BABELICUS N° 10
REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL – Junio 2020
ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO VALENTE, DANIEL ANTOKOLETZ HUERTA
ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO VALENTE, DANIEL ANTOKOLETZ HUERTA
Estimados
amigos:
Les presentamos
el décimo número de BABELICUS EN ESPAÑOL http://babelicus.blogspot.it Babelicus (grupo abierto de Facebook),
con cuentos de autores hispanos. A pesar de la corona maligna que ronda por
todos los países arruinando familias, hemos dispuesto los cuentos llegados para
el último Babelicus, con el fin de entretenerlos en estas horas de cuarentena.
Ruego a los escritores de lengua española interesados en publicar en Babelicus,
que envíen sus colaboraciones adjuntas en Word a los responsables de la edición
en español de la revista virtual:
Adriana Alarco de Zadra: alarcoadriana@gmail.com
Adriana Alarco de Zadra: alarcoadriana@gmail.com
Los autores no
pierden sus derechos de autor.
Portada: flores,
acuarela sobre cartulina de Adriana Alarco de Zadra
ARGENTINA
JOSÉ A. GARCÍA
NATA
Haber crecido en los ochenta
tuvo sus ventajas. Es cierto que son pocas pero es de lo que uno puede seguir
vanagloriándose en cualquier conversación de ocasión. Tener cinco años en 1989
sin que nadie esté sacándote fotos todo el tiempo y que tus miserias cotidianas
no aparezcan publicadas en ninguna red social, es un alivio. Y la alegría de
saber que cada tarde podemos ver el Batman de Adam West corriendo por las
calles de la colorida ciudad Gótica, por el canal nueve, es otro de sus
alicientes que podría numerar junto con unos pocos, pero creo que ya se
comprende la idea.
De esa época recuerdo,
también, a la abuela, viviendo en la vieja casona sobre Avenida Libertador;
construcción que ya no existe, como muchos de los antiguos solares que ocupaban
esa calle, cuando el barrio no había crecido tanto y las calles de empedrado
tenían un sabor especial a juegos durante la hora de la siesta. Una casona que,
a mis ojos infantiles, parecía un palacio de infinitas habitaciones vacías,
como los misteriosos lugares de los cuentos llenos de fantasía, con una leve
cortina de polvillo en el aire y la certeza de que nadie había penetrado en
ellas en mucho tiempo, que mis pasos abrirían caminos que solamente la abuela y
yo conocíamos.
Sabía que, desde el tres de
enero hasta el último día de febrero, cualquier cosa que se me ocurriera pedir,
hacer, ver, decir, comer, romper y otros verbos similares, ella lo cumpliría,
logrando que «Si se lo pido a la abuela, ella lo hace» fuera la frase que más
repetía en el crudo marzo del regreso a la realidad de mi otra casa, la
verdadera, la de mis padres, de la que aún ignoraba que podía escapar. De la
que, sin embargo, nunca me iría por razones tan egoístas (al menos eso es lo
que creía).
—Andate a vivir con ella —era
la escueta e invariable respuesta que recibía de mis padres en esos momentos de
rebeldía; tanto de día como de noche, los domingos antes de prepararme para la
escuela o los viernes cuando las clases se terminaban dejando todo ese tiempo
libre de los fines de semana en los que poco tenía para hacer más allá de
esperar a que fuera lunes nuevamente y volver a ver a mis compañeros.
Nunca lo habría hecho, nunca
me hubiera ido a vivir digamos, definitivamente, con la abuela. Nuestra
relación era exclusivamente durante el verano, las vainillas y la leche
chocolatada de cada tarde, la televisión en blanco y negro para jugar a
adivinar los colores y correr por las calles del bajo a la par de los chicos
del barrio que en cada verano volvía a conocer.
Hacíamos las cosas típicas de
la temporada estival, visitamos cada heladería cercana a la casona, las que
tenían nombres propios, el de los heladeros, según mi abuela, y nombres de
fantasía, de lugares u otras cosas. Recorrimos todas las heladerías de San
Fernando, al menos así lo creía en ese entonces, porque estoy seguro que ni
siquiera conozco la mayoría de las que existen hoy en día. Y tenía mi favorita,
por supuesto; el único lugar donde preparaban helado de sabor a turrón navideño
durante todo el verano. Sé que parece una tontería, y que incluso puede muy
bien serlo si tenemos en cuenta las cadenas de heladerías y los miles de
sabores que proponen, pero me gustaba, era sabroso, de una manera que nunca he
vuelto a sentir desde ese entonces y no creo que ello se deba a que mis gustos
hayan cambiado tanto.
Sé que estoy idealizando una
situación de mi infancia, que la mayor parte de los adultos lo hacemos cuando
nos percatamos de lo incapaces que somos para regresar a ese pasado idílico;
pero podía tomar helado hasta sentir que se me congelaba el cerebro o hasta que
me doliera el estómago, lo que sucediera primero, que al día siguiente sería
igualmente feliz porque podía repetir cuanto había hecho sin que nadie me
dijera lo contrario. Sin que la edad, ni las responsabilidades, fueran un
impedimento.
Si me detengo a pensarlo,
hubiera podido vivir con la abuela, como decían mis padres cuando me
encaprichaba con lo que no podían darme. Sé que lo hubiera pasado bien, porque
cualquier cosa que ella hiciera era para que me sintiera cómodo y acompañado en
esa casa tan extraña, tan cargada de recuerdos, tan llena de pasado. Le gustaba
hablar y como en esa época la televisión se terminaba porque no transmitía toda
la noche, sentía que la dejaba hablar porque me gustaba escucharla, lo cual
puede ser que sea cierto en parte, pero también era porque allí no había nadie
más con quien hacerlo. Era su única visita, se pasaba la mayor parte del tiempo
hablando de gente que ya no estaba, que se había ido definitivamente, nunca de
gente que la hubiera ido a ver, a visitarla o siquiera a llevarle una caja de
alfajores de recuerdo de las vacaciones, nada. Ella siempre estaba sola cuando
llegaba en enero, y así se quedaba cuando me iba.
Cocinaba de una manera
espectacular, aun cuando casi todos sus enseres fueran viejos y magullados; las
ollas abolladas y un viejo jarro enlozado que ni caso tenía intentar lavarlo.
Eso sin hablar de la pava en la que calentaba el agua para los mates que tomaba
cada mañana, una bola negra de tizne que sólo ella se atrevía a utilizar. La
veo sentada en su silla de mimbre, con el respaldo vencido hacia un costado
pero con las patas lo suficientemente firmes para aguantar el peso de su
cuerpo, el mate amargo en una mano y la pava en la otra, nada más, mirando el
escaso tránsito del verano cruzar San Fernando de norte a sur, lento y
pesado como el calor de esos días, sobre el añejo empedrado.
La quería, a mi infantil
manera. Sí, hubiera podido ir a vivir con ella en su casona, pero el solo
pensar en pasar el invierno allí, sabiendo que usaría el colador agujereado
para colar la leche caliente, era más que suficiente para desistir de mi idea,
para abandonar cualquier capricho y quedarme en la casa de mis padres donde, al
menos, teníamos un colador nuevo y nunca vería restos de nata flotando en el
borde de la taza.
Claro que, la abuela, no tenía
por qué saber todo esto, como, estoy seguro, nunca lo hizo.
José A. García –
garciagguerrero@gmail.com
www.proyectoazucar.com.ar
COLOMBIA
LUIS BOLAÑOS CRUZ
UN ENCUENTRO ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE
Cuando se tropezaron en la encrucijada
de un camino, la Vida en seguida se arremangó la falda y abrió las piernas
proyectando la pelvis hacia adelante, un aroma casi dulce y quizás picante se
extendió desde su pubis, la Muerte cubierta con su sotana sombría y mugrienta,
encostrada de basura y sangre, cayó de rodillas, trato de aproximarse, de
extraer su lengua podrida para tocar el clítoris expuesto y falló entorpecida
por su capirote, entonces la Vida se marchó riéndose a carcajadas y la Muerte
se acuclilló a llorar... y tampoco pudo.
Luis Antonio Bolaños de la Cruz
Sociólogo (no
fundamentalista) y escritor de ciencia ficción nacido en Ciénaga, Magdalena
(Colombia) en 1950, residente en Perú. Consultor de Concytec (Consejo Nacional
de Ciencia, Tecnología e Innovación Tecnológica), del Ministerio de Educación y
de MINAM (Ministerio de Ambiente); ha transitado asimismo los caminos de la
Educación Ambiental y de la Psicobiología. Ha fatigado claustros
universitarios, selvas y ecosistemas diversos; participado en periódicos,
ONG's, cineclubes, sindicatos e institutos de investigación, dejando huellas de
sus reflexiones; ha publicado en Velero25, Sitio, Axxon, Mil Inviernos, Candor
Chasma, Ciencia Ficción Perú, Alfa Eridiani, Casa Jarjacha, Papirando,
Argonautas, el Horla.
ARGENTINA
CARLOS SUCHOWOLSKI
EL NOVENO HITO
DE LA EVOLUCIÓN
Suponemos que en otros lugares habrá bares como este en el que los viejos nos reunimos, donde jugamos al dominó y bebemos café, té y hasta alguna cervecita, desayunamos, comemos, merendamos y cenamos en cuanto nos sirven la comida, hablando del pasado o solazándonos con la proyección de viejas películas que nos lo recuerdan, mientras los jóvenes que vemos pasar arriba y abajo por la calle parecen imbuidos de una conciencia firme, rígidamente lógica y del todo asumida –diría incluso que bien memorizada– basada en lo que se dio en llamar Manual Definitivo, pedido todo interés por lo que hemos hecho antes o se hará alguna vez; algunos de ellos, no siempre los mismos, destinados a atendernos, lo que hacen con una amabilidad fría pero efectiva. Así cada día, desde que nos despertamos, no demasiado temprano por supuesto, hasta que volvemos a la cama.
Vamos quedando cada vez menos, pero ya no mostramos ansiedad alguna y nos tomamos lo que nos queda de vida con resignación, prescindiendo de toda conversación que en otros tiempos se consideraba filosófica o trascendental y que en uno u otro grado al fin habría propuesto o sugerido otro mundo, uno seguramente mejor. Hacerlo ahora habría sido grotesco puesto que no estamos ya para hacer teatro ni para soñar, sino simplemente para vivir en este nuestro pequeño mundo, encerrado como una burbuja dentro del ancho y ajeno que cambió completamente con respecto al que conocimos de pequeños. Un mundillo reducido, el nuestro, el de ahora, que va mermando paulatinamente más y más, incapaz por el número y la escasa fuerza de sus miembros para modificar nada o resistirse de un modo que a mí al menos me resulta ciertamente repugnante; al menos todavía… no lo sé… En realidad, a la mayoría de nosotros si no a todos, nos bastaría conque se perpetuara per eternum la rutina, lo que sabemos imposible; y así damos las gracias porque nos dejen llegar hasta el final pausadamente. Entretanto, nos entretenemos contándonos y recontamos anécdotas insustanciales, ocurrencias que nos vienen a la mente y que surgen vaya a saber de dónde ni por qué; puede que senilmente. De lo que también nos abstenemos de hablar por lo general –aunque a veces asoma la patita– es de los cambios producidos poco menos que mágicamente para nosotros, que no alcanzamos ya a comprender procesos tan complejos como este, algo que a fin de cuentas ya no nos preocupa y que se comenzó a extender cuando los que vivimos hoy aún éramos niños y nadie se dedicó a explicarnos nada. Puede porque ellos mismos tampoco lo supieran. Puede que debido a que mejor habría entonces no pensar, como intentamos hacer nosotros sin lograrlo empero del todo.
Nuestro barman es también un viejo; un viejo que uno de estos días, antes o después de uno cualquiera de nosotros, caiga muerto ahí detrás de la barra, o no se presente. Lo bueno es que el mundo no se ha detenido y nos sigue suministrando espacio y juego, alimento y bebida.
Agradecemos el trato y también que no nos traten como a reliquias ni para ser estudiados. Ellos, los jóvenes, que nunca llegarán a ser como nosotros, hacen sencillamente un trabajo, y el atendernos es uno de los pocos posibles, lo que incluye, por supuesto, recoger nuestros cuerpos cuando
desfallecen y echarlos a los potentes incineradores que nos reducirán a humo. Por lo que parece,
dedican parte de su tiempo libre a la ciencia y a la técnica de última creación –desde hace años
prácticamente estancada y reducida a las sentencias elementales del Manual–, en todo caso, los que salen más inteligentes, a mejorar los detalles anecdóticos del Manual, los matices, los enunciados, la retórica, con precisiones que no hacen, por lo visto, más que reforzar su Única Certeza o con una división de las frases más largas en frases que en cada nueva edición anual se componen de una única palabra, generalmente un verbo imperativo. Todo lo demás lo hacen las máquinas, que empiezan a programarse solas y cada vez mejor... o eso escuchamos que comentan mientras nos asisten. Esto es en realidad lo que nos asemeja: llevar una rutina, aunque la de unos y otros sea diferente, y aplicar la imaginación a lo estrictamente útil.
La resignación que nos domina es sin embargo relativa precisamente por esos absurdos ramalazos divertidos que muchas veces acaban haciéndonos, a nosotros, actuar como durante los primeros años de nuestra perdida infancia, impulsados abruptamente a llorar, a sentirnos tristes e irreconocibles, a añorar a los hijos y nietos que jamás tuvimos, a creemos por momentos que eso sucedió y nos fue borrado de algún modo que igualmente inventamos, sabiendo al mismo tiempo, los que tenemos la mente todavía lúcida, que nosotros fuimos los últimos nietos y los últimos hijos que poblaron el planeta. A veces, incluso, alguno una tarde y otro alguna mañana, rompe a despotricar, lo que dura muy poco mientras los demás y nuestros asistentes contemplamos al enardecido con indulgencia, conscientes, nosotros, de que ya nos tocará hacer a todos el ridículo en alguna ocasión, inevitablemente, pese a saber, o por olvidarlo de repente, que no sirve para nada... que no tiene ninguna utilidad… simplemente, ¡qué remedio!, por seguir siendo, todavía, simplemente humanos.
Uno se aventuró a sostener el otro día, aunque tal vez se lo inventara, cuánto hacía exactamente que se había operado el salto –se aventuró, con más o menos fundamento, porque todo puede ser explicado al margen de lo que diga el Manual que, si alguna vez conocimos en alguna de sus penúltimas versiones, ya no recordamos sino que en lo fundamental cumplimos, por así decirlo, de manera espontánea, gracias quizá a una manera que los menos consideramos literaria–. El caso es que lo hizo, como suele pasar, al quejarse –obviamente sin sentido, porque... ¿qué podía esperar que hubiese sido mejor?–, lanzando maldiciones contra “la genética” por no haber impedido que la mutación prosperara y se extendiera, y contra “los gobiernos” –gobiernos que al parecer han dejado de existir, ellos también afectados por el envejecimiento y la locura– por no haber aprovechado la tecnología para evitarlo como fuese, tributando, como habría debido ser a su criterio, a su habitual carácter conservador. Me pregunto si no estaría pensando, sin atreverse a decirlo, en alguna suerte de exterminación; en fin… La medicina, añadió al rato, después de un prolongado cortocircuito, había jurado preservar al hombre de todos los males; y los males para el hombre, se pensara como se pensara y se sintiera lo que se sintiera, lo serían siempre en la medida en que atentaran contra su perpetuación y su multiplicación.
Esa perorata nos llevó a todos a recordar nuestras viejas exigencias de “profesionalidad” de entonces, cuando hacíamos cola ante las ventanillas de las instituciones, en las recepciones de los hospitales y desde las camas cuando las ocupábamos, las mesas de bares y restaurantes... en fin... cuando los procesos y los trámites en general tardaran semanas, meses... en resolverse. Eso había desaparecido... ¿y ahora íbamos a quejarnos por el fin de la indolencia? Entonces no quisimos ver que no se trataba de un problema socio-histórico, como decían algunos, ni que aquello sería insalvable mientras fuésemos humanos. Entonces, como ahora de tanto en tanto, sólo nos quejábamos, considerando el mundo como nuestro enemigo público; un enemigo contra el que cada uno luchaba al margen de las eventuales coincidencias porque lo que se repetía era que cada cual tenía a otro delante en la fila y se demoraba ante la ventanilla con sus cosas y siguiendo sus manías, aburriéndonos a todos a uno y otro lado. O estaba, detrás, el que empujaba o vociferaba hasta romperte los tímpanos. Y como estas, muchas molestias más. El otro siempre interponiéndose sobre nuestros asuntos y necesidades.
Pero, a fin de cuentas, todo rueda... y quizá ni siquiera acabe colapsando. Nosotros al menos, no llegaremos a verlo, ni habrá quién nos lo pueda o quiera pronosticar. Y, como ya he dicho y me repito hasta el agotamiento, repitiéndome como los demás viejos, nada de eso ya interesa, lo diga o no lo diga el Manual.
Lo cierto es que la humanidad ha dado al fin el salto que algunos promovieron siguiendo las consignas imperantes de la economía utilitaria e inmediatista –aunque ni de lejos adivinando la forma que llegaría a adoptar–. De los humanos viejos pronto no quedará ninguno, y los transhumanos, que no hemos procreado –la esterilización generalizada lo puede atestiguar– y que se van clonando los unos a los otros según una medida prefijada e inmutable tal vez fijada desde el principio en el Manual, ausentes de toda emocionalidad o sensibilidad como la que sobrevive aún en nosotros y se consideran inservibles, serán los únicos tipos antropológicos, esclavos de sí mismos, que queden en la Tierra.
Carlos
Suchowolski
Argentino de nacimiento, reside
actualmente en España. Ha publicado en diversos medios con traducciones al italiano, francés, alemán, inglés
y bengalí, como la antología Once tiempos
del futuro, editada en Alemania
en 2018 y cuya selección Siete caras
del futuro saldrá en Calcuta en febrero de 2020 a la vez pero
independientemente que un conjunto de microrrelatos Guiños, en versión bilingüe. Ha integrado varias antologías
colectivas y publicado la novela Una
nueva conciencia, que se está traduciendo al alemán con vistas a su
edición en 2020. Ha terminardo
la novela La botella
precintada y la colección
de relatos Habría una vez… a la
que pertenecen Espacio, espacio
(INTI, 2018) y el relato aquí presente.
ARGENTINA
DANIEL ANTOKOLETZ
MI ÚLTIMO CAFÉ
Estoy en el bar, sé que hoy moriré asesinado. Siento
la culata de mi Berreta bajo el brazo, pero no servirá de nada. Ellos, contratan
profesionales, y yo soy un perejil. No tendría tiempo de desenfundarla, y
tendría suerte si lograra pegarles, pero me da sensación de seguridad, de que
yo soy el que tiene el control. El control, no de mi vida, pero sí de mi propia
muerte.
Como todos los días desde hace meses, miro mi última
taza de café enfriarse sobre la mesa de madera percudida. Disfruto su aroma.
Cierro los ojos, aspiro profundo. Es uno de los pocos placeres que no me han
arrebatado. Muchas veces me he preguntado por qué he llegado a esta situación,
pero me aburrí de analizar opciones sin sentido. La respuesta es simple y
sencilla. No sé qué hice, pero molesté a gente poderosa que no le gusta que la
jodan.
Estoy cansado. Quiero que termine de una vez. Junto a
la ventana miro la suciedad de la calle. Los vidrios apenas limpios no me
protegen de un francotirador, o de cualquier asesino de poca monta que pase por
la calle. Pero el poco tiempo que me quede, lo viviré con la cabeza levantada.
Aterrado, pero con dignidad. Analizo los dos edificios de enfrente. Uno con
varios pisos de alto, tiene un techo de tejas rojas muy empinado. Ahí nadie
puede ocultarse. La terraza del segundo me preocupa. Allí sí pueden apoyar un
rifle y cazarme como a un venado. Busco con atención, pero no hay movimientos.
No vendrá desde allí el tiro.
Todos los días, me hacen saber que estoy en la mira:
una rata muerta en la puerta de mi casa, un llamado telefónico nocturno, un
papel de exterminador pegado en la puerta, la propaganda de una casa de
velatorios en el buzón de mi puerta… Sé interpretar esos mensajes. Separados no
significan nada, pero unidos...
Me cansé de huir, vivo escondido, desconfío hasta de
mi sombra, me entero por los diarios cómo operan: disparos, puñaladas, venenos,
explosiones de combustible, vehículos sin control, caídas… Que los disfracen
como quieran, son mensajes para mí, cartas de odio de esos poderosos. Saben que
sé todo sobre ellos, y están jugando conmigo. Así lo hace el gato con el ratón.
El vapor de mi café, cada vez más tenue, se
contorsiona sobre la taza. Caprichoso, gira y contragira. Como siempre, dejo
que se enfríe. ¿Esta vez tendrá veneno? No me gustaría. Creo que es una manera
de morir dolorosa y poco digna, pero ¿hay alguna que lo sea? Terminar en el
piso de un bar, en un charco de sangre mezclado con orines y heces.
Un sorbo de café se pierde en el nudo que se forma en
mi garganta: dos sujetos con gorrita entran al bar. La visera apenas deja que
vea sus miradas torvas. Caminan con el andar típico de matones que pueden llevarse
al mundo por delante. Esas mochilitas de computadora no los disfrazan. Suspiro.
¿Estaré listo? Llegó el momento. Miran hacia mi mesa y se acercan. El más alto,
pasa de largo. Seguro para que no escape. ¿Cómo será? ¿Disparo o puñalada?
Viene su compañero. Siento mis latidos en los oídos. Se detiene a mi lado.
Huele a perfume barato. Se agacha. Espero el dolor punzante de un cuchillo que
no llega. Que esté preparado, no significa que no tenga miedo.
—Se le cayó—. Me alcanza la servilleta que se había
deslizado al suelo. Continúa hacia la mesa que eligió el otro hombre. Se sienta
y pone una netbook sobre la mesa en la que se sumerge de inmediato.
Trato de tranquilizarme. Tomo otro sorbo de café. Ya
está casi frío. Lo apuro y dejo el dinero sobre la mesa. Antes de abrir la
vieja puerta de madera del bar, miro la calle. No hay nadie.
Decido caminar. En el amontonamiento de la gente
dentro del colectivo, pueden darme un puntazo.
Dos tipos me siguen. Hablan muy animadamente entre
ellos, pero uno de ellos me estuvo mirando. Sé que me miraba. Van con las manos
dentro de los bolsillos de una campera. Cruzo la calle y miro una vidriera. Los
sospechosos se pierden al girar en la esquina. Me detengo unos minutos. Un
hombre cuelga la ropa en la terraza de un edificio de tres pisos. Un caño
sobresale de la baranda. ¿El cañón de un rifle? Vuelvo a cruzar y camino debajo
de los balcones. Por lo menos, no les será fácil.
Fuera de la línea de tiro cruzo dos o tres veces más
para asegurarme que nadie me sigue.
Llego a casa. Junto a la puerta de entrada, una paloma
muerta. Otro mensaje. Tengo los nervios de punta. Abro la puerta esperando que
sea mi última vez. Nada estalló. Tampoco siento olor a gas. Miro bajo el
sillón. No veo cables. Con precaución me siento. Miro el control remoto de mi
televisión. Cierro los ojos cuando presiono el botón de encendido. Se enciende
en el noticiero. Aún continúo con vida.
Alguien golpea.
Me acerco a la puerta, espero disparos que atraviesen
la madera. Me veo desangrándome en el piso. Nada pasa. Por la mirilla, veo
alejarse al portero. En el piso, un sobre de la compañía de electricidad. Hace
tiempo que no pago la cuenta de la luz. Es que… tener que entrar en esa
trampera del cajero automático. Ya no puedo usar la tarjeta de crédito. Me la cancelaron.
¿Para qué pagarla? Pronto estaré muerto. Quizás hoy mismo.
Suena el teléfono. Responde una voz metálica. “Somos
un emprendimiento reciente y necesitamos unos segundos de su tiempo…” Verifican
si ya estoy en casa. Con cansancio infinito cuelgo el auricular. ¿Por qué no
acaban de una maldita vez? Todos los días me recuerdan que andan detrás de mí.
Con desesperación, golpeo la mesa con el teléfono. ¿Que terminen conmigo o que
me dejen vivir en paz? ¿Cuántas veces quise irme a un lugar donde nadie me
conozca, donde no puedan seguirme? Sueños imposibles. Ellos lo saben todo. No
podría sacar un pasaje sin que se enteraran, si me fuera caminando, tomara un
colectivo, volviera a caminar, y tomara un micro, ellos lo sabrían. Ni siquiera
tendrían que mandar a alguien para que me siga. Cómodamente sentados en sus
escritorios y accederían a las omnipresentes cámaras de seguridad que están
repartidas por todos lados y me verían pasar.
Vuelve a sonar el teléfono. Lo miro y me doy cuenta
que aún lo tengo en la mano. Levanto y cuelgo el auricular sin siquiera
acercarlo a mi oreja.
Pongo la Beretta sobre la mesita de luz. La miro, paso
mi dedo por las muescas de la corredera, y me da cierta tranquilidad. No me va
a librar de mis malditos persecutores, pero podría terminar con ésta
persecución cuando a mí se me atojara… si no fuera un cobarde. La agarro,
siento su peso y su frialdad en mi mano. La abrazo tiernamente y me duermo.
Despierto temprano. Como todos los días, verifico que
la puerta y todas las ventanas estén bien cerradas. Prendo la computadora.
Verifico que el firewall esté levantado y que el navegador esté en modo
incógnito. No pienso permitir que vean mi trabajo.
No soporto estar todo el día encerrado. Me voy al
café.
Llego y abro con lentitud esas puertas de madera
labradas del siglo pasado. Como todos los días, me siento en la misma mesa de
manera percudida y verifico la terraza del edificio de enfrente. No veo ningún
tirador.
—¿Lo mismo de siempre? — Me pregunta el mozo pasando
un trapo sobre la mesa. —Café negro sin azúcar.
Simplemente asiento mirando hacia la puerta. No hay
nadie más en el bar.
Va hacia la máquina de café. Toma una taza del montón.
Pone el café en el filtro y el filtro la caldera. No pone ningún tipo de
veneno.
Trae la taza y la pone sobre la mesa. Siento con
placer el aroma del café recién hecho.
—Hoy, hoy será el día de mi muerte—. Le digo como lo
vengo haciendo todos los días, y revuelvo la espuma con suavidad esperando a
que llegue mi asesino.
Daniel Antokoletz
Huerta (Buenos Aires 1964) comenzó a escribir desde muy joven. Ha logrado
varios galardones por sus cuentos. Sus obras de terror y ciencia ficción se han
publicado en antologías, diarios y revistas (tanto en formato electrónico como
en papel); tanto en Argentina como en varios paises de América y Europa.
Trabaja en bioingeniería y realiza trabajos de investigación en inteligencia
artificial y robótica.
ARGENTINA
NICOLÁS CORIA
UNA MUJER Y SU ESPEJO
Es la
imagen que devuelve. Mira, repite
mis movimientos. Miro para otro lado y ahí está ella, hermosa, desnuda, con sus
cabellos sueltos, y su piel blanca. Su pelo es marrón y acaricia su blancura, y
se estira en sus hombros, y ella me mira. Y ríe. Ríe su imitación, su manera de
copiar cada movimiento con la que la intento sorprender. Me acerco y la beso, y
no huye, sino que se acerca la exacta misma distancia. Sus labios son como los
míos. Cierro los ojos y me pierdo de ver si sus movimientos copian los propios,
y por eso extiendo una palma, aunque la detiene con su mano abierta, con los
dedos como una estrella, con las uñas apenas sobresaliendo. Las lenguas pintan
un cuadro frío, pero en el contacto parecen haber explosiones de calor que me
permitirían arrancarle la ropa de no ser porque no hay tales, todas huyeron de
los cuerpos en el mismo momento. Siento el frío y el fracaso de querer
abrazarla; algo me lo impide, y tristemente necesito –y no
puedo acceder a– su
calor. Enciende un cigarrillo, y lo fuma a mi par, aunque con su mano izquierda.
Nota que me doy cuenta, y ríe conmigo. Intento pensar de manera única, pero sé,
lamentablemente sé, que no puedo escapar a su mente, y es que quizás seamos la
misma.
Nicolás
Coria Nogueira
Estudiante de
Letras de 23 años. Participo en concursos literarios nacionales e
internacionales, y quedé seleccionado en el concurso español "Fuego, Aire,
Tierra, Agua".
URUGUAY
C. M. Federici
TIERRAS LEVANTINAS
El alba de
los tiempos, cuando el mundo era joven:
Acurrucada
entre sus largos brazos, Zwga, con los ojos apretados, abandonándose al deleite
del cálido contacto de aquel cuerpo dormido, evocaba instintivamente el momento
dichoso en que lo había encontrado.
¿Cuántas
lunas hacía de eso?... Su estrecha frente se arrugó por el esfuerzo de concentración;
pero enseguida desistió de ello y la cóncava superficie retomó su lisura. No
importaba el tiempo, no importaba el espacio, ni de dónde había venido él, ni
quién era, en realidad.
Recordó
cómo, al hallarlo tendido a la entrada de la cueva, ahogó un gruñido de temerosa
sorpresa. ¿Quién era ese?... Se había acercado, con medrosa precaución, parpadeando
y echando ruidosamente el aire por la ancha nariz aplastada.
Nunca
había visto a alguien que se le pareciese; no en toda su tribu, al menos. Comenzó
a rodear, cautelosa, aquella forma yacente, soltando a su pesar ahogados
gañidos de asombro. Era más alto y más blanco de carnes que ella o que
cualquiera de sus semejantes; su piel estaba cubierta de un suave vello claro,
muy distinto a la pelambre hirsuta de su gente; y su cara… Una sensación
extraña la había recorrido, al contemplar absorta el cráneo alargado, la nariz
finamente modelada y la boca, entreabierta, de labios finos y sensitivos. Zwga,
por supuesto, no entendía de nociones de belleza o de armonía, pero cedió a una
irreprimible atracción hacia ese ser desconocido, tan ajeno a todo lo que
conocía y tan envuelto en un misterio que intuía casi imposible de desentrañar.
Parecía
casi muerto de hambre y de cansancio. Zwga observó las huellas marcadas en el
suelo. Venían del poniente, y eran innumerables. ¿Qué distancia habrían
recorrido aquellos pies que, ahora lo notaba, estaban cubiertos por una especie
de cueros que los resguardaban del contacto directo con la tierra? Sacudió la
cabeza: era demasiado para ella. Lo que urgía, ahora, era prestarle auxilio.
Tomó la
calabaza hueca que le colgaba de la cintura y aplicó su cuello a la boca del
hombre, levantándole la cabeza para ayudarlo a que sorbiese el agua.
Él
reaccionó al sentir el frescor de las primeras gotas. Sus ojos se abrieron
lentamente, y Zwga dio un respingo, porque eran del color del cielo, y no del
de la tierra, como los de ella y los de su tribu.
Por su
parte, el hombre se sobresaltó al verla; impulsivamente, se arrastró hacia atrás,
apoyándose en los codos. Pero la fatiga pudo más. Volvió a caer, desmadejado.
Con la cabeza ladeada la miró fijamente unos instantes; luego suspiró y le hizo
señas de que deseaba más agua. Zwga le entregó la calabaza, y él apuró un trago
interminable. Por fin le devolvió el recipiente, con un “¡Ahhh!...” satisfecho,
e intentó esbozar una sonrisa.
Ahora fue
ella quien lo miró con desconcierto, pues le era extraña esa expresión facial
de gratitud. Soltó un sonido interrogante:
—¿Uhh?...
Ya más
repuesto, el hombre se incorporó hasta quedar sentado. Con sonrisa franca:
—Gracias
—musitó—, gracias…
—¿Ahh?...
—Veo que
no sabes hablar, monita… Pero fuiste muy buena al darme agua. ¡No podía más de
sed! ¿Podrías indicarme dónde estoy? ¡Porque no tengo idea de cuánto anduve!
Solo sé que caminé hacia el sol…, días y días…, hasta que no pude más.
Zwga
pugnaba por entender aquella extraña lengua, tan sonora y modulada, que agradó
a sus oídos. Venciendo su timidez, estiró una mano para dar unas palmadas en el
hombro del extraño en señal de amistad. Él pareció comprender sus intenciones,
pues movió la cabeza de arriba abajo varias veces, siempre con la boca curvada,
y sus dientes, blancos y parejos, brillando al sol. La luz se hizo en el
menguado cerebro de Zwga, y entonces palmoteó sobre el suelo, al tiempo que
decía:
—Nohd.
Nohd.
—Ya veo.
Así que esta es tu tierra, ¿eh? ¿Es muy grande tu pueblo? ¿Mucha gente?
Trató de
expresarse por medio de gestos y ademanes, a ver si se hacía entender por
aquella criatura que parecía de tan escasas luces, pero la respuesta le llegó
antes, en forma por demás inesperada.
Una lanza
rústica, de madera, pedernal y cuero se clavó en el suelo, rozándole una
pierna. Saltó sobre sus pies, alarmado, al verse rodeado por un grupo de seres
peludos, semiencorvados y de piernas cortas. Todos esgrimían lanzas, agitándolas
en manifiesto son de amenaza.
Alzó ambos
brazos, con las manos bien abiertas.
—¡Amigo!
¡Amigo!... ¡No quiero pelear! ¡Soy amigo!
Aquello
solamente los puso más fuera de sí. Cerró los ojos, sintiendo ya el pedernal
hiriéndole las carnes, pero tuvo una
defensa inesperada.
Zwga se
puso delante de él, escudándolo con su cuerpo, y apostrofando enojada a los
otros. Los pechos descubiertos oscilaban al ritmo de su furia. Parecía ejercer
alguna autoridad sobre ellos, porque vacilaron y se miraron entre sí, como
indecisos sobre qué partido tomar.
—¿Ehú?...
¿Uhé?...
—¡Bahú! —gritó
Zwga, en tono de mando.
Ellos
menearon repetidamente las cabezas, ensayaron algún gruñido de protesta, pero
acabaron por someterse. Zwga, entonces (¡lo recordaba con tanta satisfacción!),
asió a su protegido por un brazo y lo condujo dentro de la cueva, al mismo
tiempo que le dirigía suaves sonidos tranquilizadores. No en vano era la hija
de Kwgo, el líder. ¡Guay del que la contrariase!
Kwgo
objetó, al principio, como ella lo había esperado. Pero con arrumacos fue
debilitando su resistencia. A regañadientes, el intruso fue aceptado entre los
miembros de la tribu, aunque los ojuelos de estos siguieron expresando desconfianza,
cuando no hostilidad, durante bastante tiempo…
¿Cuántas
lunas habrían transcurrido?... Zwga sabía que los días se habían ido deslizando
con mucha mayor celeridad desde que él llegara y se juntara con ella, a solas
en su refugio. En un comienzo ella no se había atrevido a insinuársele, ¡porque
era tan extraño y singular y tenía unas actitudes tan distintas a las que
jalonaran la vida de ella y de su gente!... Pero poco a poco captó un efluvio
de receptividad de parte de él, venció escrúpulos y, atónita ante su propia
osadía, llegó a ofrecérsele, como si se tratase de un tribeño más… No sin
cierto pudor instintivo (el “pudor” racional aún no era atributo de aquellas
mentalidades) recordó “su primera vez”.
Con
delicadeza, él la había disuadido de su postura inicial, y sus fuertes brazos
le hicieron girar el cuerpo hasta que quedaron encarándose. No lo entendió,
pero como estaba dispuesta a complacerlo en todo, omitió toda resistencia. Y
acabó por disfrutarlo, para su sorpresa. Él también “sabía más” de esos
asuntos, igual que de todo lo demás.
Paulatinamente
había ido introduciendo nuevas prácticas dentro de la tribu. Ahora todos
llevaban protección en los pies, y también se cubrían mejor el cuerpo con las
pieles, habiéndolos instruido él en la forma de tejerlas, con agujas hechas de
ramas de árbol pulidas. No más carne cruda, sino asada a las brasas de ese
fuego que, hasta entonces, solo habían usado para calentarse en las noches y
para encender teas. También les enseñó a hacer sopas, usando legumbres y los
huesos del asado, que antes despreciaran. La desconfianza iba desapareciendo;
hasta el propio Kwgo, eterno gruñón recalcitrante, llegó a apreciarlo, cosa
que llenó de alegría a Zwga.
Ella no
había dejado de estudiarlo, y cada día que pasaba su misterio la intrigaba más.
Aquellos rasgos finos, su caminar erguido, la lengua suelta y dúctil, que
pronunciaba sonidos mejor modulados y mucho más complejos que las guturales
exclamaciones del léxico de ellos… Aquel mirar profundo, sombrío, en cuyas azules
profundidades se ocultaba quién sabe qué secreto, quién sabe qué enigma, que
escapaban al exiguo alcance del razonamiento de ella… Menos lo comprendía, y
más atada se sentía a él. Algo le decía que si por alguna causa lo perdiera,
ella moriría instantáneamente.
Una vez,
en torpe caricia, dejo resbalar sus dedos chatos por la frente de él, y
manifestó su curiosidad ante la hendidura que palpaban sus rugosas yemas.
—¿Uhh?...
¿Zug?
—No,
monita, no —dijo él con gravedad—. No es una herida… —y en un susurro ahogado—:
Es mucho peor que eso.
—¿Ahh?...
—No te
preocupes. Ya no tiene importancia. Piensa mejor en el hijo que vas a tener. Y
en los que vendrán después de él… —Soltó una risa baja y acre—. ¿Pero para qué
te hablo de todo esto? ¿Qué podrías comprender?
—¿Gug?
¿Pug?
—Sí,
¡hijo! O hija, qué sé yo… Eso ocurre después que uno hace lo que hacemos
nosotros casi todas las noches… ¡Ah! ¿No sabías que una cosa deriva de la otra?
¡Mejor así, para que te angusties menos, monita!
...Ahora,
apretada junto a él —ese “Kan” o “Can”, como creyó entender que se llamaba—,
Zwga se sentía dichosa, aunque al mismo tiempo, desde lo más hondo de su ser
—donde moraba un cúmulo de misterios que jamás develaría—, un desasosiego que
no alcanzaba a interpretar se abría paso por entre las dulzuras de sus
sensaciones inmediatas, enfrentándola, bien que no se apercibiese de ello, con
la incógnita de algún tiempo futuro, para el cual su restringida razón no
estaba preparada.
Era de
noche en Nohd, y la Historia continuaba…
Milenios
más tarde. Tennessee, 1925. El Juicio de Scopes, o “del Mono”:
En medio
del sofocante calor, que obligaba al exasperado fiscal, William Jennings Bryan,
a abanicarse continuamente con una pantalla de lienzo, Clarence Darrow, el
abogado del profesor de Secundaria John Scopes
(reo de “corrupción moral”, por haber intentado imbuir de las sacrílegas
teorías darwinianas a “cristianas mentes juveniles”), no trepidó en denigrar a
la Biblia (aunque bien se había servido de sus versículos, un año atrás, para
defender a los homosexuales asesinos, Leopold y Loeb) como argumento principal
en contra de la acusación.
Luego de
varios irónicos cuestionamientos, levantó en alto el libro y se dirigió a su
oponente en tono de suprema ironía:
—“Salió,
pues, Caín, de delante de Jehová, y habitó en tierra de Nod, al oriente del
Edén.
”Y conoció
Caín a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Enoc…” ¿De dónde salió ella,
eh? ¡La señora de Caín! ¿De dónde cuernos la sacó, si no había nadie más sobre
la Tierra? ¡Contésteme a eso, y luego convendré con usted en que todo lo que
hay escrito en este libro (que es un buen libro, pero no es el único libro) es
la verdad!...
En su
asiento de primera fila, el cínico periodista H. L. Mencken se volvió hacia su
vecino con sarcástica sonrisa:
—¿De dónde
la sacó? ¡Je-je!... ¡No me extrañaría que ese hijo de mala madre se hubiese
acollarado con una Neanderthal!
Postfacio:
Mucho tiempo después de escrito el relato precedente, tropecé —¡juro que por
mera casualidad!— con este suelto, publicado en el dominical de “El País”:
Carlos María Federici (3 de diciembre de 1941, Montevideo) es un escritor,
guionista y dibujante uruguayo, de ciencia
ficción, policial y terror. Su obra literaria aparece en varias antologías de su país
y del exterior. Se lo considera uno de los pioneros de la ciencia ficción y el
relato policial en Uruguay. En 2013 se
publicó una antología de sus historietas, bajo el título Federici, Detective Intergaláctico,
proyecto del periodista Matías Castro, financiado con apoyo estatal.
En
la década de 1980 publicó los libros Dos
caras para un crimen(Ed. Universo, México), Goddeu$ - Los ejecutivos de Dios(Ed. Yoea, Montevideo). En 1980
lanza la historieta Jet Galvez,
que vuelve a publicarse en 1984. En 1985 publica, en forma de folletín en El Diario, El umbral de las tinieblas, que reaparecerá, en formato libro,
en sendas ediciones de 1990 y 1995 (Ed. Yoea, Montevideo). Tiempo después
aparece El asesino no las quiere
rubias, en 1991, Cuentos
policiales y El nexo de
Maeterlinck en 1993, Llegar a
Khordoora al año siguiente. Federici reconoce como influencias a Ellery Queen, Edgar Wallace, Ray Bradbury y John Dickson Carr.
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