BABELICUS N° 9
REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL – Marzo 2020
ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO VALENTE, DANIEL ANTOKOLETZ HUERTA
ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO VALENTE, DANIEL ANTOKOLETZ HUERTA
Estimados amigos:
Les presentamos el noveno número de BABELICUS EN ESPAÑOL http://babelicus.blogspot.it Babelicus (grupo abierto de Facebook), con cuentos de autores hispanos.
Deseamos que este proyecto siga creciendo, y ruego a los escritores de lengua española interesados en publicar en Babelicus, que envíen sus colaboraciones adjuntas en Word a los responsables de la edición en español de la revista virtual:
Adriana Alarco de Zadra: alarcoadriana@gmail.com
Daniel Antokoletz Huerta: dantokoletz@yahoo.com
Se publicarán los cuentos que cumplan los requisitos de brevedad, gramática, fantasía y respeto. Los autores no pierden sus derechos de autor.
Portada: callecita sobre el lago, acuarela sobre cartulina
de Adriana Alarco de Zadra
EDITH CARRIL
Argentina
Carnívora
Se calzó las alpargatas; el arado, lo esperaba. Rumbo al campo, vio una raíz de cebadilla. Sobresalía del suelo. Decidió quitarla y se dispuso a tironear, una y otra vez. Metió pala y manos. La raíz continuaba rebelde. Curiosos, vinieron otros ayudarlo, hablaban diferente; cargaban fronteras. Esa unión sumó brazos. Después más, miles. Entre los tirones, verticales, se preguntaban quién sería su dueño final. Más cavaban, más crecía. Fueron largas las jornadas; sostenido el esfuerzo. Pero una noche, cansados de tanto escavar, entraron en letargo, enraizados. Ella, hambrienta, los devoró: horizontal.
Las voces de Los eternos
Un varón transpira junto al crepúsculo; su hembra ha partido. Tras él, unos pocos muebles humedecidos de historias, sujetan palabras. Juntos, gobiernan la habitación más elegante, del clásico Hotel Carranza. Sabio, aquel edificio, observa la plaza; el pueblo de Cañuelas, le regala su cielo.
Desde la rosa fachada, subiendo la frente, sobresale un balcón enmalvanado. Muestra unas cortinas pesadas que almidonan los ojos de una viuda. Asmática, bebe sin sed, una taza de agua, hervida de soledad: una Penélope más.
En la planta baja, se oyen los ecos de una pareja cincuentona, venida a menos. Ellos cruzan borrachos los empapelados. Trastabillan y sueltan mentiras por el palier. Más atrás, dos lámparas enfocan un sillón de cuero, cómplice obligatorio, dónde una dama está sentada, fingiendo lucidez. Quizás, albergue sueños bajo la capelina de gasa vieja, retazo de algún recuerdo postergado; corolario, de una esquelética silueta. Adivina el Más allá, mientras observa, con perfil lejano, a través de unos cristales. No está sola, el diablo la acompaña.
Ante la penumbra, las agujas del antiguo reloj de péndulo, anuncian la Muerte, repetidamente. Los rostros se suceden. Miles. Son los pasajeros de los trenes mudos. En hilera fantasmal, van llegando: entrelazados. Suspiran en invisible. Caminan pausado, hacia el salón comedor, su última morada. En negra ronda, se tragarán voraces, las memorias; las páginas ocultas de aquel tiempo. Dueños creídos de la Eternidad, divulgarán la Verdad. Enterrarán las voces.
La bolsa de semillas
En la pampa de Los Otros se negociaba un encuentro, promesa de intercambios.
El Comprador de Vientos recién llegado, erguido frente a los nativos, levantó las cejas. Trazó una línea enorme en lo alto como embolsando el cielo. Escribió invisible: " Esto es mío ".
Tomó una bolsa de semillas y las desparramó por el suelo, señal de trato hecho. Volvió con más líneas llevándose las aves, los nidos, los huevos. Nucas abajo, Los Otros, seguían sin entender.
Luego dividió los pastos. Marcó un norte, marcó un sur.
Cercó la luna. Fronterizó los sueños.
Ahora Los Otros, sin ventolera, no pueden escuchar.
Andan callando.
Edith Carril: Es médica psiquiatra y psicóloga social. Nacida en Padua, provincia de Bs As, Argentina. Escribe sobre pueblos originarios. A través de la literatura siente revivir algo más que simples historias; revive nuestras raíces. Participa de talleres literarios, y varias antologías, luego de obtener el Primer premio internacional Martin Fierro, 2019, microrrelato; Mención Los Templarios - España; como así también, publicaciones de cuentos breves en Revista El Narratorio, Chile. Utiliza, a manera terapéutica, y desde su profesión, la escritura creativa como recurso sanador, en los últimos veinte años.
FERNANDO SORRENTINO
Argentina
La música favorita
Hace unos días salí de casa y doblé por Olazábal. Caminé unas pocas cuadras y, antes de llegar a Cuba, vi a una viejecita de cara simpática y alegre. De pronto, cayó de su bolso un sobre. La viejecita no se dio cuenta. Yo corrí, tomé el sobre con disimulo y comprobé que contenía un buen toco de plata.
Fui a casa y escondí el dinero dentro del libro de matemática. Pensé que con esa plata podría comprarme unos cuantos discos de mi música favorita, la más bárbara del mundo, y, mientras pensaba en eso, puse mi equipo de audio a todo volumen, para aclarar mis ideas.
Al día siguiente, me di cuenta de que no había procedido bien: en lugar de los discos, decidí hacer un sacrificio y comprarle a mi mamá una picadora de carne o un cuchillo eléctrico.
Me dirigí entonces a la avenida Cabildo, para hacer las averiguaciones del precio de la picadora y del cuchillo. Fui por Mendoza, pero volví por Olazábal, y allí estaba todavía la viejecita. Caminaba desde Arcos hasta Cuba y desde Cuba hasta Arcos, con la vista fija en las baldosas, como si buscara vaya uno a saber qué.
Oí que el portero de una casa de departamentos le decía a una señora:
—Es que perdió el sobre con la jubilación. Pasó toda la noche buscándolo.
Yo entonces salí volando para casa y busqué la plata que había escondido en el libro de matemática. Tiré el sobre a la basura y me guardé los billetes en el bolsillo del pantalón. Y corrí, corrí, corrí como una bala hasta la avenida Cabildo, donde me compré los discos de la música más bárbara del mundo.
La fórmula mágica
El sábado a la noche soñé con un hechicero. Estaba vestido como los hechiceros de los cuentos, con una túnica negra y un altísimo bonete puntiagudo. La túnica y el bonete estaban estampados con muchas medias lunas y estrellas plateadas. El hechicero era muy flaco, muy viejo, y tenía nariz muy huesuda y una barba muy larga y muy blanca. Pero lo importante es que, en sueños, me reveló los componentes de la fórmula mágica de la invisibilidad. Se ve que tengo estos sueños porque mi papá es farmacéutico, y yo estoy acostumbrado a las fórmulas.
Apenas me desperté, anoté todo en un papel y fui a buscar a mi amigo Marcelo, ya que quería compartir la experiencia con él. Nos encerramos en el laboratorio de la trastienda y pusimos en acción un ejército de tubos, probetas y alquitaras, y de unos a otros pasábamos ácidos y polvos y otras porquerías que allí abundaban y que no sé para qué pueden servir. Estábamos entusiasmados y en realidad ya no seguíamos la fórmula del hechicero y más bien nos dejábamos llevar por nuestra propia iniciativa, que consistía siempre en agregar más y más ingredientes, hasta que llenamos por completo un frasco enorme con un líquido negro, espeso, hirviente. Marcelo revolvió todo con una cuchara de madera y pasó una cantidad del líquido a un tubo de vidrio.
Entonces traje a mi perrito Lucas y, como se resistía de mil modos, tuve que obligarlo: le sujeté con fuerza el hocico y le hice tragar el contenido íntegro del tubo. El vidrio quemaba entre mis dedos y Lucas abría muy grandes los ojos. Cuando lo solté, el perro hizo una cosa rara, como una serie de toses o estornudos, y se quedó quieto, respirando apenas. Durante más de una hora Marcelo y yo lo observamos con atención, pero no ocurrió nada notable.
—Esta fórmula no sirve para perros —dije, al comprobar que Lucas había muerto.
—Bueno —contestó Marcelo—. Veamos si la fórmula del hechicero es buena para nosotros.
Volvimos a llenar el tubito dos veces y, primero yo, luego él, nos bebimos una buena porción de ese líquido negro y humeante. Por momentos parecía jarabe para la tos, por momentos parecía azufre o pólvora. Marcelo, como Lucas, se ahogó un poco y estornudó varias veces seguidas, pero a mí, en cambio, se me inundaron de lágrimas los ojos y sentí una llamarada de calor en la cara y en el estómago.
Con toda paciencia, esperamos una hora, y luego otra y otra hora. Como vimos que no nos sucedía nada, nos sentamos a mirar televisión y tuvimos que admitir que el hechicero se había burlado miserablemente de nosotros.
Una broma pesada
Esta mañana, cuando sonó el timbre del recreo largo, yo me quedé en el aula, pues debía terminar una tarea que había dejado incompleta.
Para tramar alguna maldad en secreto, también se quedaron Beveretti y Campitelli, que se parecían en cuatro cosas: los dos eran altos, despeinados, rubios y traviesos.
Jugueteaban con una cosa negra y desordenada. Era una araña enorme, gorda y peluda, pero no verdadera, sino una araña de goma, de esas que se venden para gastar bromas.
Con sonrisas de perfidia, Beveretti y Campitelli colocaron la araña dentro del estuche de los anteojos de la señorita Mónica. La maestra era una mujer muy flaca y muy angulosa, con aspecto de desdichada. Yo le tenía mucha lástima, pues había oído contar que no se había casado por cuidar a su mamá paralítica, quien pasaba la vida en silla de ruedas. Aunque, de todos modos, ¿quién querría casarse con una mujer tan fea y tan miope como la señorita Mónica?
Pero, sea como fuere, yo no quería perderme el instante en que la señorita Mónica tropezase con la falsa araña.
De regreso en el aula, la señorita Mónica se sentó frente a su escritorio y, mirándonos a nosotros, extendió mecánicamente —como siempre lo hacía— la mano izquierda para buscar sus anteojos.
Al tocar, junto con los cristales, el cuerpo de la araña, tuvo que girar la cabeza para ver qué diablos era aquello.
Su expresión fue de enorme sorpresa:
—¡Oh! ¡Una araña! —exclamó—. ¡Mi plato preferido!
Y, sin calarse los anteojos, se llevó la araña a la boca y se puso a cortarle, con afiladas y exactas dentelladas, las patas, que fue tragando con voracidad. Así comió las ocho extremidades, los pedipalpos y los quelíceros. En seguida, aquellos afilados dientes blancos, que cercenaban a modo de guillotinas, se hincaron con precisión metálica en el abdomen y el cefalotórax.
En éxtasis de placer, con los ojos elevados hacia el cielo raso, la señorita Mónica fue masticando y tragando ciegamente la goma dura e indigesta. Y comía con tantas, con tantas ganas, que ni Beveretti ni Campitelli ni yo, ni nadie, nos atrevimos a desilusionarla, y por eso no le avisamos que, en lugar de una deliciosa araña de verdad, sólo se había comido una insípida araña de juguete.
Fernando Sorrentino: nació en Buenos Aires en 1942. Sus invenciones suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Paraguas, supersticiones y cocodrilos (2013) es su más reciente libro de cuentos.
SILVIA MABEL VÁZQUEZ
Argentina
Un picnic en Hyde Park
El avión salió con una hora de retraso. Pese a eso, aun sentía que mi corazón se
aceleraba con el transcurso de los minutos que faltaban para despegar. En unas horas
habría cumplido uno de mis sueños.
La escala en Atlanta, me serviría de recreo, ya que hasta Heathrow no había otra
forma de bajar, y comprarle el perfume que tanto le gustaba, y conocer en diecisiete
horas esa ciudad tan especial (y de día) que había visto una docena de veces en
“Conduciendo a Miss Daisy”, una de mis pelis favoritas.
Recorrer el Centennial Olympic Park, que aparecía en las olimpíadas de 1996, la casa
natal de Martin Luther King, Lenox Square, el centro de compras... exquisito lugar
donde seguramente estaría aquel perfume que amaba.
Si, diecisiete horas en Atlanta. Era el pasaje que pude comprar. De otra manera, el
momento de estar en Hyde Park no se hubiera cumplido jamás.
Había juntado durante mucho tiempo para llegar hasta ahí.
La ansiedad se calmaba caminando por las calles hasta llegar a The New American
Shakespeare Tavern, lugar que me fascinó desde que vi una foto en internet que
publicitaba la puesta en escena de King Lear.
Cuando volví al aeropuerto, despaché mis bolsos y guardé la folletería en mi cartera.
Abordé el avión y ahí sí, mis nervios me jugaron una mala pasada. No pude probar
bocado hasta llegar a Heathrow.
Se me había cerrado el estómago. Se estaba acercando el momento. Confirmé
nuestra cita por mail. Revisé todo para no olvidarme ningún detalle.
Si las cosas salían como había planeado, en apenas horas iba a estar sentada sobre
el césped húmero del parque, charlando animadamente, escuchando anécdotas de
sus viajes y riéndonos juntos. Ignoro como volver a casa.
Eso formará parte de otra aventura en Londres. Por ahora, me apresto a bajar del
avión. Me cuelgo la canasta de mimbre en el brazo izquierdo, donde los buns, rolls y
facturas argentinas, prestas a ser devoradas, se asomaban debajo de un mantel a
cuadros rojos y blancos y tomo el Heathrow Express, para encontrarme a las 8 de la
mañana con él.
Roald Dahl me esperaba con un ejemplar en la mano de “Relatos de lo inesperado”...
qué coincidencia... para festejar juntos nuestros cumpleaños, con solamente dos días
de diferencia.
Silvia Mabel Vázquez: Nació en Buenos Aires, el 11 de septiembre de 1963. Es Profesora de inglés, periodista y escritora. Publicó trabajos en antologías y editó 4 libros. Recibió premios y menciones nacionales e internacionales. Fue jurado en certámenes. editora del blog lasmusasdespiertas.blogspot.com y de su página web www.silviavazquez.com.ar
CARLOS SUCHOWOLSKI
Argentina
Arriba de mi casa
Arriba de mi casa, al otro lado del techo, empieza un mundo extraño que me resito a creer real. Nunca me he atrevido a comprobarlo. ¿Por qué?; por miedo, es indudable. Con todo me he formado una idea aproximada de lo que sucede en él. Necesitaba hacerlo, darle a la absurdidad supuesta un orden eventual.
Los datos llegan sólo hasta mis oídos; esto es, ni la vista ni el olfato, pero ellos en sí no son imaginarios. Suenan y resuenan, constituyendo una evidencia.
Allí, todos los días a horas determinadas, a veces en más de una ocasión durante la jornada, se dan cierta suerte de aquelarres y orgias particulares, en absoluto no obstante de índole sexual; aunque quién sabe, me decía. De repente los muebles comienzan a ser arrastrados unos tras otros contra el suelo, sobre sus patas o quizá ya sus muñones, puede que de lado, quizá del todo del revés (como he dicho, nunca traté de asomarme para ver lo que pasaba exactamente dentro, ni me atreví siquiera a llamar a la puerta vecina), seguramente desgastados de tanto ser arrastrados, como inicialmente supuse con sentido de la realidad para pensar luego en algo más verosímil aunque pudiera parecer fantástico: que se o arrastraran por sí solos.
Hay días o tardes o noches en que es tal el ruido que se produce de uno u otro modo, recorriendo toda la superficie de arriba que no veo, limitado, no l sé bien, por el límite de las paredes que proyecto a partir de las mías, que imagino inevitablemente que allí tengo no un apartamento más del edificio sino una enorme coctelera en la que los muebles son batidos y se golpean entre sí como trozos de un fruto incapaz de convertirse en zumo. En ciertas ocasiones creo escuchar incluso cadenas que se arrastran y tacones de zapatos que parecen tener vida propia al ir, ¿desesperados, histéricos?, de aquí para allá, sin otro sentido aparente que el de estar huyendo, vadeando los muebles que se baten entre sí, o reproduciendo ritualmente una última escena en la que su dueña, no sé si desparecida, muerta y espectral, cuyo cuerpo quizá consiguiera haber escapado hacía tiempo aterrorizada, cuando yo aún no había ocupado mi piso. Posiblemente asesinada por aquellos objetos enloquecidos y hasta deglutida por ellos, lamida su sangre por las alfombras sedientas o la fregona puesta demencialmente a danzar… O, también, el fantasma de su dueña, me refiero, que se la pasa repitiendo horas enteras sus paseos realizadso antes del ataque furibundo, como si no dejase de olvidarse algo en el sitio que acababa de dejar atrás, una y otra vez, una y otra vez, acabando cada tramo con esa sensación que la llevaba, cuando vivía, a recordar que se había dejado atrás siempre alguna cosa, en un estado de constante incapacidad para recogerla y salir huyendo. Esto último, me inducía a pensar que los objetos, solos ya, realizaban a posteriori una irrefrenable celebración. O un ritual mediante el cual la invocaban para que bailara para ellos en traje de fiesta, al ritmo que más les satisfacía... Arrepentidos incluso por la infamia cometida, al sentirse culpables por el asesinato que habían cometido.
Sin embargo, había intervalos de calma en los que los tacones no sonaban, lo que me hizo variar la hipótesis de la pena y el arrepentimiento para sustituirla por arranques furiosos y festivos que al final acaban por cansancio, durmiendo todos los muebles aquellos la borrachera dionisíaca, desconectados los unos de los otros al final del trance. Pero en ese caso, necesitaba saber qué los despertaba y llevaba a absorber la sustancia que hincharía de ese modo sus almas de madera, fibra, plástico, metal… para volver a empezar.
Parecía así condenado a no encontrarle explicación plausible y a resignarme entre batahola y batahola, los ojos fijos en el techo como si pretendiera poder ver a través. O deseando que se convirtiera en un espejo gigante por el que pudiera pasar al otro lado, un espejo que quien o quienes ocuparon antes el piso que ahora habito hubiesen cubierto de yeso y pintado después de que el inquilino que me precediera se hubiese atrevido a atravesar para no volver… o para regresar hecho pedazos, desmembrado tras la bacanal. Y mientras esperaba que acabase, lo cual felizmente sucedía siempre por algunas horas, rogaba a las fuerzas del bien que intervengan al menos para impedir que a nada ni a nadie del otro lado se le ocurra e intente a continuación hallar el modo de atravesar el cristal que nos separa en sentido inverso, haciendo que de repente me caiga encima una tribu de ménades.
¡Menuda insensatez la de mi imaginación!
Un día pude saber de primera mano lo que sucedía, Fue al pasar delante del contenedor que habían colocado delante del edificio y en el que me atrajo una mesa de comedor de madera maciza que estaba increíblemente destrozada. No sólo por eso me aproximé hasta ella, sino porque sentí, pensando que me había vuelto loco, que se lamentaba quedamente, en un hilo de susurros repetidos. Extendí la mano con temor y piedad hasta la madera, entendiendo que había sido una víctima de lo que arriba sucedía, suponiendo aún que había sido objeto de la crueldad de las sillas que la habrían rodeado, o del armario que tantas veces había oído arrastrarse y que pudo haberle caído despiadadamente encima. Pero agucé el oído y me enteré: no, no eran los muebles los que luchaban entre sí o se volvían locos bajo alguna suerte de embrujo, sino ella; sí, la de los tacones que iban y venían, “la bruja”, como la llamó la mesa al contarme todo lo que pasaba. “La perra furiosa”, que los maltrataba empujándolos contra el suelo, golpeándolos entre sí, haciéndoles daño hasta que sangraran barniz y se astillaran cada vez que al regresar a casa del trabajo observaba que no se habían quedado exactamente donde los había dejado.
La confidencia aquella fue lo que me faltaba. Hasta ese momento dudada de que mis hipótesis hubiesen sido algo más que especulaciones imaginarias. Pero ya no me cabían dudas: lo que sucedía allí era del todo real y trágico. Claro que no podía hacer nada por aquellos pobres muebles, gigantes sumisos falsamente acusados por una loca de atar que se paseaba a veces de un lado para el otro antes de dejar la casa. Sólo me quedaba una cosa por hacer ya que no me atrevería a instarlos a la rebelión y al linchamiento: huir, es decir, cambiar de residencia.
Carlos Suchowolski- Argentino de nacimiento, reside actualmente en España. Ha publicado en diversos medios con traducciones al italiano, francés, alemán, inglés y bengalí, como la antología Once tiempos del futuro, editada en Alemania en 2018 y cuya selección Siete caras del futuro saldrá en Calcuta en febrero de 2020 a la vez pero independientemente que un conjunto de microrrelatos Guiños, en versión bilingüe. Ha integrado varias antologías colectivas y publicado la novela Una nueva conciencia, que se está traduciendo al alemán con vistas a su edición en 2020. Ha terminardo la novela La botella precintada y la colección de relatos Habría una vez… a la que pertenecen Espacio, espacio (INTI, 2018) y el relato aquí presente.
OLGA A. DE LINARES
Argentina
Ariadna
Aquella mujer estaba sola. Pero llena de palabras. Tantas, que el cuerpo ya no le daba más, y le reventaban las costuras del alma.
Las palabras querían nacer. Y empujaban, atropellándose en su garganta, trepándosele por la lengua, golpeándole los dientes.
Pero ella apretaba los labios y las tragaba de nuevo, encerrándolas en algún lugar del cuerpo por un tiempo más. No era fácil.
Furiosas, las palabras le arañaban los pulmones, le mordían el estómago, le clavaban las uñas en el costado izquierdo del pecho. Las sentía revolverse como un manojo de culebras. Arder como un montón de brasas. Pesar como racimos de guijarros.
Y en las noches, cuando el sueño la vencía, se deslizaban por su boca entreabierta, y volaban, polillas encendidas, buscando donde hacer nido.
A veces su revoloteo la incomodaba; entonces se agitaba, intranquila, sin llegar a despertar del todo. Las palabras fugitivas se quedaban muy quietas, aguardando...
Y cuando ella se entregaba de nuevo al sueño, que aflojaba las cerraduras de su boca, salían de puntillas, con pasos de duende; un hilo de oro, un rocío de estrellas que huía, veloz, por todas las rendijas de la casa.
La mujer no callaba por gusto. Pero le habían enseñado que solo los locos hablan solos. Y ella, que tan sola estaba, ¿a quién iba a hablarle?
No quería como compañera a la locura, esa vieja desgreñada y hostil.
Por eso apretaba los labios y soportaba las torturas inflingidas por las palabras prisioneras.
Volando sobre el tapiz de la noche, chispeaban sobre los techos dormidos, sobre las terrazas donde los gatos se amaban ruidosamente, sobre los charcos de luna estancada.
Buscaban, buscaban siempre, el oído dispuesto a recibirlas.
Hasta que vieron aletear unas cortinas deshilachadas. Como esas banderas que usan los marinos para comunicarse, las llamaban, les hacían señas...
En remolino, la bandada giró sobre la casa, ese diente solitario en la boca oscura del campo.
Atropellándose, entraron por la ventana abierta.
Sobre la cama, un hombre dormía.
Curiosas, las palabras le miraron el perfil de niño viejo, indefenso.
Le acariciaron el pelo con ternura de madre y el rostro con ansias de amante. Le rozaron los labios, temblando con su aliento. Luego, con suavidad, comenzaron a deslizarse en sus oídos.
El sueño del hombre se llenó de un paisaje desconocido, edificó una casa pequeña y blanca acurrucada al pie de unos cerros multicolores, se enredó en las ramas sedientas de un árbol agobiado de estrellas.
En la casa había una mujer. Tenía los labios florecidos de palabras y, tras los ojos cerrados, una promesa de amor.
El hombre despertó rodeado de alas invisibles y susurros brillantes. Sentía una renovada tibieza en el pecho, junto al corazón, allí donde había guardado el rostro de la bella durmiente.
Y por un momento, creyó que un millar de luciérnagas había invadido el cuarto solitario.
Las palabras, desovillando su leve madeja de oro, le señalaron el horizonte, lo tomaron de las manos, le prestaron sus alas.
El hombre sonrió, lleno de su luz.
Luego, se puso en camino.
De Vuelta
Pone a calentar el agua para la sopa y, una vez más, piensa en su futuro.
Se ve repitiendo la misma acción durante... ¿cuántos años todavía? Si se atiene a las estadísticas, puede que tenga por delante unos veinte, tal vez veinticinco años más. No es una idea consoladora. En realidad, le da ganas de aullar hasta que alguien, harto de oírla, llame a la policía.
Comienza a pelar las papas, descartando ese deseo. Todavía, sí, todavía puede dejar del otro lado de los dientes y los labios apretados el grito que se agazapa en su interior. Mientras lava las papas piensa que su vida es como esa agua que se va por las cañerías. Nada original, por cierto. Desde el griego aquel cuyo nombre no recuerda ¿cuántos han pensado lo mismo?
¡Lástima no poder remontar la corriente! Volver al inicio, o al menos a algún punto intermedio donde poder desviar su flujo, sabiendo ya cuáles paisajes encontrará de no hacerlo. Tal vez no haya mejores, de acuerdo. Y al final, el resultado será el mismo...
Sin embargo...
Corta las papas en prolijos cubos, como si esa simetría tuviese alguna importancia fundamental, y las echa en el agua que ya hierve. Vacila un instante. ¿Qué será mejor, salarla o agregarle un par de cubos de caldo? Opta por lo más fácil, como siempre.
Igual, Antonio no notaría la diferencia aunque se tomara más trabajo. Comería en silencio, como de costumbre, sin comentarios, dejándole a la televisión el trabajo de llenar los espacios vacíos.
El deseo de volver atrás se hace doloroso, punzante. Agradece a la cebolla que está cortando que le permita dejarlo salir en ese llanto silencioso que, últimamente, se le ha vuelto tan habitual, pero que no basta para aliviarla. Después se lava las manos, sabiendo que el olor acre permanecerá en ellas del mismo modo que esa angustia cotidiana. Sin secárselas, abre la heladera.
Cuando la electricidad la golpea alcanza a recordar la voz de su madre recriminándola:
- ¡Nena, no abras la heladera descalza!
Pero ya es tarde.
Abre los ojos, confusa. Tiene delante el rostro ansioso de Germán, su hijo mayor. Pero no, rectifica. No es él. Es... ¿Antonio? ¿Cómo puede verse tan joven? Mira alrededor. Están en el departamento de sus padres. Todo luce tal como lo recuerda. El problema es que hace más de treinta años que lo han vendido, poco después del accidente. ¿Cómo han llegado allí? En la cocina se escucha cantar a alguien. ¿Es su padre, acaso? La voz familiar y añorada tarareaba una canzonetta.
- ¡Se van a chupar los dedos, chicos! – el comentario abre un paréntesis en el canto, que se reanuda casi enseguida.
Antonio le está hablando, pero no puede entenderlo, absorta en ese reconocimiento de un sin sentido, diferente al habitual. Las preguntas se acumulan en su garganta, pero no puede formularlas. Mira la mesa, donde se acumulan libros y carpetas. Los títulos la retrotraen a un tiempo descartado, cuando se soñaba bióloga, antes de...
Se mira las manos. No tiene puestos los anillos. Tampoco ve las manchas que han - ¿habían?- comenzado a salirle... ¿hacía seis... siete años?
—¿Qué te pasa, Ani? – por fin, las palabras de Antonio atraviesan la confusión de su mente - ¡Parece que hubieras visto un fantasma!
Sin contestarle, se pone de pie y va hacia el baño. Pisa con cuidado, como si temiera que el parquet gastado pudiera desaparecer de pronto debajo de ella. Entra y cierra la puerta, dejando atrás el rostro intrigado del muchacho, y se apoya contra la madera, sin poder convencerse de que esto le esté pasando realmente. Ve los azulejos celestes, la salida de baño de su madre colgada de uno de los percheros, las manchas de humedad en una esquina del techo.
Le tiembla todo el cuerpo. Nada raro, después de una descarga eléctrica, se dice, queriendo poner algún orden en el súbito descontrol del tiempo.
Cuando consigue serenarse un poco, se asoma al espejo, casi segura de lo que va a ver.
Alza las manos, se toca el rostro rejuvenecido, confirmando la realidad de la irrealidad. Huelen a cebolla.
CARLOS MARÍA FEDERICI
Uruguay
D í d i m o
EL DESALIENTO se abatió sobre su espíritu. ¡Todo estaba perdido!
Las suelas de sus sandalias parecían adherirse al piso; el solo esfuerzo de hacer jugar los músculos de las piernas para andar iba resultándole más y más penoso. Sus fuerzas se agotaban, pensó. Sería mejor tenderse a dormir y olvidarse de todo.
Pero se obligó a reponerse y continuar su camino. Debía ir a buscarlos…, decirles que ya no había nada que hacer; que él se apartaría del grupo. E incluso procurar convencerlos de dispersarse, porque sin su líder ellos ya no eran nada.
El aire de la noche, frío y hostil, le penetró hasta el tuétano. Hizo ademán de abrigarse con su pobre manto deshilachado, aunque sin demasiado interés en ello. ¿Para qué? Ya nada tenía sentido, se dijo.
A los lados de la calleja, las casas, bultos oscuros, se erguían silenciosas y ciegas, con todas las puertas y ventanas cerradas. Había dolor en el aire, como algo táctil, le parecía. Había culpa también…, pero ya era tarde para lamentarse. Lo hecho, hecho estaba y no tenía remedio. ¡No tenía remedio!
No pudo evitar el recuerdo de tiempos menos oscuros, cuando recorrían los caminos siguiendo al Rabí, el de los milagros y la sabiduría y las palabras justas… ¡Parecía tan lejos todo eso! ¿Cómo pudieron dejar que se terminase así? ¡Pero ya no tenía remedio!
…Primero un grupito, luego más y más, hasta sumar multitudes. Se sentaban, callados y atentos, a oírlo y aprender. Los romanos desviaban la vista; los fariseos los miraban con gesto torvo, celosos de la creciente influencia de aquel a quien veían como falaz advenedizo, amén de peligrosa amenaza para su poder. Nada de eso les importaba a sus adeptos; sabían que lo seguirían siempre, sin inmutarse ante ningún impedimento.
—¡Estoy enfermo, Rabí! —y él los curaba.
—¡Tengo hambre, Señor! —y el les alimentaba con la Palabra.
Ellos presenciaban sus prodigios, con ojos asombrados y mandíbulas caídas. ¡Sin duda, era alguien excepcional, único! Parecía que no había nada que no pudiera hacer.
Hasta que Marta y María le mandaron decir:
—¡Señor, Señor! ¡Nuestro hermano Lázaro, a quien tanto quieres, está agonizando!
Y él, que estaba lejos, curiosamente, no se apresuró a llegar junto al enfermo.
…Recordó que habían intentado hacerle desistir de volver a Judea, ya que corría peligro de que atentasen contra su vida; y habían pensado que a ello obedecía el que no acudiese prontamente junto al enfermo. Después, sin embargo, entendieron sus razones.
Estaba frente al lugar donde los discípulos se escondían, encerrados a piedra y lodo, por miedo a los judíos, ahora enemigos mortales de todos ellos. Él también tenía miedo, y por eso mismo se afanaría en persuadirlos de que olvidasen aquella quimera, que ponía en peligro sus vidas para nada.
De cualquier modo, se dijo, que no cuenten más conmigo.
Dio los golpes convenidos sobre la puerta, y tras corto lapso le abrieron.
—¡Dídimo! (“Mellizo”) ¿Eres tú? ¿Por qué tardaste tanto! ¡Entra, entra!
Se sorprendió. ¿A qué obedecía aquella expresión alborozada del otro?
Al entrar, un coro de voces le recibió, y todas eran jubilosas.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Están todos locos?
—¡Sí, Tomás! ¡Locos de alegría!
Y lo abrazaron, y lo palmearon, aumentando su perplejidad.
—¡Él no está muerto! ¡Resucitó! ¡Lo vimos, Dídimo!
Entonces se sintió invadir por la cólera.
—¿Están burlándose de mí? ¡Nadie resucita…, ni siquiera él!
Pero le rodearon, asintiendo con la cabeza, aferrándole por los brazos, sacudiéndolo, en su ansia de convencerlo del milagro que habían presenciado.
—¡Lo vimos! ¡Lo tocamos, Tomás!
Hizo una mueca escéptica.
—¿Pasaron un dedo a través de los agujeros de sus manos? ¿Metieron la mano en su costado abierto? ¡No intenten engañarme! ¡No soy estúpido! Y si tuvieron una alucinación, traten de olvidarla, porque lo que creen haber visto es una imposibilidad.
Pedro, el mayor, le amonestó:
—¿Cómo puedes dudar así de él? ¿No presenciaste ya sus milagros? ¿No le viste darle la vista a un ciego, el habla a un mudo y piernas nuevas a un paralítico?
—Sí, ¡pero eso no es lo mismo! Contra la muerte…
—¿Cómo? ¿Ya olvidaste a aquella niña a quien volvió a la vida? ¿Y a Lázaro, que tenía tres días de muerto cuando llegamos junto a él, y hedía? ¡Y sin embargo, él lo conminó a salir de la tumba, y todos lo vimos caminando de nuevo!
Sintió que el secreto saltaba dentro de su pecho, como potro salvaje, pugnando por brotar de su garganta a través de sus labios… Se los apretó con la palma y se contuvo.
En cambió, profirió:
—¡No podrán convencerme! ¡Lo soñaron todo, insensatos!
…Recordó que él había llorado junto al sepulcro del amigo, por haber llegado demasiado tarde.
—¡Ay, Señor! —se lamentó María—. ¡Si hubieses estado aquí, Lázaro no estaría muerto!
—Lázaro va a resucitar —aseguró el Rabí—. Ten fe, María.
Y él, Tomás, pensó que era imposible. Allí terminaría todo, se dijo. Cuando el Rabí no pudiese cumplir con lo prometido, la confianza del pueblo desaparecería. Lo iban a abandonar, cuando más necesitaba de su apoyo, cuando fuerzas malignas buscaban su destrucción. No podía permitir que eso sucediera. Si hubiese un modo, aunque fuese apelando a recursos extremos…
A la impostura, incluso. Entonces se le ocurrió la idea. Lo llamaban Dídimo, o sea “Mellizo”, por su sorprendente parecido al mismo Lázaro. Así que…
…Volvió al presente. Oyó abrirse la puerta, pese a que estaba trancada por dentro, y vio al Rabí frente a él, entre el rumor reverente de los otros.
Era real. No podía dudar del testimonio de sus propios ojos.
—Ven, Tomás. No tengas miedo. Vamos: atraviesa las heridas de mis palmas con tu dedo, y luego mete la mano en mi costado. ¡Así creerás por fin en lo que ves, y en lo que han visto tus compañeros!
No se atrevió a acercarse, ni a enfrentar su mirada, porque ahora sabía que con su acción en el sepulcro de Lázaro había incurrido en un grave pecado. Si él no se hubiese interpuesto con su simulación, de seguro Jesús habría operado el prodigio sin inconvenientes. Ahora comprendía su irreverencia y su arrogancia, al permitirse dudar de su poder… Lázaro había vuelto a la vida después de todo (ahora lo sabía), pero fue tras aquella innoble transgresión de su parte…, totalmente injustificada y condenable.
—¡Perdón, Señor! —y rompió en amargo llanto.
—Ahora —repuso Jesús, con suave acento—, crees, porque viste. ¡Bienaventurados los que creen sin haber visto!
[Lo mismo podría aplicarse al mundo de hoy.]
Nota del autor: Lejos de considerarme un conocedor de las Sagradas Escrituras, estoy, sin embargo, relativamente familiarizado con ellas, por oírlas repetir dominicalmente en las misas y por la lectura fragmentaria de mi ejemplar de la Biblia. Y no dejó de llamarme la atención el hecho de que sea precisamente en dos instancias del Evangelio de Juan, la de la resurrección de Lázaro y la de la vuelta a la vida del propio Jesucristo, que se hace hincapié en el apodo de “Mellizo” de Tomás, por otra parte el que parece haber padecido de incredulidad más pertinaz entre los discípulos. Comencé a preguntarme: “¿Mellizo de quién?”; y así nació este pequeño relato, desde luego que sin ánimo de irreverencia, ni mucho menos de controversia. Debió tratarse de ese “mínimo de sugestión” de que alguna vez hablara el gran Ray Bradbury, y que afortunadamente vino a interrumpir un lapso de indeseable inercia creativa de mi parte.
Carlos María Federici – Montevideo, Uruguay, 1941. Escritor profesional desde 1961. Publicaciones en revistas nacionales, americanas y europeas. Traducido a varias lenguas. Participó en antologías internacionales y tengo 13 libros publicados, siendo algunos de estos segundas ediciones de distintas editoriales (10 títulos originales). Se me otorgaron diversos galardones en certámenes nacionales e internacionales.
DANIEL FRINI
Argentina
Der rattenfänger
En junio de mil doscientos ochenta y cuatro, Hameln estaba infestada de ratas.
Los buenos hombres de la ciudad no encontraban forma de librarse de ellas, aún después de haber recurrido a los más afamados alquimistas de la comarca. Cierto día, se hizo presente un músico extraordinario pero misterioso, que decía venir de la vecina Hadessen. Prometió librarlos de la plaga a cambio de un fabuloso estipendio. Desesperados, los habitantes aceptaron. El Virtuoso estaba acompañado por un séquito de diez sirvientes y pajes, que montaron su enorme órgano tubular y lo dispusieron en la Plaza Mayor, cinco chantrés, cuarenta integrantes del coro; y, claro está, seis diáconos y un deán.
El Músico se sentó al frente del instrumento y durante dos días, de continuo, entonaron motettos, discantos, conductos, gymels, faux-bordones, duplos y triplos, rondellós, hoquetos, responsorios, canons, ave verum corpus, imitaciones y fugas, tropos y secuencias. Costó mucho, pero al final de la segunda jornada, la plaga había dejado Hameln rumbo al río Wesser.
El Cazador de ratas exigió el pago, pero los habitantes de Hameln no pudieron reunir la fortuna acordada. Con parsimonia, el músico ordenó a su cohorte que se alistasen nuevamente. Otra vez se sentó frente a su órgano, suspiró y descargó sus manos sobre las teclas. El tritono prohibido «Mi contra Fa», el diabulus in música, atronó el aire. Chantrés, coro, diáconos y dean se travistieron en trouvés y juglares cazurros, ministriles, goliardos, minneängers, saltimbanquis, equilibristas, meretrices y bailarinas. De sus viejas carretas sacaron sus instrumentos: rabés, fídulas, cornamusas, zanfoñas, arpas, cémbalos, laúdes, cornetas, chirimías, sacabuches, añafiles, trombettas, flautas de pico, alboques, traveseras, bombardas, dulzaínas, caramillos, cromornos, bajones, darbukas, tamboretes, panderos, carrillones, olifantes, buccinas, crótalos, vihuelas, orlos, cornettos y pífanos; la mayoría de ellos, instrumentos censurados por la Santa Madre Iglesia.
Durante otros cinco días entonaron baladas madrigales, virelays, frottolas —villanellas, villottas, strambottos y barzellettas— y caccias, cançós, sirventés, laudas, cántigas y canciones del alba, lays, canciones de mal casada y canciones del trabajo, pastorellas, estampiés, tençós y hasta jarchas y moaxacas. Bailaron basse danse, salterello, danse macabre, branle y tresque, carolas, y tantas otras danzas prohibidas desde las olvidadas bacanales del pasado. Bebieron vino, cerveza, hipocrás, claré, hidromiel, sidra y perada expropiados de las casas de la ciudad. Se emborracharon hasta caer y escandalizaron a todos con sus gritos, sus obscenidades y exhibiciones orgiásticas.
Al fin de la séptima jornada, cansados de tanto vicio y vulgaridad, alarmados por tanta ostentación demoníaca, los buenos vecinos de Hameln se sentaron a negociar con los Varegos del rey noruego Magnus el sexto; y les vendieron, como esclavos, ciento treinta de sus niños.
Cuando le hubieron pagado, el Músico ordenó a los suyos que desmontasen el gran órgano, guardasen los instrumentos y se preparasen para partir.
Dejaron la ciudad de Hameln el veintiséis de junio, día de los santos Juan y Pablo.
Acamparon en Emmerthal, después de un día de marcha. Dos de los sirvientes del Músico se adelantaron, con una gran carreta, hasta Ottenstein y se detuvieron a unas trescientas yardas de distancia da las puertas de la ciudad. Allí liberaron el cargamento de ratas.
En julio de mil doscientos ochenta y cuatro, Ottenstein estaba infestada y los buenos hombres de la ciudad no encontraban forma de librarse de los roedores. Cierto día se hizo presente un músico extraordinario, pero misterioso, que decía venir de la vecina Hameln. Prometió librarlos de la plaga a cambio de un fabuloso estipendio.
Daniel Frini: Escritor y poeta argentino. (Berrotarán ―Córdoba, Argentina―, 1963). De profesión Ingeniero, fue redactor y columnista en varias revistas, colabora en varios blog y e-zines. Blog personal http://danielfrini2.blogspot.com.ar/ e-mail: dfrini@gmail.com
Gracias por incluirme entre tantos nombres prestigiosos; de amigos, algunos. ¡Muy buena presentación!
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