Ezine internacional de cuentos en lengua original.

Ezine internacional de contos em língua original.

Ezine international de récits en langue originale.

Friday, 4 August 2023

BABELICUS No 22

 BABELICUS nº22 

REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL – Agosto, 2023 

ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO VALENTE, 

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR, ELENA ZADRA 

 

 

 

 

A nuestros fieles y amados lectores:  

Presentamos el número 22 de BABELICUS EN ESPAÑOL, https://babelicus.blogspot.com/   

Contiene relatos en español para entretener a la familia y dar a conocer escritores hispanos de varias latitudes. Ruego a otros escritores interesados en publicar en Babelicus, (grupo abierto en Facebook) que envíen sus colaboraciones, preferiblemente de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com,  junto con una semblanza del autor de cinco líneas. Quienes vienen publicados en la revista luego de un escrutinio, no pierden sus derechos de autor. La revista viene publicada en la página Babelicus de Facebook y se puede bajar del blog de Babelicus, indicado más arriba, donde se pueden encontrar todos los números de la revista. 

Portada:, óleo de Adriana Alarco de Zadra 

 

 

 

ARGENTINA 

LUIS DUARTE 

TIROS A LA VERDAD 

Enormes letras rojas dicen, en la pantalla, que Ramiro es un temible delincuente que está robando un banco. Primero, puso la medallita milagrosa dentro de la media y luego calzó mejor la empuñadura del arma. En ese momento una mosca lo arrulló con el típico sonido hasta que lo hizo sentirse envuelto. Empleados y clientes del banco permanecían tirados, como tomando sol, con las manos hacia atrás. Una señora grande, del susto, bautizó la nuca de la cajera más antigua. 

Existen corajes que son el producto de diversas realidades fusionadas entre sí. En cambio, el coraje de Ramiro proviene de otra parte. Ahora, Ramiro razona con los pies de la hipoteca. Piensa que el dinero de las cajas alcanza, entre otras cosas, para que su casa en Isidro Casanova no pase a convertirse en una manzana del matadero. A su favor, conserva la foto donde la pobreza había masticado todo su oxígeno. En un pasado remoto, Ramiro había logrado amigar el pensamiento con el deseo, y la realidad con la fama de jodido que tenía en el barrio, aunque por dentro entendía, como su padre, que nacemos con la suerte echada. 

Una relación amorosa no le dejó ver el bosque, más bien chocarse contra el árbol.  Fue presa fácil de una princesa obsesiva que lo llevó a apostar todo -o casi- por nada... o casi nada. Se podría decir que armó una obra de teatro con su vida, y puso a la ilusión como protagonista principal. 

A los cincuenta, Ramiro juega su último dado frente a un suntuoso banco del microcentro y repasa su vida con la frente apoyada contra el vidrio. Del otro lado, un montón de transeúntes curiosos le desean suerte, sin decirlo en voz alta. Algo tenso, observa el abdomen de un policía y comprende por qué la ley se siente desbordada. La ocurrencia lo hace sonreír, y eso renueva sus esperanzas de un escape o, acaso, la compasión por todas esas espaldas temblorosas tiradas en el piso, como si la tierra expulsara los cuerpos que le sobran. 

 Ramiro nunca había dado ni recibido órdenes. En su mundo habita un diálogo interior capaz de aumentar su osadía en cuestión de segundos. Una voz del otro lado le grita: 

—¡Entrégate, maestro, que tenés la manzana rodeada! 

En su frente titilan puntos de color naranja, como si le hubieran contagiado varicela. Lo rodea un puñado de agentes, armados hasta los dientes. Una gota emancipada le cae del cuello con exagerada violencia. El clima gana suspenso en la calle, pero le falta algo y nadie sabe bien qué, hasta que llegan ellos: los Medios. Es entonces cuando la verdad alquila su decencia… una vez más. 

La gente en la casa hace sus apuestas. 

Mientras tanto, los tiros justicieros aguardan, pacientes, en las recámaras y los oficiales saben que no tienen mucho tiempo para que la cara morena de Ramiro irrumpa, escaneada, en los televisores de las casas. Al cabo de unos minutos los sucesos se estancan, por impericia de ambos bandos negociadores. Sin embargo, la misma voz le informa a Ramiro que no vale la pena jugarse la vida por un par de papeles. Esa frase agiganta sus pies de barro; consciente del peligro, sale del banco con el chumbo y las manos arriba. 

—¡No disparen, no disparen, me entrego! —dice Ramiro al arrodillarse. 

Las luces anaranjadas merman su intensidad hasta desaparecer. Los minutos en vivo juegan un papel importante en la atmósfera del lugar. Algunos oficiales rodean a Ramiro, lo esposan y, de haber tenido en su poder una corona de espinas, quizá se la hubieran incrustado en la cabeza, después de los auspicios. Ramiro alcanza a decirles mientras lo esposan: 

—¡Muchachos, no malgasten las municiones del Estado! 

Antes de la salida al aire de la competencia, el Dueño dijo, enojado, frente a los monitores, que el gran inconveniente había sido fallarle a la audiencia. Ofuscado, gritó fuerte para que lo oyeran los productores del noticiero: 

—¡Tenemos demasiada leche en los archivos y es un pecado echarla a perder sólo porque un perejil arrugó! —Y agregó indignado—: ¡Si no me traen sangre en veinte minutos, empiezo por la de ustedes! 

 Mientras Ramiro era conducido a la seccional, el Dueño decidía, desde la base de la pasta, poner el rostro de la delincuencia como noticia de último momento, pero antes ordenó, enérgico: 

—Ensucien a ese cagón que quería hacerse famoso tirando sebitas. 

Su periodista estrella esperó la señal del camarógrafo, miró compungido a la lente, y comentó —con música de fondo— que al pobre Ramiro, en el barrio, lo llamaban el chacal sin dientes y que los vecinos suponen que fue uno de los que llevó la valija de un santuario a otro, en la época de la famosa tarjeta bancaria. Sentado en la Seccional, Ramiro espera a un abogado, y pide que suban el volumen del televisor. Por dentro conoce en la tele, pero ver cómo Él, ese mercenario maquillado de opinión pública, le baja línea a la gente, eso lo llenó de veneno. Piensa en Raquelita, su hija de cinco años: 

¡qué iba a pensar de su papá! Se repite: Robo por la salud de mi hija y miento por necesidad. 

Pega dos o tres gritos contenidos, rabiosos. 

Un émulo de Robocop lo mira como si el detenido fuera Godzila recitando a Neruda. Al instante, fusil en mano, el oficial le ordena que cierre la boca porque si no se verá obligado a informar al fiscal de la causa. 

 Ramiro pide hacer una llamada al sanatorio, donde su hija espera a que alguien done un hígado para que se lo implanten. En él, todavía repiquetea el consejo de un alto directivo de la prepaga de su ex mujer: 

Mirá, Ramiro —había dicho—, si todos se enfermaran, no habría sanos para atenderlos. Tenés que armarte de paciencia. 

Marca el número del sanatorio y, después, el interno. De muy mal modo, le pide a su ex mujer que le pase con la niña. 

—Papi —dice la nena—, te vi en la tele. ¿Qué querían hacerte esos señores? 

—Nada, hijita —responde Ramiro—. Eran todos amiguitos del comisario Woody. 

Vos quédate tranquila. Ahora estoy esperando al Pato Donald y, en cuanto charle dos palabritas con el Tío Rico, papito te promete que va para allá…. Te mando un beso… cuídate… te quiero mucho. Dame con mamá. 

 

Luis Duarte, escritor argentino, nació en Lanús en enero de 1969. Estudió periodismo y fue conductor del programa “Mano y contramano”, en FM La Tribu 88.7 mhz. Tiene publicados estos libros de cuentos: “La herradura de Freud”, 2013. “Fósforos gemelos”, 2014. Reedición de este título en España, año 2016. “Latigazos del azar”, 2016. “Los guantes de Zaratustra”, 2018. Presentación de “Rombos”, septiembre 2022. Editorial Alción. 

 

MÉXICO 

SONIA ARRAZOLO 

ABANDONO 

Esta mañana me siento muy emocionada, aspiro con fuerza una y otra vez, el olor a nuevo que despide mi vestido. ¿Y el peinado? Admirable, incluye adornos a la última moda al igual que mis zapatillas, que no solo lucen hermosas, sino que, estoy segura, serán también muy durables, apropiadas para nuestro clima. 

Mi ánimo va en aumento a medida que pasan las horas, hasta mí llegan todos los aromas de mi alrededor, el perfume del pasto húmedo recién cortado, el olor especiado y frutal de los jazmines, mientras a mi espalda percibo la esencia característica del limón, y la dulzura de la naranja, y por la frescura que siento desde ahí, agradezco no solo su fragancia, sino la sombra que protege esa parte mía, de los fuertes rayos del sol. 

Hoy me siento muy feliz porque, aunque me encanta escuchar los ruidos característicos de las noches, cuando ya el barullo en banquetas y calles es mínimo, cuando los murmullos cercanos a mí se apagan, y el estruendo de los vehículos, rodando hacia sus destinos se termina, de un momento a otro, mi interior será decorado como corresponde. ¡Que emoción!, mis días ya no serán tan largos y tediosos con los nuevos sonidos que complementarán mi interior. 

¡Ya los instalaron! ¡Los escucho muy bien! 

Me encanta el matiz que adicionaron al tono de la voz joven, siempre mesurado, no como el sonido que proviene del masculino joven, se advierte como fastidiado, aburrido incluso, y por alguna razón, quizás de ajuste durante la instalación, cuando se escucha ocasionalmente el tono del masculino mayor, oigo algo parecido a un chirrido. 

¿La última señal instalada? ¡Maravillosa! Además, gracias a ella, la fragancia proveniente de mis espaldas, se percibe todavía mejor, cuando se le escucha exclamar con entonación muy feliz: 

—¡Hoy hice agua de limón! ¡Hoy hice agua de naranja! 

Confío, qué durante los años transcurridos hasta hoy, mi presencia haya sido advertida también como algo agradable, que ese instinto de protección que me caracteriza no haya sido considerado como un exceso sofocante, que los haya hecho desear, huir de mi interior. 

Durante los últimos años, me esforcé tanto en mí rol protector que, hasta hoy, y después de muchas primaveras, me percato que por alguna razón desconocida sigo usando la misma vestimenta, y entonces se apodera de mi un sentimiento de añoranza, recordando aquellos hermosos colores usados no hace mucho, el olor de esos vestidos nuevos, sobre todo, extraño la admiración de los vecinos, eso que me hacía sentir muy feliz. 

También he empezado a notar la ausencia del tono fastidiado, y la música estridente que siempre lo acompañaba, ambos ruidos han sido remplazados por una música suave, la cual me provee mucha tranquilidad. Debido a esa conexión interrumpida, he podido volver a escuchar con claridad, los sonidos que llegan acompañando a la noche. 

Mi preocupación sigue creciendo, me siento muy inquieta por el desequilibrio que percibo entre mi interior y exterior. Después de muchas primaveras, sigo usando el mismo vestido, el último que estrené era color rosa, el cual, y debido a la humedad, ahora luce de un color desvaído, incluso tiene un olor desagradable. Los vecinos ya no se detienen a mi lado, inclusive, perdí ya parte de los adornos de mi peinado, debido a la furia de la última tormenta. 

Pero a pesar de cómo me vea, lo que más me angustia ahora es que ya no alcanzo a escuchar tampoco la música suave, además los antes fuertes sonidos en forma de gruñidos apenas son audibles, y uno de mis tonos preferidos, por su dulzura, ahora son solo susurros casi inaudibles. 

Este invierno ha sido muy difícil para mí, debido a que la parte baja de mi vestido rosa se ha rasgado, sobre todo la parte del frente, que es con la que me protegía de los fuertes vientos y la fría lluvia invernal. 

Los huesos empiezan a dolerme, debido a la humedad absorbida por la falta de la vestimenta adecuada, la admiración que solía despertar en los vecinos, ha sido remplazada por expresiones de tristeza y nostalgia, y puesto que ya también perdí las grandes bolsas que adornaban la parte frontal y trasera de mi vestimenta, puedo escuchar con mayor claridad sus comentarios, cuando pasan a mi lado en forma rápida, ya sin detenerse. 

—¿Te acuerdas de ella? me encantaban los adornos en su parte alta. 

—A mí los colores con que la vestían. ¿Y el aroma que emanaba a todo su alrededor? Llegaba hasta nuestra casa, sobre todo en los días húmedos. 

El viento gélido me hace temblar, la fuerza de la fría lluvia ha terminado de destruir mi vestimenta, dejando muchas partes de mi cuerpo al descubierto, las piernas ya no me sostienen como antes, debido a que he perdido una de mis zapatillas. Cuando intento erguirme, tratando de mantener mi dignidad, me da terror el sonido de mis huesos, temiendo terminen de quebrarse. 

Mi deseo de estrenar un vestido y portar nuevos adornos, ya quedó en el olvido, lo único que me preocupa ahora es perder la segunda zapatilla, sin ella será imposible resistir hasta la siguiente primavera. 

 

Sonia Arrazolo: 1956. Escritora y actual representante legal del grupo del cual es fundadora. APAD AC, Asistencia y Protección para Animales, una AC sin fines de lucro, reconocida con el galardón “Solo por Ayudar” de la periodista Lolita Ayala en el 2007. Publicaciones: Saga: La casa de abril. BENITO, un guau por ti y todos tus amigos (2019) y NICOLASA (2021)  GOTITAS de amor para nuestro corazón (2020). 

 

ARGENTINA 

ROLANDO MARTIÑÁ 

EL RÍO 

En homenaje a Jorge Luis Borges 

Dicen que una vez —sólo una vez— un desconocido se acercó a Heráclito que meditaba a orillas del río. 

Tras un rato de silencio, el extraño comentó en voz baja: 

—Así que éste es el famoso río… 

—Sí, el que ya no es —comentó el filósofo sin mirarlo. 

Nuevamente silencio. Luego, siguieron: 

—Pregunté en la aldea y me mandaron acá —dijo el otro. 

—Sí, claro, cuando usted preguntó era, ahora no… 

—¿Por qué? —insistió el hombre. 

—Porque el agua que vi pasar hace un rato, ya no es ésta. 

Nuevamente, silencio. 

—O sea, que la que no es la misma es el agua… ¿pero el río es sólo el agua? ¿Y el cauce, el paisaje, el nombre por el cual pude llegar acá? 

Por primera vez el filósofo giró su cabeza, lo miró fijamente y le dijo: 

—Siéntese a mi lado, buen hombre, ya podemos empezar a hablar… 

 

Rolando Martiñá, escritor argentino, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Tiene 

publicados ocho libros de educación, dos de cuentos, una sola novela y su último libro 

de cuentos. Son los siguientes y están disponibles para la venta: “Cuentos de todos los 

amores. Experiencias terapéuticas y ficciones del enamoramiento” (2016), “Fin de 

siglo. Todos los amores, el amor” (2018) y “Dicho sea de paso. Hojas sueltas” (2021). 

 

COLOMBIA 

LUIS ANTONIO BOLAÑOS DE LA CRUZ 

MAMACUNAS: INCESTO Y REBELIÓN 

(resumen) 

Tortugas podridas de carapachos rotos en compañía de cientos de miles de bestias putrefactas desde diplodocos hasta hámsteres se extienden por la cuenca arenosa cruzada por centenares de arroyuelos y sembrada de cascadas y lagunillas, no viven pero no terminan de morir. El olor debe ser intolerable, la muchedumbre de mi generación educada de cara al estropicio no anda frunciendo las narices ni escabulléndose a las tareas de limpieza y recolección de especímenes. 

El decaimiento tecnológico está ligado a un renacer de lo religioso entendido en términos de fracturas con el pasado y reinvención de rituales. Por eso, mi madre oficia como otras opulentas mamaconas ritualizando el momento que cierra las labores del día con ademanes sencillos y aceptados por la juvenil multitud congregada al pie de la plataforma del templo; retornamos tensos y cansados, salpicados de jugos oprobiosos, gaseados por pestilencias, untados de excretas, repletos de deseos vindicativos. 

La mamacuna pone en funcionamiento el mecanismo combinatorio de luces y espejos que seleccionará a uno de nosotros para que la acompañe en la ceremonia íntima que culmina la jornada; con la mirada empapada de colores caemos en somnolencia y nos mecemos rítmicamente avanzando despacio hacia los portales debajo de la plataforma que se tragan la multitud contaminada de angustia silente desvaneciendo el gentío y la sensación de vacío. 

Para mi sorpresa, he sido seleccionado. La estadística no me favorecía, pero así ha sido y ahora marcho tras los pasos de la oficiante sin conocer los siguientes pasos y si he de advertir el parentesco… ¿pero, a quién? Poseo una visión de la estructura social en que los colonos estamos atrapados al igual que los demás, y la sublimación de mi madre en sacerdotisa me ayuda a sentirme ligero y con ganas de persistir en la huida que pergeño, sin embargo, mientras recorremos el pasillo que conduce al tabernáculo profundo no sirve para negar su sexo y extirpar de mi un deseo que trasmutado en respeto abstracto para la vida cotidiana no lo detenta en la particular circunstancia que habito, por eso a pesar de entrever sus sólidas nalgas a través de la transparente túnica, mi mente insiste en aquel mantra que repetíamos al dormir en los galpones de la infancia “si hay contacto familiar habrá un seguro transitar hacia el asco” —pero versado en que el odio a las carnes viejas y ajadas quizás sea lo que llegue a palpar pienso que va a ser arrasador supongo que resistiré—. 

Nuestra navarca tuvo problemas con el software de mantenimiento, las IA no pudieron reparar el daño, lo cual termino revolviendo los segmentos temporales de la programación y eso llevo a otorgar permisos a ciertos tripulantes (el 10% tecnócrata y militar) para obtener churumbeles, soy uno de ellos, crecido mientras se desploman los sistemas y se despilfarran piscinas de geles y nanocitos. 

Sembramos, si. Pero con altos costos, pérdidas y confusiones, resultados no esperados y ruptura de los tabiques de la temporalidad con drenaje de conciencia, omisión o sobresaturación de enlaces hacia el pasado recercado y el futuro avizorado se establecieron las pautas a morar. 

Organizados en estamentos, sacrificando manifestaciones, actividades, sentimientos y un largo etcétera, agrupando a los niños en fratrías que luego se convierten en equipos que compiten identificando especímenes esperanzadores por algún motivo, apenas existiendo más allá de la búsqueda de una solución no cejamos y nos mantenemos... todavía.  

 

LUIS ANTONIO BOLAÑOS DE LA CRUZ (Colombia) 1950. Sociólogo pero no 

fanático, ya que ha fatigado las escalinatas del conocimiento en cada campo que le 

han aceptado. Ha logrado escribir un ramillete de historias y un libro, sembrado 

una palma y le acompañan sus hijos Arcadio y Leonardo, ¿qué más puede pedir? 

Amistad, amor y debate. 

 

 

 

 

 

MEXICO 

EDUARDO HONEY 

SESIÓN TERMINADA 

Y giras, recriminas y vuelves a golpear. En el guante notas cómo tu puño da en la mejilla de Adamira y sientes el impacto. Ella cae de espaldas y se golpea contra la pared. 

No te detienes, la ira crece en tu interior, cada patada se acentúa con un “Puta”, “Mala madre”, “Zorra”, “Cerda”. Lleno de enojo modificas el tenis que calzas por unas botas industriales, continúas pateando mientras repites “Puta” una y otra vez. 

Te detienes cuando el cronómetro llega a cero, te desconectan y en la pantalla aparece “Session Over” con rojas letras sobre un fondo negro. 

La enfermera Madelein, quien de seguro se muerte por ti, te retira el visor —¿Cómo se siente? —pregunta sin dejar de sonreír y lanzar pícaras miradas. 

—Faltó más tiempo, ¿no lo cree? Apenas empezaba. 

Se da la vuelta a propósito para mostrarte el trasero mientras deposita el dispositivo en la mesilla. Luego vuelve a ti, te retira los sensores, guantes y botas que te ponen antes del inicio de tu terapia. 

La enfermera se retira meneándose, ofreciéndose a la par que entra el doctor Sánchez quien llega a tu lado. Revisa las estadísticas en su tableta, te pone el estetoscopio en el pecho y luego escribe en la pantalla. 

—Descanse, su pulso sigue acelerado. Debo felicitarlo, se controló ante los diversos casos que antes disparaban reacciones indebidas… 

No le prestas atención. Miras por la puerta cómo la enfermera desinfecta los sensores y demás equipo. Estás seguro de que ella se rendirá a tus pies, siempre sucede con las mujeres que se te acercan. 

—¡Ah! Claro —se interrumpe el doctor cuando se da cuenta de tu distracción—, la señorita Madelein es de admirarse. Medio siglo trabajando y dice que nunca se jubilará. Le gustan las nuevas tecnologías. Como le comentaba, señor Guzmán —continúa el doctor con fuerza para atraer tu atención—. Solo perdió el control con el caso donde la simulación pide divorciarse. 

—Pero, bueno, es algo que debe entender usted. Estamos debidamente casados y es un compromiso para toda la vida. Ella me debe mucho. Sin mí, ¿qué hará? 

—Lo hemos tocado repetidas veces en terapia. Debe aprender a manejar su frustración, no actuar de esta forma. En tanto no lo resuelva, la corte mantendrá la orden de restricción y seguirá sin ver a sus hijos. 

—¡Pero son mis hijos! —gritas y te detienes de súbito. Con temor observas que el doctor guarda silencio, escribe en la tableta y, con resignación, te dice: 

—Puede vestirse. Nos vemos en la próxima sesión dentro de dos días a la misma hora. Muchas gracias. 

Mientras te anudas la corbata te repites que solo fue un breve y mínimo rapto. Que eso no afectará el tratamiento que te mandó el juez de lo familiar luego del último incidente. Te apuras cuando ves el reloj: se te hizo tarde para tu cita. 

Llegas al restaurante apresurado. La ves al fondo hablando con el mesero. Los celos te susurran en el oído, la furia pulula en tu interior. Cierras los ojos y te controlas tal como te han enseñado. 

—¡Querido! —saluda la mujer cuando te sientas a su lado—. Pedí algo para picar porque ya tenía hambre. Rodriguito cumple seis el fin de semana. Ahora que ya te divorciasteis, ¿acompañarás a nuestro nene en su fiesta? 

El mesero llega con un plato de tapas, le guiña a tu mujer quien responde sonriendo. Lanzas un primer golpe de muchos que se siente real, muy real. No te detienes: el visor indicará “Session over” si te llegas a exceder. 

 

Eduardo Omar Honey Escandón (México, 1969) Ing. en sistemas. Autor de Códex Obsidiana, Cósmicos espejos humeantes, Cronofauna, Séptima Puerta y Firmamentos ocaso. Participante desde los 90s en talleres literarios bajo la guía de diversos escritores. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos fueron primero, segundo, tercer lugar o finalistas. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. 

 

PERÙ 

HACIA LA PERFECCIÓN 

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 

La esperanza de vivir en un globo mejor se difumina cada vez que amanezco en mi cama. 

Siento alegría por momentos, pues, al pasear, la modernidad me brinda fuerzas para seguir adelante. Pero hoy todo luce diferente en las calles de Lima Sur. Es el nacimiento de una nueva era, dicen desde el megáfono de un automóvil del gobierno. Ha llegado a nuestro mundo una nueva civilización, similar a la humana, por medio de una puerta dimensional. El sentimiento de otredad nos ayudará a ser mejores. Son brillantes, son pocos y cuentan con sus propios recursos. Nos enseñarán muchísimas cosas; la bondad de sus corazones, su carácter cálido, se nos impregnarán. Yo soñaba con esto. Se tornó verdadero. ¿O acaso los nativos corromperemos a esa gente? No. Me duermo, despierto y vislumbro que estoy errado. Porque es tanta su belleza, tanto su amor. Mi sueño finalmente se ha hecho realidad. 

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, 1982). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (en colaboración, 2022). Compiló: Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018, 2021, 2022), Constelación: muestra de cuentos peruanos de ciencia ficción (2021), Vislumbra: muestra de cuentos peruanos de fantasía (2021), etc. 

 

ARGENTINA 

FERNANDO SORRENTINO 

RECUERDOS DE UN JOVEN ARISTÓCRATA 

A los dieciocho años padecí ser empleadillo en cierta compañía de seguros, de cuyo nombre, repitiendo a Cervantes, no quiero acordarme. 

El diablo me puso bajo la égida de uno de los hombres más estúpidos que en el mundo han sido. En melancólico jolgorio íntimo, di en fingirme discípulo del señor B para que este ejecutivo —acucioso en su nadería, risible en su severidad— imaginase que yo aspiraba a devenir una persona parecida a él en un futuro venturoso. 

La conjunción de su pequeñez física y el vestir siempre los llamados “trajes de saco cruzado” le confería un aspecto de figurita de cartulina, recortada de la revista Billiken. 

Se presentaba como “subdirector” de la sección, aunque esa jerarquía sólo existía en su caletre. Con respecto a mí, uno de sus confesados propósitos consistía en “modelar” mi personalidad. Objetivo, declaró con tristeza, que no había podido concretar con “el señor H”, díscolo e insensible empleado cuarentón, cuya testarudez lo tornaba inepto para todo modelaje. En cambio, puesto que yo ni siquiera había alcanzado las dos décadas de vida, el señor B me consideró arcilla apta para ejercer su labor de Pigmalión. 

Entre otras exigencias, se hallaba la de trabajar con saco y corbata. Además del pérfido señor H, éramos cuatro empleados: una chica de modales edulcorados, dos muchachos y yo. Siendo nuestra primera incursión en el llamado “mercado laboral”, la dama y los tres caballeros acabábamos de cursar el colegio secundario. A pesar de esta cuasi adolescencia, nos estaba prohibido tratarnos informalmente dentro de la compañía: 

debíamos utilizar el riguroso usted, como lo requería una atmósfera de aristocracia administrativa. No obstante, una vez puesto un pie en la acera, se hallaba legalizado emplear el infecto pronombre vos y sus formas verbales correspondientes. 

Mis tareas distaban de fascinarme. Nada me cuesta declarar que, gracias a las Academias Pitman, yo era, y sigo siendo, un excelente dactilógrafo, al tacto y con los diez dedos. El señor B. solía entregarme una carta de su puño y letra, para que yo, cambiando las señas del destinatario, la copiara, Olivetti mediante, doce o quince veces a fin de enviarla a similar cantidad de “productores de seguros” domiciliados en diversas provincias. 

Las epístolas del señor B nunca suscitaron mi envidia. 

Su estilo abrevaba en el arcaísmo ceremonioso (muy señor mío), en la zalamería (no escapará a su elevado criterio) y en el barroquismo oficinesco (cumplimentar dicho actuado). Poseía sus propias reglas de acentuación escrita (asímismo, capáz, ésto, Luís, más rápido, café o te) y se mostraba generoso y ecuánime con los signos de puntuación, que derramaba al azar entre las palabras del texto. 

Mis tareas, aunque en extremo tediosas, resultaban muy sencillas, y un paramecio o una ameba podrían ejecutarlas con éxito consagratorio. Sin embargo, el ideal del señor B (a su manera, un hombre superior) se hallaba en un horizonte lejano: el de alcanzar la citada aristocracia administrativa. 

Consecuente con estos principios, el señor B intentó convencerme de que los gerentes y jefes constituían una élite de semidioses, hacia los que yo debía sentir la veneración más profunda. Lo cierto es que ante todos ellos en conjunto, y cada uno en particular, jamás la admiración alteró mi ritmo cardíaco. 

Mi fervor religioso no le parecía tan vehemente como exigían las justicias divina y humana. Y, según pude ir notando por las reprimendas a que me sometía a menudo, lo embargaba la desazón de un nuevo fracaso creador: mi personalidad, gemela de la del señor H, continuaba siendo tan reprochable como antes de ingresar en la empresa. 

Al igual que don Quijote a Sancho y que Martín Fierro a sus hijos y a Picardía, el señor B consideraba meritorio aconsejarme. De sus consejos recuerdo dos: 

1) Señor Sorrentino: dígale “señor” a todo el mundo. 2) Señor Sorrentino: sea humilde. 

En cuanto al primero, no veo la necesidad; respecto del segundo, creo que identificaba humilde con sumiso o rastrero o abyecto. 

Si el señor B era “subdirector” de la sección, tenía que existir un “director”. Y, en efecto, existía. Sólo que, divinidad al fin, su presencia resultaba más espiritual que física. 

Ignoro cuáles eran sus funciones fuera de la oficina, pero las presumo importantes e imprescindibles, pues cuando, una vez por semana, hacía “acto de presencia”, el señor B, ante esta epifanía, se desmoronaba en un estado de emoción lindante con la catatonia y la catalepsia. 

En tales fastos el director se presentaba en binomio con un hijo suyo, un papanatas de unos treinta años (en mi barrio lo habríamos catalogado de pelotudo alegre), con ojos algo desorbitados. Entre sonoras risotadas, este hombre feliz se lanzaba a bromear estentóreamente con nuestros semidioses menores, a quienes llamaba fariseos, humorístico apóstrofe a los que aquellos respondían con el mote de filisteo: torneo de agudezas que los conducía a un compartido éxtasis intelectual. En la siguiente semana se repetían exactamente la escena, las bromas, las risotadas, hasta alcanzar las proporciones de una tremebunda batahola, reñida, claro está, con la aristocracia administrativa. 

A mí no me molestaban en absoluto esas manifestaciones de estulticia; al contrario: me colmaban de maligna felicidad, ya que esa parafernalia de gritos y carcajadas entraba en colisión con los principios aristocrático-administrativos preconizados por el señor B. 

Y este asistía, impotente y acobardado, encogido y enfurruñado, a esa invasión festiva contra la cual carecía del mínimo poder represor: sólo un insensato ateo podría cometer el sacrilegio de censurar las acciones del hijo del semidiós principal de la sección. 

El director vestía siempre traje oscuro y ostentaba un aspecto “digno”, “caballeresco” y “señorial”. Puesto que aquila non capit muscas, era impropio de su mente ocuparse de minucias: en cierta ocasión planteó a la azucarada muchacha el siguiente enigma: “Dígame, señorita, realizado ¿se escribe con ese o con zeta?”. 

En cuanto pude, abandoné aquel ámbito aristocrático y regresé al mundo plebeyo en que nací y en el que continúo viviendo hasta el día de hoy. 

 

Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en 1942. Sus invenciones suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Paraguas, supersticiones y cocodrilos (2013) es su más reciente libro de cuentos. 

 

CHILE 

SERGIO LIDID 

ISABEL 

Madrid. 

Era Dieciocho de septiembre, Día de la Independencia, e Isabel me obligó a ir al acto de solidaridad con mi propio pueblo. Pero habían pasado demasiados años, tantos, que ya no sabía si debía seguir aferrado a mis fantasmas. 

—¡No quiero ver a nadie! 

—¿Prefieres quedarte encerrado entre cuatro paredes? 

—¿Qué voy a celebrar, si nunca hemos sido independientes? 

—¿Tienes miedo a tus compatriotas? 

Y porque me gusta considerarme valiente y para no verme obligado a justificar mi soledad, decidí ceder. 

Salimos del Parque de Europa, subimos por Fanjul y, cuando pasábamos frente a Eugenia de Montijo, recordé que en ese lugar había compartido un piso en mis primeros años de exilio con un músico argentino y un par de anarquistas españoles. La calle, el edificio, los bares no agitaron en mí ninguna emoción, como si nunca hubiese vivido allí; como si mis ojos, acostumbrados a un Sur lluvioso y vegetal, no hubieran logrado 

asimilar el nuevo paisaje. Intenté evocar a los que convivieron conmigo; fue inútil: ningún rostro, ningún gesto, ningún suceso acudió a llenar el vacío de esa etapa de mi vida (¿había estado ciego, sordo y mudo?). 

Avanzamos por la calle General Ricardos adornada de semáforos, sembrada de edificios grises salpicados de negocios y bares. Aburridos de caminar cogimos el autobús 34 y nos descolgamos en el Puente de Toledo. Un viejo artista con aire de adolescente, acompañado por un guitarrista aficionado, despachaba sin gracia una gastada canción protesta. A un costado del estrado (detrás de un mostrador poblado de artesanía, panfletos y libros de solidaridad) unos gordos, uniformados con casacas de segunda mano y vaqueros pringosos, exhibían con descaro sus estropeadas dentaduras y sus sonrisas pegajosas. Rodeando el equipo de sonido y los gigantescos amplificadores pululaban unos tipos flacos, barbudos, mal vestidos, cuyos rostros y miradas traicionaban ideas avanzadas, derrotas sentimentales y enfermedades mal curadas. El público, más bien escaso, estaba formado por mujeres ajadas, hombres maduros con casacas, niños tristones y algunos paseantes sorprendidos, que observaban con aire desconfiado desde una distancia prudente. 

El cantante puso término a sus lamentos levantando con desgano un puño. Un ¡bravo! poco convincente y cuatro aplausos raquíticos lo premiaron. Descendió de la tarima con un saltito prudente para no sufrir la torcedura de un tobillo y se me acercó sonriente. Me vi obligado a saludarlo; era un viejo conocido y, como yo, pasaba de los cincuenta y también llevaba en su rostro señas de desamparo y fracaso personal. 

—¡Hola, intelectual de izquierda! No se te ve por ninguna parte. ¿Dónde te metes? —me interrogó con descaro. 

—Es que no salgo mucho, no me veo con nadie, me dedico a lo mío —me excusé malamente. 

—Tú tienes mi dirección. Ven a verme, nos tomamos unos tragos y conversamos. Puedes traer a tu compañera —agregó, apreciando con una mirada lasciva su cuerpo atractivo. (¿Creía que si andaba con un tipo como yo sería fácil de conquistar?) 

—Sí… Iré a verte algún día… —mentí. Medité: “Si tuviese veinte años menos y no hubiese sufrido tantas derrotas, me tomaría unas cervezas con este güevón desagradable; arreglaríamos el mundo, diríamos cuatro estupideces”. 

Caímos en un silencio incómodo, roto de inmediato por el “¡Venceremos! ¡Venceremos!”, seguido de “¡El pueblo unido jamás será vencido!”, coreados rabiosamente por los gordos de casacas y los tipos flacos. 

—Bueno, compañero, me voy con los Gordos a la Casa de León, voy a cantar en una fonda criolla. Van a asistir los dirigentes y con suerte me invitan a cantar a donde va a estar la gente importante. ¿Por qué no se vienen conmigo? —preguntó con su mejor sonrisa, dirigiéndose directamente a mi acompañante. 

—Me gustaría… pero tengo que ver a unos amigos, tal vez nos acerquemos más tarde… Chao, compadre —respondí y me alejé rápido para evitar que me estrujara la mano (o peor todavía, me diera un abrazo solidario) y a ella le besuqueara las mejillas. 

—¿Me entiendes ahora por qué no me gustan los aniversarios patrióticos ni las fiestas oficiales? —pregunté a Isabel. 

No respondió. 

Pensé: “¿Dónde está la patria de los yahaganes, los onas, los alacalufes?... 

¿Cuándo se celebrará la independencia de los mapuches, quechuas, aymaras?” No pude soportar mi propio silencio que me ahogaba y me dejé llevar por la verborrea:  

—Todos los 18 de septiembre se celebra la dichosa independencia, que en 1810 proclamaron los descendientes de los españoles. Querían quedarse con el botín, aprovechándose de que Fernando VII estaba prisionero y gobernaba el hermano de Napoleón. El Presidente de la 1ª Junta de Gobierno fue el conde de la Conquista, don Mateo de Toro y Zambrano; el vicepresidente, el obispo electo de Santiago, don José Antonio Martínez y el primer vocal… 

Callé unos segundos, pero tenía que seguir escuchándome, así que continué machacándola sin piedad. 

—Menos la Parada Militar y el brindis a las Fuerzas Armadas, la celebración en el exilio tiene los mismos ingredientes: empanadas, vino, discursos, cueca, homenajes a los próceres, peleas entre borrachos agresivos, y, como postre: la invitación solapada a la verdadera fiesta para los importantes; una ensalada indigesta en que entran los que llevan apellidos de familias bien, los políticos y dirigentes de todos los pelajes, y los famosos que aparecen en la tele. Y yo no me encuentro en ninguna de esas categorías; más bien entro en otra, en la cual nos meten a la mayoría, a los que estamos de más: los rotos. 

Logré por fin cerrar el pico y continuamos caminando en silencio. Resignada a soportar mis jeremiadas, ya no se atrevió a insistir en que me codeara con mis compatriotas. Pensé: “¿Me considera un enfermo incurable, me tiene lástima, me necesita porque ella también esta sola, me quiere a pesar de mis desvaríos?” 

Entramos a un bar, coloqué mi casaca en el respaldo de una silla y sobre una mesa sucia deposité una ración de pulpos y un par de cañas. Mientras masticaba penosamente con la prótesis que me habían regalado en la Escuela Dental, contemplé de reojo a unas mulatas que se retorcían en el televisor. A la cuarta cerveza una remota historia se agitó con nitidez en mi mente, como si los años transcurridos sólo hubieran servido para darle más fuerza: 

Estaba amaneciendo cuando llegamos al descampado, nos esperaban las familias sin casa que se habían tomado los terrenos. Me estremeció la expresión de desamparo en los rostros de los niños que tiritaban bajo la lluvia, el viento frío me penetraba; sabía que cuando llegaran los pacos nos podían balear y se armaría la grande, pero la rabia me había hecho perder el miedo y no tenía nada que perder… 

Me interrumpí y en voz baja, implorante, le pregunté: 

—¿Te aburro? 

—¡No!... Me interesa —me aseguró Isabel. 

Bebí un trago. En la tele ya no estaban las mulatas, un policía y una periodista simpática hablaban de un accidente en la carretera. 

—Pero si te he contado esta maldita historia mil veces —insistí. 

Observó mi cara enrojecida, mis ojos húmedos, mi cuerpo tenso; me sonrió. 

—De verdad, no la conozco —me mintió. 

Y me largué a hablar como condenado. 

 

Sergio Lidid: Profesor de castellano, actor, dramaturgo. En 1967 emigró a París, regresó a Chile en 1970. Para el Golpe fue detenido, exonerado y expulsado. Reside en España. Ha publicado cuentos, artículos y poesía en revistas de Inglaterra y España. Su primera novela "La desaparición de Cristal"; en editorial CEIBO, 28. Santiago de Chile, 2014.