.

Fungiendo como nuestros profetas, ellos nos guiaron de la manera correcta en contra de cada apocalíptica amenaza.

En tiempos actuales, dicho rol ha recaído sobre los hombros de Levi Allard, mejor conocido por su nombre clave como “El vidente treinta y tres”.

Al igual que con sus ancestros sus predicciones siempre son correctas, pero a diferencia del resto, él no cuenta con la fuerza mental necesaria para cargar con dicha responsabilidad.

Han pasado semanas desde la última vez que supimos de él, pero hoy, por fin hemos encontrado su cuerpo en la sucia habitación de un hotel en Praga.

La causa de la muerte no es ningún misterio, se arrancó los ojos con sus propias manos, seguramente impulsado por una visión, pero, ¿Qué sería tan terrible que orillaría al último de los profetas a matarse?

Por primera vez en siglos estamos a ciegas y cada una de nuestras divisiones alrededor del mundo se encuentra en alerta máxima.

La única pista que tenemos es la nota que nos dejó y en la cual solo escribió lo siguiente:

“El fin, ya está entre nosotros” 

No tenemos idea de lo que significa, ni tampoco de cuando fue que la escribió, solo espero que cuando llegue el momento… estemos preparados.

Ronnie Camacho Barrón, de Matamoros, Tamaulipas, México. Además de ser escritor, estoy titulado en la licenciatura de comercio internacional y Adunas y Certificado por la SEP como técnico analista programador bilingüe. He publicado 2 Novelas "Las Crónicas del Quinto Sol 1: El Campeón De Xólotl" (Amazon 2019) y "Carlos Navarro y El Aprendiz Del Diablo" (Editorial Pathbooks 2020), también 10 libros infantiles, todos con la  editorial Pathbooks y traducidos en 6 idiomas, mi más reciente obra una antología de cuentos de Terror, Fantasía, y Ciencia Ficción titulada "Entre Nosotros" (Amazon 2021). 

 

ARGENTINA

FERNANDO SORRENTINO

FRANKENSTEIN

Es un compañero de oficina. Muy delgado, de pequeña estatura y siempre vestido de gris. Su apellido es Pellegrini, pero le agrada que lo llamen Frankenstein. De hecho, muchos de sus amigos le hacen el gusto, y, en efecto, lo llaman Frankenstein. Otros, menos cordiales, prefieren llamarlo Pellegrini.

Es un empleado ejemplar. Su escritorio se halla frente al mío y, a menudo, observo cómo trabaja Frankenstein. Es tenaz, es tesonero, es aplicado. Sin embargo, mucho me temo que su inteligencia sea menos que escasa. ¿Cómo se explica, si no, que su semblante adquiera la reconcentrada tensión de la dificultad insuperable ante tareas sólo mínimamente complicadas? Al ver cómo sus manos se crispan sobre el cristal del escritorio y dejan una efímera aureola de humedad; al ver cómo hinca sus dientes en la madera del lápiz; al ver cómo hace girar los ojos; al ver cómo se le cubre de transpiración la frente; al ver cómo se le hincha una vena del cuello. Al ver, en suma, que Frankenstein carece casi por completo de inteligencia, pero —para su desgracia— no por completo, y que, en consecuencia, es consciente de su limitación: al ver, pues, tanta desdicha, siento pena por Frankenstein.

Pero, sobre todo, siento miedo. Me pregunto: “¿Qué oscuros resentimientos agitarán el elemental cerebro de Frankenstein? ¿Qué amorfos deseos de vaga venganza suscitará en él una inocente planilla que no acierta a comprender del todo?”.

Hace unos días, Frankenstein me sorprendió observándolo en su padecer. Una mirada lenta y pesada cayó sobre mí. Y allá en el fondo de aquellos ojos torpes brillaba una llamita rojiza de crueldad. “Dios mío”, pensé entonces, “¿por qué le dirán Frankenstein?”.

—Dígame, Pellegrini, ¿por qué le dicen Frankenstein?

Frankenstein sonrió:

—Son bromas de los muchachos…

Sin embargo, creo que Frankenstein me oculta algo. Cierto sábado a la tarde, y por pura casualidad, lo vi: en la calle Florida y a pleno sol, Frankenstein caminaba rígidamente, sin flexionar las rodillas. Con los brazos extendidos, en una actitud que, desde su rostro fingidamente siniestro, prolongaba la amenaza hasta la punta de los dedos, amagaba estrangular a las personas que topaba en su camino. Aquéllas se apartaban, más sorprendidas que temerosas; una vez pasado el presunto peligro, volvían la cabeza para observar con una sonrisa burlona a Frankenstein. Porque, realmente, su insignificante aspecto no logra impresionar a nadie.

Ahora bien, ¿advertirá Frankenstein esas sonrisas despectivas, esas sonrisas que restan toda importancia a su actitud amenazante? Y, además, ¿tendrán esas personas de la sonrisa la más ligera idea del verdadero carácter de Frankenstein? Sin duda, no: ocurre que no han visto cómo padece ante las dificultades que le plantea su labor en la oficina: si lo hubieran contemplado —como yo tantas veces—, no se atreverían a burlarse así de Frankenstein.

Para peor, tampoco mis compañeros de trabajo parecen haber observado estas peculiaridades. Suelen bromear a costa de él, suelen palmearlo, suelen llamarlo Frankenstein. Él sonríe, parece disfrutar de la cordialidad, de la amistad. “Todo va bien”, me digo entonces.

Pero los amigos de Frankenstein hablan con demasiada rapidez, abundan en elipsis y sobrentendidos, aluden con picardía a algo de todos conocido, se solazan en frívolos juegos de palabras… Entonces yo, que finjo estar abstraído en mis papeles, tiemblo ante la irresponsable temeridad de esas personas. Querría decirles: “Hablen más despacio; completen las frases; sean explícitos en todo; renuncien a la sutileza: ¡miren que Frankenstein no entiende!”.

Sé que esta advertencia, de ser seguida, evitaría una catástrofe general. Pero me abstengo de intervenir. En efecto, ¿qué sería de mí, si Frankenstein supiera que conozco sus terribles limitaciones? “Lo mejor es callar”, me digo entonces, “y no atraer solamente sobre mí las iras de Frankenstein”.

Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en 1942. Sus invenciones suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Sus más recientes libros de cuentos son El crimen de san Alberto (Buenos Aires, Editorial Losada), El centro de la telaraña (Buenos Aires, Editorial Longseller), ambos del año 2008, Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Veracruz, Instituto Literario de Veracruz, 2013), Problema resuelto / Problem gelöst (2014), edición bilingüe español/alemán (Düsseldorf, Düsseldorf University Press, 2014) y Los reyes de la fiesta, y otros cuentos con cierto humor (Madrid, Apache Libros, 2015).

MÉXICO

JOSÉ RODOLFO ESPINOSA SILVA

EL CAZADOR

La música es anterior a las palabras, a la poesía y a la civilización. Estaba ahí antes de la gran migración de África y del descubrimiento del fuego. Es un lenguaje sin palabras. Las ballenas cantan, y aunque no comprendamos lo que dicen, podemos sentir su dolor, ese dolor que compartimos todos los seres vivos. La música puede dormir a las bestias, asustarlas o ponerlas furiosas. Se puede crear música con casi cualquier objeto: un vaso de cristal, un escudo de cobre, incluso con la licorera vacía que llevo atada a la cintura. La melodía correcta puede atraer a todas las ratas de una ciudad hasta el río. Puede incluso llamar a todos los niños, instarlos a salir de sus casas, y seguirme. He tocado la flauta y ciento treinta niños han respondido a la música. Dos largas filas de infantes caminan tras de mí, mientras toco, una de las tantas melodías que ensayé hasta la extenuación en mis años de aprendiz. Trismegisto me enseñó todo lo que sé. Después de quedar huérfano, cuando los galos invadieron mi aldea, llegó este hombre peculiar, más mago que sabio. Vestía de carmín, un sombrero de punta en la cabeza con un ojo que parecía seguirte por donde te movieras. Me pidió que le mostrara las manos. “Son manos de cazador”, me dijo. Pero no puso una espada en ellas, ni siquiera un cuchillo. Lo que colocó era metálico, pero sin filo. Una flauta. “A partir de aquí, dejaremos de hablar”, me dijo. Y él cumplió. Yo, cabezota como cualquier niño, le preguntaba cosas como: ¿a dónde vamos?, ¿a qué hora comeremos?, ¿cómo logras ese sonido? Él no respondía. Siempre llegábamos a algún sitio para trabajar, no pasé un solo día sin comer y aprendí a tocar, aprendí de ver, de escuchar. ¿Acaso el conocimiento ya está dentro de uno y solo venimos a este mundo a encontrar el conocimiento en nuestro interior? Mi maestro estuvo conmigo once años, luego, sin avisarme, sin decir palabra, desapareció. No lo he vuelto a ver. He llegado, las marcas en los árboles indican que estoy en el lugar correcto. Abandono la ribera y su música, el canto dulce y vivaz del agua, para adentrarme en la orquesta forestal, con sus lechuzas barítonos y árboles rumorosos. La melodía que toco perturba su paz. Puedo sentir en mi cara la hostilidad. Dos árboles sin vida, forman con sus ramas cual garras, la puerta del demonio. Una efrit vive ahí. Tiene el cuerpo color canela y ojos felinos. Su cabello es largo y negro, con una corona de cuernos en la frente. Su tamaño es tres veces el mío, pero sé bien que si se lo propone puede ser tan alta como una montaña. Dejo de tocar.

—¿Quién perturba la entrada de mi hogar?

—Soy un pobre músico al que le ha sido negado su pago. En venganza he despojado de sus hijos a mis deudores.

—Creí que los de tu clase estaban extintos.

—Magia conozco muy poca, tan sólo un par de canciones. Pero soy un buen comerciante, y sé que los niños son un manjar para ustedes.

—Lo son, lo son sin duda. Pero, dime flautista, ¿qué me impide matarte y quedarme con los niños? Con estos deliciosos infantes que tan gentilmente has traído hasta mi puerta.

Doy un trago a mi licorera y la arrojo al suelo. Me limpio la boca con el dorso de la mano. Y levanto mi flauta con la otra.

—Conozco la melodía de la muerte, que hará que todos estos niños en trance pierdan la vida. Son sólo seis notas, estoy seguro de que terminaré de tocarla antes de que puedas usar tus poderes sobre mí, entonces ambos perderíamos y tendrías que conformarte con un delgado flautista, que como mucho te servirá de mondadientes.

—¿Cuál es tu precio?

—Las llaves de tu hogar, después de este gran comilón te sobrarán fuerzas para hacerte dos o tres guaridas más, ésta será para mí. Necesito un lugar donde esconderme —las guaridas de los efrit pueden transformarse en desiertos, estepas o islas tropicales, cualquier cosa que el dueño desee— y las cien monedas de oro que se me prometieron.

—O eres un hombre poco ambicioso o no estás al tanto de mis poderes, ya has dicho tu precio y lo pago.

Una bolsa con oro se materializó a mis pies al tiempo que me arrojaba unas llaves de plata que atrapé con mi mano libre.

—Tocaré entonces la melodía para sacarlos del trance.

Y toqué. Las primeras tres notas la inmovilizaron, las siguientes veinticinco transmutaron su cuerpo en vapor y las últimas doce la sellaron en mi licorera. Me apresuré a taparla. La metí en mi bolso, junto con el resto.

Imaginé una isla, con abundante comida y agua dulce. Y conduje a los niños hacia ella. Cerré con llave tras de mí.

—¿Dónde estamos? —preguntó el primer niño en salir del trance.

Esperé unos segundos, a que los demás despertaran.

—Están en Nunca Jamás. Aquí son libres de los adultos y sus gobiernos. De los demonios y arcontes. Aquí podrán ser artistas, o jugar y cantar por siempre.

J. R. Spinoza (H. Matamoros, Tamaulipas, México, 1990). Escritor y profesor mexicano. Becario del PECDA Tamaulipas (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Presidente Ateneo Literario José Arrese de Matamoros. Participó en las antologías: Viajes en el tiempo (El gato descalzo, 2021) y Liminales (Casa Futura, 2021). Libros Publicados: El demiurgo y otros cuentos fantásticos (Kaus, 2020). Los deseos de Serena (Catarsis Literaria, 2021). Tragaluz (Winged, 2021).

 

MÉXICO

JEIMY ALESSANDRA SÁNCHEZ GALVÁN

DÍA DE FERIA

Estoy sentada sobre el cofre de una patrulla. Las luces rojas y azules me permiten ver mis tenis en la oscuridad. No parecen haberse manchado, al contrario de mi camiseta y pantalones que están arruinados. Siento los ojos hinchados de llorar y una sequedad en la garganta. Los labios partidos. Sólo quedo yo. Uno por uno han venido por mis amigos. Veo a mi madre la distancia y mientras corro hacia ella, las lágrimas comienzan a brotar de nuevo, en un esfuerzo por ser reconocidas.

No se supone que terminara así. Era un día especial…

Me vestí con una camiseta de cuello rosado, unos pantalones de mezclilla y unos tenis negros deportivos. Había estado esperando todo el año por este día, el día de la feria del pueblo, el único día del año donde mis padres me dejaban salir con mis amigos sin compañía y comer comida chatarra toda la tarde hasta vomitar.

Me miré en el espejo una última vez, acomodé mi cabello con la mano y me relamí los labios para que tuvieran un brillo natural, solía hacer eso, era como una manía. Bajé las escaleras corriendo, recibiendo un regaño de mi madre por eso, no me importó mucho, estaba emocionada y tenía una actitud energética ese día.

—Ya me voy.

—Está bien cariño, vuelve para la cena.

Asentí, volví a mi padre para despedirme, pero este se encontraba durmiendo plácidamente en el sofá de la casa, no quise despertarlo, salí y tomé la bicicleta, me coloqué el casco que mamá me obligaba a usar y pedaleé hasta el lugar donde se armaría la feria.

Cuando llegué logré visualizar a unas personas comprando helado en uno de los puestos, niños jugando en las atracciones y otros vomitando cerca de ellas, a lo lejos pude ver a Michele, Sarah, Jack, Carl y Chester, o como solíamos llamarlo, Chester Cheetos, al verme Michele levantó su brazo saludándome con emoción, me dirigí hacía ellos para saludarnos.

—Te ves bien.

Dijo Sarah al verme, en realidad ella se veía mejor, llevaba un vestido largo y violeta, que combinaba con su piel morena y cabello chino, Michele llevaba una camiseta amarilla con una frase que decía “se tú mismo”, unos pantalones apretados y las manos llenas de pulseras de plástico. Jack, Carl y Chester llevaban algo simple, los tres llevaban pantalón de mezclilla, Jack llevaba una camisa negra, Carl un suéter rojo sangre que le quedaba bastante grande y Chester vestía una camiseta blanca y una chaqueta pasada de moda con un tigre dibujado por detrás.

—Gracias, todos se ven bien.

Al lado de Carl pude ver una niña pequeña con un vestido rosa pastel y unas coletas.

—Oh, ella es mi hermana, mis padres salieron así que tuve que llevarla conmigo, es un poco tímida.

Igual que su hermano, pensé.

—Deberíamos empezar a subirnos a las atracciones, si no llegará más gente y la cola será más larga.

Todos asentimos, nos separamos en grupos, Jack, Carl y Chester fueron a probar las atracciones, Michele, Sarah, la hermana de Carl y yo fuimos a comprar chucherías, pensamos que alrededor de mujeres la hermana de Carl se sentiría más cómoda, realmente, yo le veía igual, pero al menos ya no ocultaba detrás de su hermano.

Charlamos un rato mientras comíamos algodón de azúcar, a veces intentábamos hablar de programas de TV para incluir a la hermana de Carl a la conversación, lo que solo resultaba aún más incómodo, cuando nos cansamos de caminar nos sentamos en una banca que estaba a un lado de un puesto de hot dogs.

En un momento dado la hermana de Carl tomó mi mano llamando mi atención, con su dedo apuntó hacía un hombre vestido de payaso, desde pequeña había tenido un gran miedo hacia los payasos, pero era la hermana de Carl, no podía quedar como cobarde frente a una niña menor que yo, intenté hacerme la valiente y la miré.

—Oh, ¿quieres tomarte una foto con el payaso?

Esperando una negación recibí todo lo contrario, supongo que fue una pregunta tonta, le avisé a Michele y Sarah que llevaría a la hermana de Carl a tomarse una foto con el payaso, tomé la mano de esta y nos dirigimos hacía el payaso quien se encontraba bailando y divirtiendo a un grupo de niños.

Cuando estuvimos lo suficientemente cerca lo examiné con más detenimiento, su cara estaba pintada de color blanco, remarcando sus ojos con pintura azul, su boca era delineada con un color rojo intenso que por el posible sudor del hombre se estaba cayendo haciéndolo ver triste.

—Di… disculpe, ¿podríamos tomarnos una foto con usted?

El hombre asintió y se puso detrás de nosotras, un camarógrafo que parecía ser su amigo se nos acercó y tomó la foto, aquellos segundos se sintieron como una eternidad para mí, cuando por fin tomó la foto correctamente nos separamos.

—¡Espera!

Antes de que pudiéramos irnos el payaso tomó de mi muñeca con agresividad, me quedé quieta y con los pelos de punta hasta que este sacó un globo con forma de corazón, me alivié al saber que solo era eso, lo tomé y se lo di a la hermana de Carl, esta parecía impresionada con el globo.

—Gracias.

La tarde había pasado rápido, cuando la noche se hizo presente todos nos juntamos en el centro de la feria, hablamos de todo un rato y comimos muchas golosinas, la hermana de Carl parecía feliz, me sentí bien por esto, después de todo mis esfuerzos por guardar la compostura frente al payaso dieron frutos.

—Si quieres puedo cuidarlo por ti.

La hermana de Carl asintió y le entregó su globo a su hermano, Jack vio esto como una oportunidad y decidió arrebatárselo.

—¡Oye! Devuélvelo, no es tuyo.

—¿Y qué harás entonces, eh?

A veces Carl y Jack solían tener pequeñas peleas amistosas, esta no fue una excepción, Carl intentó quitarle el globo a Jack, cosa que no fue sencillo por la enorme diferencia de estatura entre ambos, todos reíamos incluyendo a la hermana de Carl, era una escena bastante graciosa, todo era risas y felicidad hasta el momento en el que Jack pensó que reventar el globo con el palo de un algodón de azúcar sería buena idea, si no lo hubiera hecho, si tan solo no lo hubiera hecho, las cosas hubieran sido diferentes, todos hubiéramos regresado a casa riendo y contando chistes malos, pero no pasó, el globo era de un color rojo sangre, por lo que pasó desapercibido por todos, pero cuando lo reventó quedamos atónitos, del globo una sustancia algo viscosa y rojiza salió disparada por todos lados, ensuciándonos a todos y a las personas que se encontraban cerca con sus hijos, todo pasó tan rápido, estábamos aturdidos, toqué mi cara la cual estaba llena de este líquido, Michele y Sarah me miraron aterradas, tomé un poco entre mis manos y lo olí, un olor familiar, pero a la vez desconocido, un olor a hierro, un olor a sangre.

Jeimy Alessandra Sánchez Galván, de 13 años de edad, nació el 17 de julio del 2008 en cd. Victoria, Tam., reside en Matamoros, Tamaulipas, México. Actualmente cursa el segundo grado de Educación Secundaria en el colegio Don Bosco; desde muy pequeña imagina historias y le gusta escribirlas, asiste al taller alquimia de palabras. Le han publicado sus cuentos en diferentes revistas literarias, blogs y antologías, ganó el segundo lugar del concurso estatal de cuento infantil 2020, convocado por cultura Tamaulipas.  

 

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