Ezine internacional de cuentos en lengua original.

Ezine internacional de contos em língua original.

Ezine international de récits en langue originale.

Monday, 1 February 2016

BABELICUS EN ESPAÑOL Número 1

Balancín - Acuarela del artista peruano Pancho Fierro (1803-1879)

BABELICUS EN ESPAÑOL
Número 1 - 2016

Estimados amigos:
Les presentamos el primer número de BABELICUS EN ESPAÑOL, que toma el lugar de Pegasus International.
Como han llegado muchos relatos en español, de todas partes de América Latina y de España, llenos de asombros y maravillas, se publicarán bianualmente los mejores cuentos y los que cumplan los requisitos de respeto hacia otras culturas, religiones e ideas políticas. Los autores no pierden sus derechos de autor.
Para que este proyecto siga creciendo, ruego a los escritores de lengua española interesados que envíen sus colaboraciones a la responsable de la edición en español de la nueva revista virtual bianual: Adriana Alarco  alarcoadriana@gmail.com


TANYA TYNJÄLÄ, Perú*

Renacer

Tomó el brote con cuidado, lo sabía importante sin poder decir porqué. El Ingeniero le explicó que la última lluvia ácida arruinó parte de su memoria. Es así que solo buscaba vida, sin comprender la relevancia.
Vida, no existencia. Existencia había mucha a su alrededor. Los otros como él, con diversas funciones. Alguien debió crearlos, pero ¿quién y para qué? Seguro que no el Ingeniero. Él era solo una máquina más como ellos, la más antigua, programada para repararlos.
Siguió buscando. Otro brote, era un buen día. Lo guardó con tanto cuidado como al primero. Alguno había encontrado tierra sana. Otro había dado con agua sin contaminantes. Esas eran sus funciones: buscar, encontrar y proceder. Entre los tres procederían.
Se disponía a abandonar el lugar y un objeto llamó su atención. Un antiguo grabador de mensajes. Sistemáticamente apretó el botón. El aparato funcionaba aún. La imagen de un ser desconocido apareció.
—A quien pueda escucharme: soy quizá uno de los últimos seres humanos sobre la tierra…
El mensaje se detuvo. Buscó la información en su memoria. No encontró respuesta.
—¿Qué será un ser humano? —Elaboró su cerebro positrónico.

Del porqué dejamos de volar hacia las estrellas

(En algún lugar de la galaxia de Circinus)
Cuenta la leyenda que antes de que el polvo dorado de las horas cubriera los altos Domos de Cristal, nuestros ancestros descifraron el secreto de viajar hacia  galaxias lejanas. Construyeron varios vehículos voladores tan brillantes como nuestros cuatro soles y se dispusieron a buscar otros mundos habitados. Deseaban compartir, aprender, encontrarse con esos seres, quizá distintos en apariencia, pero  igualmente creados con amor por la Madre Universal.
Mucho tardó la búsqueda, la tristeza ante el vano intento los embargaba, hasta que en una lejana galaxia encontraron un único sol cuyo tercer planeta rebozaba de vida.
De inmediato emprendieron el viaje que los llevaría la histórico encuentro... y fueron atacados, las máquinas voladoras destruidas, nuestros hermanos masacrados y desmembrados para luego estudiar sus partes. Se nos acusó de monstruos, de elucubrar crueles conspiraciones para dominar su planeta…
Nuestros líderes pensaron en un malentendido y prosiguieron con los viajes con la esperanza de convencer a esos seres de lo bueno de nuestras intenciones. ¡La Madre Universal, no podía haber creado tan bárbaras criaturas! ¡En algún lado debían tener alma! Pero las masacres siguieron, jamás trataron de entendernos, de entablar comunicación con nosotros.
Es por eso que decidimos dejar de volar hacia las estrellas, por temor a encontrarnos con otros mundos poblados por seres tan llenos de odio. Destruimos todas las máquinas, eliminamos todo vestigio de tan triste tecnología  y solo nos queda mirar de cuándo en cuándo hacia el firmamento, para comprobar que ellos siguen sin descifrar el secreto de viajar a otras galaxias….
…y quiera la Madre Universal que nunca lo hagan.

*Tanya Tynjälä. Escritora peruana de ciencia ficción y fantasía. Se dedica a la docencia. Ha publicado con NORMA La ciudad de los nictálopes, Cuentos de la princesa Malva y Lectora de sueños, además con Micrópolis Sum, colección de micro relatos y poemas. Es editora para el idioma español del equipo  de blogs de Amazing Stories. Ha sido galardonada con premios literarios como el “Francisco Garzón Céspedes” en 2007. Pueden apoyar su trabajo en Patreon: http://patreon.com/tanyatynjala
Página web: www.tanyatynjala.com


FRANCESC BARRIO, España*

Disfraces. Un cuento de Navidad

Santa Claus lleva desde las 10 de la mañana en la puerta del supermercado repartiendo caramelos a todos los niños que pasan por la calle. Doce horas de “hou, hou, hou”. Doce horas de tintineos de campana. Doce horas de burlas adolescentes, de ilusiones infantiles y de desidia personal. Doce horas, con una hora para comer y ocasionales descansos para ir a mear y fumar algún pitillo. Por fin ya termina la jornada.
Santa Claus entra en la tienda. Saluda a las chicas que ya están cerrando caja y se dirige al almacén, al cuartucho donde guarda sus cosas. Por el camino se cruza con el encargado. Conversación banal. Cruce de palabras imprescindible. Pero prescindible. Por supuesto, no le dice lo que piensa. Ni de él, ni de la tienda, ni de la mierda de trabajo que le toca. Sonrisa hipócrita por sonrisa hipócrita.
Santa Claus se dispone a quitarse el disfraz y volver a ser hombre. Desgraciado. Como en un ritual, se va despojando de las piezas del uniforme, depositándolas ordenadamente en su taquilla. Lo último, la gran barriga falsa. “Hou, hou, hou”. Tan solo resta un hombre en calzoncillos y camiseta imperio. 
Triste.
El Hombre Triste se viste con un viejo traje y un abrigo ajado. Uno de los calcetines tiene un gran agujero por el que asoma un pulgar. Un cliché. De un bolsillo saca un móvil que no está de moda ni es elegante y comprueba que no tiene ningún mensaje. Tampoco tiene ninguna llamada perdida. Nadie lo ha echado de menos. Ya lo sabía, aunque nunca pierde la esperanza. Pero siente la desesperación.
El Hombre Triste sale del cuartucho, cruza el almacén, saluda a las chicas que revolotean recogiendo y al encargado. Que te den... Y sale a la calle. Una noche fría y oscura. Camina unos metros hasta la parada del autobús. Abarrotado, como siempre. Viaja hasta el extrarradio. A su hogar, donde todo sigue igual.
El Hombre Triste llega a su portal. Abre la puerta de la calle. Saluda a la vecina que lo espía desde un bajo. Sonrisa hipócrita. Váyase a la mierda señora. Sube la escalera hasta su quinto piso. No, no hay ascensor. Es un viejo edificio de tercera en un barrio de cuarta. Llega a su apartamento y el gato tiene hambre. Él también, pero primero deja el abrigo tirado sobre una silla y se encierra en la habitación. Se desviste. Como siguiendo un ritual. Deja cada pieza de ropa sobre la cama, ordenadamente. Y se planta ante el espejo, como cada noche, desnudo. Levanta los brazos hasta su cogote buscando la cremallera y la baja con dificultad. Se atasca un poco, como siempre. Del disfraz de Hombre Triste sale un corpachón barrigudo. Luego es el turno de quitarse la máscara liberando el rostro de un anciano con una frondosa barba blanca.
Santa Claus observa su cuerpo desnudo reflejado en el espejo. Hou, hou, hou. Vaya mierda de vida.

*Francesc Barrio: Nació el 1968 en Santa Coloma de Gramanet, ciudad cercana a Barcelona (España). Ha sido editor de juegos de rol, redactor de revistas de juegos, editor de contenidos freelance para un estudio de diseño y, tardíamente, ha descubierto su vocación de escritor. Ha recibido algunas menciones, ha quedado finalista en unos cuantos concursos y ha publicado sus relatos en unas cuantas revistas y antologías. Es colaborador del Portal Ciencia y Ficción y de la revista Catarsi. Arthur al otro lado su primera novela verá la luz próximamente de la mano de Ed. Valinor. Podéis visitar su blog https://noencuentroellitio.wordpress.com/


JUAN MIHOVILOVICH, Chile*

Tortura

Sueña que lo alzan cual guiñapo humano chorreando sangre de narices.  Siente la boca llena de coágulos espesos y dientes aflojados.  Sueña que lo cuelgan de los pies y le golpean el cuello y la cabeza.  Debajo las hormigas huyen de las gotas de sangre que remueven el polvo.  Sueña que le abren los párpados resecos de lágrimas y queman su visión invertida.
Al despertar transpira helado y manotea en la oscuridad.
Se palpa el cuerpo como si algo le faltara.
-¿Qué te pasa?- Pregunta la esposa sacudiéndole los hombros.
-No es nada.  Soñé que me estaban golpeando.- Contesta tembloroso, mientras su mujer se mira con horror las manos ensangrentadas.

Visitante

Lo angustia un temor envolvente al quedar solo en el cuarto.  Se engaña inútilmente buscando en las repisas un libro para distraerse. Sabe que será inevitable apagar la luz cuando el sueño lo venza.  Se despereza con gesto teatral y excusa su falta de cansancio en el espejo.  Da unas vueltas pausadas, de fingidas apariencias, alrededor de la pieza.  Al fin, se recuesta y presiona el interruptor.  Queda de cara a las sombras sintiendo esa presencia invisible flotando en la oscuridad.  -Es absurdo- piensa.  -En esta habitación no hay nadie.-  Y se cubre la cara con las sábanas.  Pero una especie de jadeo cansado orillando la cama y un rumor sosegado en las paredes, lo aterra.  Se incorpora sonriendo como si su temor fuera ridículo.  Pretextando una lectura presiona de nuevo el interruptor.  La luz abarca de golpe la habitación.  Piensa que ese acecho endemoniado ha huido para siempre y procura dormir rodeado de esa claridad artificial. 
Afuera el perro aulló toda la noche como si algo extraño le impidiera dormir en paz.

Alienigena

Por un momento imagine no reconocerme.  Que llegando de Venus surjo ante usted como un maniquí reflejado en la vidriera.  Imagine que a pesar de ello percibió en mí un resto de vaga humanidad.  Suponga un instante que su percepción y el reflejo son un antecedente mutuo y fraterno.  Y por último -aunque se esfuerce en ignorarme- imagine por un segundo que el maniquí es usted y que yo, -viniendo de Venus cual ser humano común y corriente- yo sí lo reconozco.

Mediagua

Teníamos mucho frío, así que decidimos sacar la puerta y quemarla en la cocina.  Luego seguimos con los marcos de las ventanas, y al bajar la temperatura a cero grados desmantelamos los paneles.  Cuando llegaron los bomberos estábamos abrazados sobre las cenizas.  Apenas sentimos unas manos heladas tocando nuestros cuerpos todavía tibios.

*Juan Mihovilovich (1951, P. Arenas, Chile).  Actual Juez de Puerto Cisnes, Región de Aysén, Chile. Publicaciones: En Novela: La última Condena; Sus desnudos pies sobre la nieve,  finalista Premio Casino de Mieres 1990, España; El contagio de la locura, semifinalista Premio Herralde, España,  2005; Desencierro; Grados de Referencia; El asombro; Yo mi hermano; En cuento: El ventanal de la Desolación; El Clasificador; Restos Mortales; Los números no cuentan. Varias de sus obras han sido antologadas en diferentes publicaciones chilenas y extranjeras, e igualmente traducido al idioma croata. Ha obtenido diversos premios nacionales e internacionales.


ROGELIO DALMARONI, Argentina*

Los Sueños de Shi Huang

- Soñé que te encontrabas con el aristócrata Siang Yu - le dijo el emperador Shi Huang a la emperatriz.
Como Shi Huang creía que sus sueños eran premonitorios, por ser señales del cielo, le ordenó a su ministro Li Se que la mataran, por traición, en la madrugada.
Señor - le dijo Li Se - usted soñó hace un tiempo que los campesinos se insurreccionaban al enterarse que la emperatriz sería ajusticiada.
El emperador, aunque no logró recordar ese sueño, decidió suspender la ejecución. Prefirió la traición de la emperatriz a tener una rebelión en el imperio.
Li Se y la emperatriz ocultaron su romance hasta la muerte repentina de Shi Huang, pocos días después.
El Lector
Luego de unos meses y con algunos cuentos, ilegibles de tan corregidos, la idea de que no tenía sentido continuar escribiendo se volvía más recurrente y agobiante.
Fui perdiendo paulatinamente el entusiasmo.
En otoño comencé a sentir una levedad creciente.
Me fui transformando en un papel, con mis cuentos de mierda.
Me arrugué más y más…me hice un bollo…y caí en el cesto.
En el basural, un cartonero abrió el papel, leyó los cuentos y se emocionó.

*Rogelio Dalmaroni: Nació en 1953, vive en Posadas, Misiones, Argentina. En el 2014 publico Final Abierto (microficciones y poemas breves).

ADRIANA ALARCO & NICO GALLO & DONATO ALTOMARE*

Tromba de Agua

Sorpresivamente surgió de la nada una tromba de agua acompañada del fragor de millares de sonidos que atravesaban el espacio en direcciones diferentes, rompiendo el aire de aquel cielo sereno.  Entonces, se desmenuzaron las rocas y el viento batió esas partículas de arena junto con el agua, levantando una columna  hacia arriba, enorme, abierta como un paraguas y formando una bóveda plana de agua en el cielo, sobre el otro mar.  Atónito  se detuvo,  inerme como una estatua, y observó impotente la tromba cada vez más alta y amenazadora.
El agua, desafiando la gravedad y todas las leyes de la naturaleza que conocía, era ahora un estrato inmóvil que cubría el cielo e impedía a la luz del sol de desafiar a aquella inmensa oscuridad innatural.  Inició a caminar al interno de un resplandor verdoso que provenía del agua misma.  La superficie del agua parecía haberse endurecido, al punto de permitirle andar a lo largo de lo que semejaba un sendero viscoso.
El Padreterno se detuvo.  Era inútil seguir caminando.  Refunfuñó y agitó las manos descapullando las nubes en el cielo.  Finalmente murmuró dirigiéndose a los ángeles:
- Les dije de separar la tierra del agua y no el agua del agua.  ¿Por qué debo siempre hacer todo yo solo?  Aún falta crear un montón de planetas. 
Vibró su blanca barba moviendo la cabeza, murmurando una palabra no muy propia de Dios, y luego canceló todo y volvió a principiar.

*Adriana Alarco: www.adrianaz.it
*Domenico Gallo, ha studiato storia della fisica presso l'Università di Genova, è stato tra gli appassionati più attivi del mondo della fantascienza italiana. Nel 1979 dà vita a Crash, una pubblicazione underground dedicata alla critica della fantascienza (due numeri), poi, assieme a Bruno Valle, è stato curatore di Intercom, la più duratura fanzine italiana della storia della fantascienza (149 numeri). Negli anni Settanta è stato attivista di Un'Ambigua Utopia, il collettivo marxiano di studi sull'immaginario. Con Antonio Caronia ha pubblicato Houdini e Faust (Baldini e Castoldi), un saggio sul cyberpunk, e La macchina della paranoia (Agenzia X), un’enciclopedia dickiana. Con Italo Poma ha curato l’antologia Racconti della Resistenza (Sellerio). I suoi scritti sulla fantascienza e sulla letteratura sono stati pubblicati su molte riviste, tra le quali Carmilla, Robot, Cronache di un sole lontano, Alphaville, Psiche, Liberazione, Pulp Libri, Virtual, La città e le stelle, Counter Egemony. Ha collaborato alla Guida alla letteratura di fantascienza (Odoya), curata da Carlo Bordoni. Dirige la collana Fantascienza e Società delle Mimesis Edizioni.
*Donato Altomare: Sono nato a Molfetta (BA) Italia, nel 1951. Sono sposato e ho tre figli. Ingegnere, esercito la libera professione. Due volte Premio Urania, Premio Vegetti, otto volte Premio Italia e altro.  Centinaia di pubblicazioni in Italia e all'estero, dall'Ucraina al Messico.  Sono Presidente della World SF Italia (www.worldsf.it).


ISABEL HERNÁNDEZ, Argentina*

Gana la Banca

¡Negro el ocho!, gritó el crupier y sentí un temblor en todo el cuerpo.
Se me aflojaron las rodillas, percibí un dolor en las articulaciones y tuve que apoyarme en un escaño y hacer un esfuerzo para mantenerme erguida. 
Tragué saliva, apreté los labios y vi las manos del crupier, vi cómo sus dedos se extendían y empujaban sobre el tapete una pirámide de fichas de todos los colores, en dirección a mí, inequívocamente en dirección a mí.
Levanté la vista, apoyé la copa de champagne en el borde de la mesa, esforcé mi voluntad para mostrarme impasible, mirar con firmeza, con cierta dignidad, y entonces lo vi. Él estaba allí, al otro lado de la tabla de juego, justo al frente. Sus ojos descubrían los míos.
Pensé en una vieja foto, de esas en las que, enderezando la columna, afirmas bien los pies y pones cara imperturbable. Y me dije: así debo mostrarme. Era imposible, claro, la marea de la sexta copa de la noche me empujaba al desconcierto, al ridículo.
Todos me miraban, con risas y galanterías trataban de sepultar la envidia. Yo seguía sin saber dónde poner las manos, dónde meter el centenar de fichas,  porque lo importante era que él me miraba y esa mirada era lo único que existía y yo me esfumaba lentamente, me diluía como la cera con el calor de un fósforo.
Atiné a sonreírle.
La atención de alrededor volvió a los números horizontales, algunas manos comenzaron a moverse con frenesí y yo empecé a guardar atolondradamente las fichas en mi cartera, en mis bolsillos, nada de prolija y sin ningún éxito. Es que no pensaba en lo que hacía: observaba de reojo cómo él se desplazaba lentamente, circunvalando la mesa en dirección a mí, insinuante, con la prestancia del seductor exitoso, mirándome, siempre mirándome.     
Estaba espléndido, como en sus mejores tiempos. 
-No te haré un solo reproche –le dije, sin más-. Ya sé que los alacranes envenenan.
Me sonrió. Con la mano izquierda me acarició el cuello y con la derecha eligió las fichas. Fueron muchas y calculó el valor. Las puso a chance, con gestos lentos, displicentes.
Rodó la bola y fue a perdedor.

*Isabel Hernández nació en Rosario (Argentina). Es antropóloga y ha dirigido numerosos proyectos de investigación en Latinoamérica. Se desempeñó en varios organismos de las Naciones Unidas. Ha publicado libros de ciencias políticas y sociales, así como artículos científicos traducidos a distintos idiomas. Como narradora de ficción publicó en Buenos Aires su primer volumen de relatos Al mundo nada le importa (2009), Grupo Editor Latinoamericano y posteriormente en Santiago de Chile las novelas Antes de la Fuga (2011), Editorial Cuarto Propio y El Esplendor de la derrota (2012), Ceibo Ediciones.   Ha recibido reconocimientos literarios internacionales en España, Argentina, Chile y USA.   Desde hace más de 20 años reside Santiago de Chile.


CARLOS SUCHOWOLSKI, Argentina *

El reloj

El viejo relojero permaneció atónito ante el mecanismo que descubrió bajo la tapa de aquel reloj pulsera, e instintivamente se quitó el monóculo ampliador como si este hubiera sido el causante diabólico de haberle hecho ver algo increíble y engañoso, y volviéndose dirigió la vista hacia la mujer que se lo había entregado para que lo reparara.
Estaba ahí, en la tienda, observando distraídamente una vitrina lateral en la que se exponían relojes que no parecían nuevos sino los componentes de una colección iniciada hacía mucho. Era evidente que sólo se entretenía mientras esperaba, sin mayor interés ni curiosidad por ellos. Del mismo modo, era comprensible que nunca se le hubiese ocurrido saber la maravilla que había llevado en la muñeca desde hacía veinte años, como le había comentado al entregárselo mientras él, en ese momento, lo recibía con aburrimiento. Le había dicho: “Llevaba funcionando desde que lo tengo, hace unos cuantos años...”. Pero, ahora, tenía una curiosidad enorme por saber cómo había ido a parar a su muñeca y por qué. “Seguramente una herencia que se debe venir sucediendo desde vaya a saber cuánto tiempo... y cuya historia desconoce... Una historia que tal vez conociera el muerto del que lo recibió, y que no debió poder alcanzarle a contar. ¡Increíble!, ¡increíble!”, murmuró mientras se volvía a colocar el monóculo de aumento y volvía a contemplar aquella maravilla que descansaba inocentemente sobre la mesa, sin palpitar. “Sí, de saber algo no se le habría ocurrido que pudiera yo ser capaz de reparar esta... –¡ay, le costaba aplicarle un adjetivo, pero sentía que lo invadía algo más grande que el respeto..., sí, sí, era el temor!–, esta máquina sobrenatural...”
Lo que veía era, sí, un mecanismo... diabólico, donde en el espacio de cualquier otro reloj pulsera había más piezas entrelazadas como jamás había visto en la vida... Más piezas y más diminutas de lo que nunca habría sido capaz de imaginar. Eran tantas que parecía superfluas... aunque tan bien engarzadas las unas con las otras que quizás se tratara de un auténtico enigma, un sofisticado arcano construido para que no se pudiera descifrar. Y, por supuesto, para que no se pudiera reparar. Un número de piezas en cualquier caso excesivo. Sí, posiblemente mal intencionado. Ningún reloj necesitaba tantos elementos para funcionar, ni ello podía ayudar a que la precisión fuese excelente. Los engranajes y las ruedecillas se multiplicaban lejos de cualquier sentido, aunque ayudándose en lugar de perturbarse...  No sabría realmente por dónde empezar... además de que no debían existir herramientas lo suficientemente finas para poder intervenir... Al menos él no las tenía. Y no sabía que pudiera tenerlas nadie, o fabricarlas... Salvo quien hubiese construido aquella maravilla de la miniaturización, la perfección y el misterio.
Volvió a poner la tapa y sin pensar en despojarse de la lupa en el ojo abandonó la trastienda y extendió el reloj hacia la mujer, que se acercó sin demora con una amplia sonrisa de satisfacción en la cara.
–¿Ya está...? ¡Qué bien...; cuánto se lo agradezco!
El relojero se sintió desolado, hundido no tanto a la vista de la esperanza de la mujer como de su ignorancia.
–Lo... lo siento..., no he podido hacer nada...
Pero la mujer ya se lo estaba colocando, malinterpretando las palabras de disculpa del viejo.
–¡Oh, no, no sea modesto, le ha insuflado otra vida... Es excelente, excelente..., mire: ¿no es encantador ver cómo se mueve el segundero, con esos saltitos trémulos que lo hacen vibrar a cada paso..., ¿la ve, la ve...?, ¡siempre con la misma insistencia! ¿Y esa forma de flechita llena de arabescos...? ¡Ay, qué alegría me da poderlo ver andar de nuevo! ¡Y es usted tan simpático...! En fin, ha conseguido enternecerme de verdad..., hacer que lo sienta mucho, de verdad...
El relojero, con una brusquedad en la que no se reconoció, no pudo evitar tomar a la mujer por la muñeca y acercársela para mirar la esfera. En efecto, la delicada agujilla se movía... La siguió así, apretando un poco la muñeca de la mujer, que se lo permitió sin enfadarse por el daño que pudiera estar haciéndole.
–Lo siento... –repitió ella–. Pero tenía que mentirle o me hubiese tomado por loca... En realidad, cada veinte años tengo que acudir a un relojero, y todos hacen perfectamente su trabajo...
El viejo aspiró hondo y contuvo la respiración durante el resto del minuto que corría sin hacerle caso alguno. Dentro, su cuerpo, su cabeza, sus sueños, registraron con absoluta precisión los segundos que se sucedieron; la sincronía era total. Y cuando la aguja del minutero pegó el salto hasta la marca siguiente soltó el aire. ¡El extraño relojito funcionaba después de haberlo simplemente observado por dentro; pero nunca nadie lo sabría, lo comprendió de repente, porque ya no podía volver a llenar el vacío que sentía dentro cada vez más notablemente. Apenas podía seguir sosteniendo la muñeca de la mujer y, con las fuerzas que le quedaban, alcanzó a volver a la trastienda, sentarse ante la mesa de trabajo, apoyar la cabeza sobre los brazos cruzados y morir.
–Lo siento, sí... –repitió ella mientras abandonaba la tienda–. Cada cuarenta años necesita un relojero que se sacrifique para volver a funcionar.

*Carlos Suchowolski - Argentino afincado en Madrid. Primeras publicaciones y premios en 1966-1968. Finalista en el concurso de Ultramar 1988 publicado en  La fragua y otros inventos. Relatos en revistas impresas y electrónicas y publicados por la Sociedad Española de Ciencia Ficción en 2004 y 2007. Primera novela Una nueva conciencia (Mandrágora, 2007; Amazon, 2013). Finalista Concurso Congreso de Ciencia Ficción y Fantasía de Sofía 2009. Antología Once tiempos del futuro (Amazon, 2013), que se publicará en Alemania en 2016.  Varias traducciones al italiano, francés, búlgaro, flamenco, alemán.


DANIEL FRINI, Argentina*

Siempre llego tarde a todos lados

Tengo un problema: mi máquina del tiempo atrasa.
He gastado horas en darle cuerda de la manera correcta (no es conveniente forzar el mecanismo, tal como lo demuestra el trágico incidente del Chichilo Sartori), pero no hay caso.
Intenté encontrar alguna ecuación que me permita compensar los desajustes (mi hipótesis era que cuando más lejos hacia adelante o hacia atrás, más atraso del mecanismo), pero no hubo caso. La he llevado al taller del Laucha Micheli —no hay mejor relojero que él—. Consulté con el Manteca Acevedo, que de motores cuánticos sabe una enormidad. Corregí el flujo de tempiones con una barrera de interacción electromagnética de largo alcance, confiné las fuerzas de repulsión electroestática para limitar la velocidad térmica, interferí en la relación an/cat de manera de aumentar la energía de paso; pero tampoco me sirvió de nada.
Y el problema no es menor.
Me hice viajero porque fue la mejor manera de aunar mis dos pasiones: por un lado, soy una especie de científico casero al que le fascina construir dispositivos extraños; y por otro, me encantan los episodios anecdóticos de la historia; así que, cuando encontré los planos, no lo dudé; construí la Máquina y me lancé al espaciotiempo, pero no hay caso.
Tres o cuatro veces quise ver cómo perdía su cabeza Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen, el veinticinco de Vendémiaire del año dos de la República Francesa, a las once de la mañana, en la Plaza de la Revolución, en París; y siempre arribé cuando los últimos curiosos están alejándose y el verdugo Sansón limpia la hoja de la guillotina. Incluso una vez llegué en la noche del veinticinco al veintiséis, y sólo encontré a un borracho orinando una de las patas del cadalso.
Quise ver a Martin Luther King y su I have a dream el veintiocho de agosto de mil novecientos sesenta y tres, frente al monumento a Lincoln, en Washington; pero solo encontré las escaleras llenas de papeles y sucias por las miles de personas que las habían pisado; y a un grupo de relegados comentando, mientras se alejaban, lo impactante que les había resultado el discurso.
Intenté estar entre las catorce horas veinticinco minutos y las quince del 30 de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, en los techos del Reichstag de Berlín y resolver, de una vez por todas si fue Melitón Varlámovich Kantaria, o Mijaíl Petróvich Minin o Abdulchakim Ismailov el soldado que hizo ondear la bandera roja en el portal del Parlamento alemán; y ver a Yevgueni Jaldei  inmortalizar el momento en una foto (ícono, si los hay, que marca el final de la Segunda Guerra); pero no llegué, siquiera, a verlo guardando sus equipos. Ya eran las cinco de la tarde, el tejado estaba vacío, y no había bandera.
Para cuando pisé la Curia del Teatro de Pompeyo en Roma, en los idus de marzo del año setecientos nueve at urbe condita; Bruto y los conjurados ya habían asesinado a Julio César.
No llegué a ver a Perón en el balcón de la Rosada, el diecisiete de octubre del cuarenta y cinco. En Nagasaki ya había explotado la bomba. No quedaba ningún occidental en Saigón. Los militares no me dejaron entrar al Groun Zero de Roswell. Los plomos de los Beatles estaban desarmando los equipos de la terraza del edificio de Apple. Mary Jane Kelly ya estaba muerta en su cama y no vi ni rastros de Jack the Ripper. Los cadáveres de Mussolini y la Petacci ya estaban colgados cabeza abajo en la estación de servicios de la Piazza di Loreto. El auto de Lady Di ya estaba deshecho en el túnel a orillas del Sena, y rodeado de ambulancias y autos de la policía. Apenas quedaban astillas de las maderas del puente sobre el Kwai. De Juana de Arco sólo quedaban cenizas y dos o tres brasas que avivaba un leve viento del norte. Dempsey estaba subiendo al ring después del terrible uppercut de derecha de Firpo. Los árboles de Tunguska estaban caídos y en llamas. Y, por supuesto, la policía ya había acordonado la Plaza Dealey de Dallas y se habían llevado a JFK mortalmente herido hasta el Hospital Parkland.
No hay nada que hacer. Siempre llego tarde a todos lados por culpa de este cacharro que me costó más de diez años de trabajo, un monstruosidad en dinero, mi matrimonio, el odio de mis hijos y el repudio de mis padres y amigos.
Por supuesto, intenté varias veces volver a mil novecientos noventa y ocho para prevenirme de este inconveniente con la esperanza de, en aquellos primeros pasos, encontrar una solución adecuada y tal vez obvia en los planos sacados de la revista Mecánica Popular del mes de marzo; pero, haga lo que haga, siempre llego después de haber cerrado mi taller y mientras, de seguro, estoy dormitando en el colectivo en el largo viaje de regreso a casa a esa última hora de la tarde. Ni siquiera pude llegar a prevenirme para sostener fuerte el pasamanos, la vez que el colectivo doscientos noventa y ocho frenó de golpe en la esquina de Brandsen y Quirno Costa, por culpa de un taxista que cruzó el semáforo en rojo; y que me valió una caída y un dolor en la espalda que me duró tres semanas.


*Daniel Frini - Escritor y poeta argentino. (Berrotarán ―Córdoba, Argentina―, 1963). De profesión Ingeniero, fue redactor y columnista en varias revistas, colabora en varios blog y e-zines (Químicamente Impuro; Ráfagas, Parpadeos; Breves no tan Breves; La Oveja Negra; Axxón; Micrópolis; miNatura; Plesiosaurio: Insolito e fantástico; Pegasus). Publicó (Ed. Libros en Red, Buenos Aires); y tiene dos libros de cuentos inéditos: El Diluvio Universal  y otros efectos especiales y Manual de autoayuda para fantasmas. Sus obras fueron galardonadas con varios premios y traducidas a varios idiomas. Participó como jurado en varios concursos. Es integrante del Grupo Literario Heliconia y coordinador del Taller Literario Virtual Máquinas y Monos de la revista digital “Axxón”. blog personal http://danielfrini2.blogspot.com.ar/

No comments:

Post a Comment