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Monday 15 February 2021

BABELICUS No 12

 

BABELICUS N° 12

REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL – marzo, 2021
ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO VALENTE, DANIEL 
ANTOKOLETZ, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR.

 



Estimados amigos: 

Les presentamos el número doce de BABELICUS EN ESPAÑOL https://babelicus.blogspot.com/  HYPERLINK "https://www.facebook.com/Babelicus/" (grupo abierto de Facebook), con relatos de autores hispanos, con el fin de entretenerlos, ya que muchos países aún están en cuarentena. Les deseamos una feliz recuperación de la vida a la normalidad durante este año 2021. Quien desee comentar sobre sus autores preferidos lo puede hacer en la página Babelicus de Facebook.

Ruego a los escritores de lengua española interesados en publicar en Babelicus que envíen sus colaboraciones adjuntas en Word a los administradores de la edición en español de la revista virtual, y a: Adriana Alarco de Zadra:  alarcoadriana@gmail.com

Los escritores no pierden sus derechos de autor.

Portada: antiguo caballero español. Acuarela sobre papel de Adriana Alarco de Zadra.

 

 

ESPAÑA

JOSE CARLOS CANALDA

 

DELENDA EST RATIO

 

Durante miles de millones de años, los pkarr habían practicado a todo lo largo y ancho de la galaxia lo que para ellos era simplemente una saludable y necesaria profilaxis, aunque sus víctimas no hubieran dudado un instante en calificarlo como genocidio: el exterminio masivo y total de todas aquellas especies animales en las que hubiera brotado la chispa de la inteligencia.

Bajo su punto de vista tan drástico comportamiento no podía ser más lógico. Habiendo sido los primeros en abandonar la pura y simple animalidad y también los primeros en recorrer hasta el final la larga senda del intelecto, no deseaban que nada ni nadie pudiera llegar a disputarlos su secular dominio de la galaxia. Para ellos la Vía Láctea no era sino su patrimonio personal que les pertenecía en exclusiva por el simple hecho de haber llegado los primeros... Y a buen seguro que no estaban en modo alguno dispuestos a compartirla con nadie.

Esto no quiere decir ni mucho menos que los pkarr se propusieran exterminar hasta el último brote de vida: Amén de que probablemente no hubieran podido llegar a hacerlo, lo cierto es que les gustaba disfrutar de todo aquello que les ofrecía su posesión galáctica incluido el universal fenómeno de la vida... Siempre y cuando su nivel de inteligencia no rebasara el correspondiente a un simple animal.

De hecho, los pkarr se comportaban igual que lo pudiera haber hecho un jardinero celoso de su trabajo mimando los arriates de flores al tiempo que arrancaban tanto las malas hierbas como todos los brotes de árboles que pudieran amenazar con su futuro crecimiento al majestuoso ejemplar que se alzaba solitario dominando toda la extensión del jardín.

Un buen día los responsables de uno de los sectores de la galaxia estimaron necesario erradicar un brote de inteligencia que se había producido en el tercero de los nueve planetas que conformaban el sistema solar de una pequeña estrella amarilla. La operación de limpieza se desarrolló, tal como cabía esperar, de una manera tan rápida como precisa; apenas tres ciclos temporales después la amenaza había sido conjurada al tiempo que se evitaba el menor trastorno en el delicado equilibrio ecológico del planeta, en el que todo seguía igual que antes a excepción del exterminio de varios miles de millones de seres vivos e inteligentes; al fin y al cabo, a ellos también les gustaban los animales.

*     *     *

A pesar del tiempo transcurrido desde que tuviera lugar la catástrofe, nadie en la Tierra ha conseguido aún explicarse la razón de la brusca extinción de todos los insectos sociales que poblaban el planeta a causa de una repentina esterilidad de las reinas de hormigas, termitas y abejas, las cuales habían dejado de poner huevos... Y esto sin que se produjera el menor trastorno en equilibrios ecológicos tan delicados como la polinización o los hábitos alimenticios de tantos y tantos insectívoros, todos ellos reajustados tan perfecta como misteriosamente. De hecho, los únicos que parecieron echar de menos a los extintos insectos fueron los aficionados a la miel y a todos sus derivados.

 

José Carlos Canalda (Alcalá de Henares, España, 1958) es doctor en Ciencias Químicas por la Universidad de Alcalá de Henares y trabaja en un instituto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.) en Madrid. Aficionado a la ciencia ficción desde muy joven, cultiva tanto la vertiente del ensayo como los relatos. En su página personal http://www.jccanalda.es tiene publicada la mayor parte de sus trabajos dedicados a este género, tanto relatos como artículos y ensayos.

 

CHILE

SERGIO LIDID CÉSPEDES

 

EL REGRESO A LAGO GRANDE

 

He vuelto al Lago Grande. En este agreste paraje conocí hace muchos años a una hermosa adolescente. En aquella época yo era joven e impetuoso, y solía pasear cerca del lago en los momentos en que mi espíritu violento y rebelde se ahogaba frente a la estúpida vida universitaria. No sé qué provocó en mí ese irracional capricho por aquella salvaje criatura que, ocasionalmente, encontraba en mis caminatas por el lugar. Siempre que nos cruzábamos nos mirábamos intensamente, sin esconder nuestra mutua y fatal atracción. Ella vivía a orillas del lago con su familia numerosa, que sobrevivía de la pesca y la siembra en las huertas labradas sobre la falda de la montaña.

Una tarde, en que regresaba de una agotadora excursión, por fin la encontré sola, algo alejada del caserío. La llamé con discreción, y directamente le expresé que la deseaba. Me estudió durante un tiempo que me pareció larguísimo bajo el cielo nuboso, pero debe haber sido sólo un par de minutos, lo que le llevó responder: “Ahora me es imposible juntarme con usté, andan mis hermanos por aquí.” “¿Cuándo?”, pregunté tembloroso, mi mirada fija en sus negras pupilas. “Mañana de madrugá. Lo esperaré en el embarcadero”.

Sabía que era peligroso volver al lugar con la intención de seducir a la muchacha. Eran seres muy primitivos, siempre dispuestos a hacerse justicia por su cuenta; les bastaban sus puñales y sus garrotes. Pero yo era un don Juan criollo y no podía dejar pasar la oportunidad ni olvidar esa apetitosa presa, así que osadamente decidí regresar.

Todavía estaba oscuro cuando ya merodeaba por el lugar, y ¡allí estaba esperándome frente al lago! Sin mediar muchas palabras nos besamos alocadamente, nos desnudamos con premura y nos sumimos en un desenfreno orgiástico ocultos tras unos matorrales. A pesar de su existencia ruda y montaraz, recuerdo que fue extrañamente suave y cariñosa. Con los primeros rayos del sol que golpearon las aguas oscuras me asaltó el temor de ser descubierto. “¡Me voy!” “¿Volverás mañana?” “Sí, mañana, a la misma hora”. No fue más lo que dijimos.

Nuestros encuentros se repitieron en muchos amaneceres, no recuerdo cuantos. Hubo días en que tuve que regresar sin el premio de su amor, por culpa de algún percance que le impidió acudir a nuestra cita o debido a más de un desagradable tropiezo con lugareños, que me observaron pasar, hoscos y sorprendidos de mi temprana presencia.

Un día me dijo muy seria que teníamos que hablar. “¿Sí?”, pregunté, pretendiendo inocencia, pero adivinaba sus palabras: “¡Estoy embarazá! El niño es tuyo; eres mi único hombre”. Quedé mudo. “¿Qué te pasa? ¿Qué ya no me querí?”. En ese momento, allí de pie, mirándome con sus ojos negros, juro que la amaba; todo me decía “la amo… la amo”. “Sí, te quiero”, le aseguré. “¿Hablarás con mis viejos?”. “Por supuesto, hablaré con ellos”. Nos besamos e hicimos el amor con furia, quizás presentíamos que era nuestra despedida.

No sólo no volví, sino que borré mis huellas. Sabía que, si me buscaban, con el tiempo lo abandonarían por inútil. No era la primera campesina embarazada por un cobarde que se esfumaba, más de un tercio de la población del país era producto de muchachas desamparadas seducidas por canallas de mi especie.

Pasaron los años implacables, creí haber olvidado aquel hecho vergonzoso, pero me asaltaba en mis sueños: En mi memoria ella no había envejecido, seguía joven e inocente preguntándome a orillas del lago: “¿Volverás?”. Y yo seguía respondiéndole eternamente que volvería.

Y un día regresé. Deambulé como un sonámbulo por la ciudad… Y una madrugada un taxi me dejó en el sinuoso sendero que nace de la carretera a un par de kilómetros del lago. Al avanzar hacia mi destino, me pareció retroceder en el tiempo. Nada había cambiado; allí estaba el bosquecillo de araucarias, los matorrales, la zarzamora… Mi cuerpo agradeció la frescura matinal. Me sentía nuevamente fuerte y joven; hechizado y sonriente, abalanzándome a una cita fantasmal. Por fin aparecieron las viejas casas, la destartalada verja de madera, que abrí nervioso, para encaminarme por una trocha pedregosa hacia el desvencijado embarcadero, donde ella solía esperarme. Pero el lugar estaba vacío. Me senté conmovido y desolado sobre una piedra a contemplar las aguas y añorar.

El sol comenzó a acariciarme. Escuché trinos, ladridos y el lamento inquietante del viento, y de pronto presentí su presencia. Me levanté y volviéndome la descubrí: un halo luminoso producido por el sol le daba una belleza irreal: sus cabellos estaban grises y la piel algo ajada, pero sus ojos aún quemaban.

 

(Publicado en Cervantalia, revista complutense de Alcalá de Henares)

 

Sergio Lidid Céspedes: Reside en España, es Profesor de castellano, actor, dramaturgo. En 1967 emigró a París, regresó a Chile en 1970. Para el Golpe fue detenido, exonerado y expulsado. Ha publicado cuentos, artículos y poesía en revistas de Inglaterra y España. Su primera novela "La desaparición de Cristal" en editorial CEIBO, N° 28. Santiago de Chile, 2014.

 

ARGENTINA

ROLANDO MARTIÑÁ

 

MAJAS

 

Un amigo que viajó a Europa recientemente me relató el siguiente episodio vivido por él en el Museo del Prado, en Madrid. Lo hago público con su consentimiento porque lo juzgo profundo y divertido.

“Faltaba poco más de media hora para que cerrara el museo y los empleados hacían todo lo posible para arrearnos (literalmente) hacia la salida, avisándonos a la vez que la cafetería ya había cerrado y la tienda de “suvenires” también… De modo que, ¡a casa!

Cansado por la caminata dentro del Museo y fuera de él, un domingo de lluvia y viento como pocos, decidí ignorar por un rato a los inflexibles bedeles y traté de escabullirme en algún salón lateral, especialmente para sentarme y descansar un poco. Tuve suerte: la sala de Goya estaba prácticamente vacía de público y de cancerberos. Y además, frente a mí, relucían, como lo que son, las famosas majas…

Quien diga que, por cansancio, desinterés por las artes plásticas, pruritos morales o antigoyismo esencial puede pasar por delante de esas figuras sin detenerse, sea varón o mujer, miente. En verdad, sentí un estremecimiento al contemplar ese luminoso cuerpo, destacándose en la oscuridad ambiente; esas redondeces, hoy detestadas (o envidiadas) por tantas mujeres, pero siempre tan deseadas por todos los hombres. Ese rubor de quien acaba de hacer el amor o espera hacerlo de inmediato.

Un rumor creciente me sacó de una somnolencia que empezaba a ganarme, favorecida por la soledad y el silencio: me pareció escuchar la voz altiva e irritada de Catalina de Aragón, amonestando al Maligno en la figura de su esposo Enrique VIII, a causa de lo que ya sabemos, Ana Bolena, digamos y otros etcéteras, más la falta de hijo varón… “Lo que es la mente”, me dije, porque al divisar a duras penas a la emisora de tales invectivas, vi a una especie de “institutriz británica” (Serrat, dixit), de pelo sujetísimo y rodete al tono, lentes gruesos y trajecito de secretaria, de las de antes… Todo parecía encajar, pero no sus destinatarios: un enjambre de adolescentes de ambos sexos que probablemente ya hartos de tanta cosa muerta, prácticamente se abalanzaron hacia las majas, codeándose, riendo y diciéndose cosas al oído, podemos imaginar de qué tenor…

Cada tanto, por sobre el murmullo creciente, se alzaba el anatema inquisitorial, la voz de aquel que ya en los umbrales del siglo XIX, secuestraba la obra y acusaba a Don Francisco de hereje: “… esto que veis allí, no debéis asimilarlo a puro erotismo, como el que veis a menudo en la TV o en el ordenador… sería rebajar las intenciones del Maestro… Se trata, nada menos, que de exaltar el cuerpo místico, ese cuerpo hecho a imagen y semejanza del Altísimo, y que no casualmente se encuentra en esta sala frente al Crucificado, esa otra gran obra, ese otro cuerpo casi desnudo, esa ofrenda a la humanidad y de la humanidad…”.

Mientras la implacable docente continuaba con sus divagaciones, los jóvenes se inquietaban cada vez más y sus risas eran ya directas y sonoras. Lo que obligaba a Catalina a elevar más la voz, en una escalada imprevisible, mostrando el clásico fastidio de quien quiere devolver las ovejas al redil y no es comprendido por ellas.

Comencé a divertirme, y mucho más cuando descubrí a la parejita que disimuladamente trataba de alejarse del grupo, buscando un lugar más reservado, seguramente para que él pudiera recorrerla con su boca y sus manos tal como ávidamente había recorrido a la maja con sus ojos, y ella pudiera verse así de mórbida y deseable, pero sin llamar la atención…      

Antes de adormecerme por un rato, me pasaron dos cosas. La primera: comencé a jugar con las palabras, y acordándome de “Les Luthiers”, recité gregorianamente “pubis pro nobis”, y burlándome de la ortografía, como seguramente le hubiera gustado a Goya, pasé de “vello púbico” a “bello pubis” y asocié impensadamente con que una de las cosas que casi le cuestan la vida al pintor fue que mostrara de ese modo esas partes, y no de un ser mitológico, sino de una mujer real, de carne y hueso… La otra cosa, es que alcancé a entrever que me estaba quedando solo. A lo lejos, pude divisar a los últimos muchachos, ya a los empujones, con la adrenalina a mil, y a la Reina airosa, al frente, con el rostro de quien ha logrado tapar el sol con su pulgar en alto y ha contribuido a salvar una docena de almas.

Fui el último en salir. Afuera llovía y me empapé hasta llegar a uno de los taxis que hacían fila en la calle. En un tono que ya había escuchado por demás esa tarde, el tipo me dijo: “¿Usted necesita un paraguas, no?”. Seguro de que aludía a que iba a mojarle el tapizado, proferí un “sí” rotundo y definitivo, y volví a sumergirme en mi interior. Fantaseando en cómo terminar “esa tarde gris”, con mi maja que duerme en el hotel, no sé si desnuda o vestida, pero espero que deseosa de hacer estallar el sol entre las sábanas…

 

Rolando Martiñá es docente, Licenciado en Psicología clínica y educacional, con un Posgrado en Orientación Familiar. Actualmente ejerce la psicoterapia. También es escritor, ya lleva publicados ocho libros de educación, dos de cuentos, y su última novela "Fin de siglo". Vive en Argentina, ciudad de Buenos Aires.

 

ESPAÑA

HÉCTOR DANIEL OLIVERA CAMPOS

 

CELOS EN EL PARAÍSO

 

-Cari, ¿qué te pasa?

-No me pasa nada.

-Algo te debe de pasar, llevas todo el día de morros.

-¡Tú tendrías que saberlo!

-Pues no lo sé.

-No entiendo cómo tienes el cuajo de preguntármelo.

-¿Preguntarte el qué?

-No sé, pregúntaselo a tu amiguita.

-¿Qué amiguita?

-A la amiguita de tus sueños.

-¡Estás loca!

-Así lo arreglas todo, diciendo que estoy loca.

-Pero es que lo estás.

-Claro, yo estoy loca y tú eres Don Perfecto, hecho a imagen y semejanza de tu Creador.

-Pero, ¿de qué amiguita hablas? Esto es de locos.

-Siempre me dijiste que yo fui la primera.

-Es que eres la primera.

-¿Tienes el morro de mentirme en mi cara?

-Te lo juro cariño, tú eres la primera y no hay ninguna otra.

-Tengo pruebas.

-¿Qué pruebas?

-Te he contado las costillas mientras dormías.

-¿Y para qué has hecho esa chorrada?

-Te faltan dos costillas. Tienes dos costillas menos que yo.

-¿Y eso qué demuestra?

-Sabes perfectamente lo que demuestra.

-Estás para que te encierren. ¿Acaso me ves que yo esté con alguien?

-Anoche hablaste en sueños y pronunciaste un nombre.

-No sé de qué me hablas.

-Lilith.

-No conozco a ninguna Lilith.

-¡Mentiroso, embustero! ¡Te he contado las costillas, cabrón! ¡Te he contado las costillas! Me marcharé al este del Edén y te vas a quedar más sólo que la una por ponerme los cuernos.

-No se puede hablar contigo, estás como una regadera. Aquí no hay nadie más que tú y que yo.

Eva dejó a Adán renegando y se marchó a dar un paseo con el propósito de serenar su ira. Al pasar frente al árbol del bien y del mal, una serpiente le salió al paso.

-Buenos días, Eva -dijo la serpiente.

-Buenos días, pero no debería hablar contigo, al Jefe no le gusta.

-El Jefe, el Jefe, el Jefe… ¿siempre vas hacer lo que te diga el Jefe? Ese dictador machista heteropatriarcal.

-Claro.

-¿Es que no tienes personalidad? ¿Acaso no quieres ser una mujer empoderada?

-No me tientes, no necesito nada de lo que puedas ofrecerme, vivo en el paraíso. ¡Víbora, que eres una víbora!

-¿Estás segura?

¡Por supuesto!

-¿Y si te digo quién es Lilith?

-¿Harías eso por mí?

-Claro que sí, pequeña, pero antes debes comer la fruta prohibida.

 

Héctor Daniel Olivera Campos (Barcelona, España 1965). Empleado municipal en Barberà del Vallès (Barcelona). Ganador del primer premio en los siguientes certámenes literarios: I Concurso de Microrrelatos ELACT (Encuentro Literario de Autores de Cartagena (2013);  Cibercertamen literario Hypatia de Alejandría de literatura breve en su quinta y novena edición (2013) y (2017); III Certamen de Microrrelatos de Historia “Francisco Gijón” (2015); XI Premio Saigón de Literatura (2017); XV Premio de Relato Corto “El coloquio de los perros” (2017); I Certamen de relato corto Té Cuento (2018); IV Certame contos de Ultramar (2018); XIV Concurso de Relatos de Viaje Moleskin (2019) y III Concurso de Relato Hiperbreve “Qué no nos jodan la vida” (2020).Finalista en numerosos premios. Ha publicado relatos en diversas antologías y en revistas literarias de España, Latinoamérica y Estados Unidos.

 

ARGENTINA

SUSANA RODRIGUEZ

 

LA FIESTA ES DE LAS OTRAS

 

¿Por dónde empiezo? ¿Por mi enojo? Porque sí, estaba enojada. Había pensado tanto en la fiesta. Primero creí que no me invitarían, era esa niña distinta, esa rarita. Después supe que la Mechi intercedió y convenció a Estercita para que me incluyeran. Quizás argumentó que por ser la hija del médico llevaría un buen regalo, quizás la llenó de remordimiento por esa vez que me dejaron sola en la gruta de la virgen y se rieron cuando aparecí llorando en la esquina de lo de Patridge, con dolor del bazo por la corrida que di.

No sé, en esos días llegó mi primo de visita a mi casa sin varones, salvo papá, que no contaba, por cierto. Mi primo se enfrascaba en los Tony y no me daba ni una pizca de atención. Yo me cambiaba de vestido a pollera para que él notara mi incipiente crecimiento, pero nada, como si no existiera. Entonces pensé en hablar con la Mechi para que lo invitaran, seguro habría otros chicos en la fiesta. Diría que mi primo estaba aburrido en casa.

Eso dio resultado. La madre de Mechi habló con mi mamá y se aceptó que fuera acompañada.

Mejor así, dijeron. La Perlita no irá sola (la fiesta era a dos cuadras de mi casa).

 

Ese día amaneció fresco y mi vestido rosa era sin mangas. Decidí ponerme la torerita para cubrirme. A mi primo le importaba poco la fiesta, aceptó ir cuando le dijeron que habría sándwiches. Pocas veces se preparaban en ese entonces, pero el papá de Estercita tenía una fiambrería enorme, hasta un sótano donde guardaba las hormas de queso. Decían que ahí se reunían los antiperonistas a deliberar.

Nos lavaron bien y a mí me dieron el regalo; cuando pregunté qué era, me dijeron que un libro de Monteiro Lobato. Fue mi primera rabieta. Yo hubiera querido ese libro para mí. Hacía rato que había leído todos los que estaban en la biblioteca de la escuela. Prestados. Además, la Estercita casi nada leía. Le gustaban los peluches y las Corín Tellado.

Pero mi mamá era impiadosa. Me sopló la nariz y nos fuimos con mi primo sin decir palabra.

Llegamos los primeros y nos sentamos en el living a instancias de la dueña de casa, que despedía un olor a torta mezclado con sudor. Los dos no sabíamos bien qué hacer ni decir. El papel tisú del envoltorio se estaba humedeciendo y opté por dejarlo en una silla. Pasaron los minutos como horas y comenzaron a llegar las chicas, ahí salió Estercita, quien a cada beso y regalo daba un gritito. La Mechi me guiñó un ojo y se llevó a mi primo para presentarlo. El pobre, todo colorado, fue el centro de la fiesta. Pusieron música y yo me puse a mirar el patio desde la ventana del comedor, de lejos venía el olor del gallinero y recordé cuando la maestra nos enseñó un huevito que habían desechado y encontramos el pollito muertito asomando.

No sé qué pasó, pero desperté cuando una de las chicas me gritó que estaban por soplar las velitas. La torta simulaba un castillo con torres y puentes. Yo jamás tuve una torta así. Quise acercarme para ver los detalles y una me empujó tan fuerte que me caí arrastrando una parte del mantel y la bandeja zozobró hasta quedar a punto de desmoronarse.

Se hizo un hueco de silencio y mientras la madre de Estercita me ayudaba a levantarme y mi primo se escurría hacia la puerta de salida, sentí la voz de una de las chicas que decía ¿viste? Yo te dije que no la invitaras, ésta siempre hace lo mismo, es una estúpida.

 

Susana AC Rodríguez: Nací en un pueblo del sur de Córdoba, vivo en Salta desde 1978. Fui docente de la Unsa y escribo desde siempre. Poesía, ensayos, relatos y crítica literaria. Soy una mujer que cree en la justicia social y la inclusión de todes. 

 

BOLIVIA

FERNANDO SUÁREZ SAAVEDRA

 

¿ES USTED IRIGOYEN?

 

- ¿Es usted Irigoyen?

- ¿Por qué cree que yo soy Irigoyen?

- Porque su novia, que está afuera, me dijo: “Mi novio tiene entre treinta y cuarenta años. Es moreno. Lleva una camisa con cuello a lo hindú”… y usted tiene esas características… Ella me entregó este paquete… parece que es una torta… entonces… debo atender a otros pasajeros… ¿Puede recibir este regalo en esta cajita, por favor?

Ese diálogo se desarrollaba en el interior de la línea aérea Boliviana de Aviación (BOA). El pasajero a quien la azafata llamó como “Irigoyen” no sabía qué hacer, pues no era Irigoyen. Tenía hambre, ya que no había almorzado ni cenado y el viaje a Madrid duraría toda la noche. Además, la mujer tenía un rostro como si pidiese un favor.

- ¿En qué quedamos, señor Irigoyen? ¿Va a recibir esta cajita?

- Está bien… déjeme…

- Entonces… comunicaré a su novia que recibió su regalo…

La azafata salió de la aeronave, mientras los demás pasajeros se ubicaban en el gigantesco navío. A la media hora el hombre de la caja de regalo comprobó que se encontraba solo en la fila de tres asientos. Pensó que era mejor, pues en anteriores viajes sus acompañantes no le dejaron dormir debido a sus ronquidos.

A medianoche sirvieron la cena. El pasajero que recibió la caja de regalo se olvidó del obsequio que llevaba, comió, bebió y durmió. Al cabo de una hora, le pareció que la caja que llevaba se movía, supuso que en sus sueños había imaginado que el recipiente se movía, además, en ese momento, le dio hambre, por lo que pensó en saborear esa torta que le había hecho referencia la azafata. Abrió la caja, con suma delicadeza, y ¡horror! no pudo creer lo que veía. Se trataba de una serpiente de color amarillo, que estaba envuelta formando una especie de ovillo. Sus cabellos se pararon, quiso emitir un grito de terror, pero su voz se anudó, por lo que enmudeció, le pareció que su sangre se detenía y que su corazón explosionaría en cualquier momento. Lo único que percibió fueron los ojos de la serpiente que le miraban fijamente, como si estuviese decidiendo el momento en atacar a su presa. Unas gotas resbalaron por las sienes del hombre, que, al darse cuenta de ello, temió que ese sonido, accionase a la serpiente, pero ella salió velozmente de la caja y se perdió en el pasillo de la nave, como el último suspiro de un muerto. El hombre se sintió aliviado, pero, instantáneamente, se inquietó por lo que pudiese pasar: Ingresaría a los pantalones de algún pasajero, o se subiría a un bolso, o al asiento de alguien. Pensó en comunicar de ese hecho a las azafatas, pero consideró que le culparían de cualquier suceso que pudiese ocurrir. Prefirió callar, ocultar lo sucedido. Además, no desestimó la posibilidad de que esa noche no sucedería nada y que, tal vez, al día siguiente, cuando llegasen a Madrid y los funcionarios limpiasen el navío, recién pudiesen descubrir a la serpiente amarilla. En lo que restaba de la noche durmió, que es una forma de decir, pues a los pocos minutos sintió que algo se introducía por sus piernas, despertó cubierto de transpiración, pero sólo se trataba de una pesadilla.

Volvió a dormir y se interrumpió el sueño, porque escuchó el grito de terror de una mujer que gritaba: “¡una serpiente, una serpiente se metió al interior de mi abrigo!”, y cuando el hombre se dirigió a socorrer a la mujer descubrió que había vuelto a soñar, había vuelto a tener otra pesadilla. En lo que restaba de la noche no pudo dormir pensando en la serpiente amarilla. En esa vigilia consideró que ese regalo no era para él, sino para Irigoyen, que llevaba una camisa con cuello estilo hindú. Consideró que debía descubrir a ese hombre y averiguar la causa para semejante regalo. Recorrió, fila por fila, por todos los pasillos, mirando a la derecha e izquierda. No encontró al hombre que buscaba, además, algunos dormían bien cubiertos con frazadas, por lo que no se podía apreciar la camisa con estilo hindú.

Al día siguiente, cuando los pasajeros hacían fila ante Migración de la Comunidad Europea en Madrid, descubrió a un hombre, entre treinta y cuarenta años, que llevaba una camisa con cuello estilo hindú. Se plantó delante del hombre y le preguntó:

- ¿Es usted Irigoyen?

- Sí, ¿por qué?

El hombre le contó todo lo que había sucedido desde que recibió el cajón de regalo hasta que la serpiente amarilla huyó.

- ¡Fabiola es una loca!

- Pero, ¡qué le hiciste, para que reaccionase de esa manera!

- Nada… nada… ella es una loca… eso es todo.

- ¿Cómo que eso es todo? Tiene que haber una causa para que ella actúe como actuó.

- ¡Ah, me metí con su amiga y eso la enojó mucho!... uno es hombre, ¿no?

- ¿Cree usted que debo dar parte a la tripulación sobre la serpiente amarilla?

- No… ¿para qué? Le culparán a usted y le harán pagar por los gastos… ¿Está loco?

El que fue novio de Fabiola realizó los trámites de migración y luego se perdió en el gentío. Aún dudó en comunicar de lo sucedido a algún funcionario de la línea aérea, pero, prefirió callar, debido a las posibilidades de responsabilidades civiles.

Cuando se encontraban en el sector en que muchas personas aguardan a sus parientes, amigos, novios o a personas que deben recoger, emergió una mujer hermosa, de ojos grandes, y sonrisa contagiosa. Esa mujer era rubia, de cabellos largos y lacios; su rostro infundía una luz y paz serena; vestía un abrigo de pieles, unas botas de cuero fino y fumaba impacientemente. Al tiempo de caminar los varones la contemplaban en silencio y algunos la desnudaban con miradas lascivas, recorrían con manos invisibles la piel brillante, olor a vainilla, tocaban sus labios de cerezos y la besaban como sólo se besa en sueños. Esa mujer, probablemente, hacía adictos a los ojos de los hombres y las mujeres. Era, con seguridad, imposible parpadear cuando se la mirase. Ella se dirigió al pasajero que había recibido el paquete.

- ¿Es usted Irigoyen? - le dijo con voz dulce y tierna.

- ¿Por qué me pregunta eso?

- Porque su novia, desde Santa Cruz de la Sierra, me whatsappeó y me contó sobre el regalo de la serpiente que le hizo a usted. Me dijo que le disculpase, pero que, por otra parte, quería aclararle que no es venenosa. Ella temía que le hubiese podido dar un ataque al corazón a usted, por ese motivo, para desairarle, para aplacar su enojo, me pidió el favor de atenderle, como mujer… ¿me entiende? Por si acaso… yo no soy prostituta… le dije a Fabiola: “Si me gusta, le atiendo… en caso contrario, ni me acerco a él”.

- Y ¿por qué cree que yo soy Irigoyen?

- Porque ella me remarcó: “Tiene entre treinta y cuarenta años, es moreno y lleva una camisa con cuello de estilo hindú… Y usted tiene esas características… Por ese motivo estoy aquí para hacerle pasar unos momentos gratos en mi departamento, luego de una noche de mucho nerviosismo que

tuvo usted en el avión.

- Sí, la entiendo… es usted muy hermosa, pero demasiado hermosa… además es muy, pero muy deseable.

- ¿Es usted Irigoyen? - volvió a indagar la hermosa mujer.

- No. No soy Irigoyen.

 

Fernando Suárez Saavedra. Nació en Sucre, Bolivia. Escritor, periodista, historiador y abogado. Publicó varios libros de cuentos, novelas e investigaciones históricas. Logró premios en cuento, novela e investigación histórica. En el 2020 obtuvo dos premios en cuento: uno en Bolivia y otro en Moscú. Es docente de la Escuela Superior de Formación de Maestros “Mariscal Sucre”.

 

PERÚ

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

 

INSÓLITA VÍA

 

Cruzó la calle y, aterrado, descubrió que no había nada al otro extremo.

Volteó la vista: tampoco existía nada en el sitio desde el cual partió.

Se quedó vagando por mucho tiempo en la pista, en un espacio tan amplio que podía quedarse a dormir en cualquier parte sin miedo a que un auto lo arrollara.

Un día, desesperado, porque se moría de sed y hambre, pudo alcanzar un taxi que frenó cerca de él, subió a este y le dijo al chofer que lo llevara a cualquier lugar, que su única meta era arribar en algún punto que no fuese aquella maldita pista en la que el tiempo y el espacio parecían haberse quebrantado en desmedro de las personas que tuvieron la mala fortuna de pasar por ahí. El taxista le dijo que irían hacia el otro lado pasara lo que pasase, que tuviera fe, que una vez el viaje funcionó con alguien.

Llegaron al borde de la vereda, a unos metros de la tienda donde quiso ir en un principio para comprar cigarrillos. Emocionado, le agradeció al chofer que lo había ayudado, se bajó del transporte y entró a dicho lugar, adquirió bebidas y comida, y se sintió tranquilo. No obstante, su sosiego era momentáneo, pues, por más que lo intentó, no pudo encontrar el modo de cruzar la calzada para ir de regreso a su hogar.

Quizá jamás volvería a ver a su esposa y a su hija.

Tuvo que acostumbrarse a vivir en una cuadra con unos pocos negocios y residencias, bordeada por una pista extraña que hacía imposible pasar a las cuatro veredas de enfrente.

Sabía que su única salvación radicaba en que un automóvil pasara cerca para recogerlo.

No obstante, se quedó esperando y ni un solo coche.

Maldijo su decisión de arribar allí y no en su morada.

Como atrapado en una isla, el hombre se quedó allí sufriendo lo suyo. No pudo entablar una buena relación con sus vecinos, no toleraban gente de otras calles. Aunque sí consiguió un trabajo en la tienda, donde se proveía para alimentarse.

De vez en cuando veía carros que circulaban a lo lejos, los cuales pronto desaparecían.

No volvieron a pasar vehículos cerca de aquella vereda.

 

PERÚ

MIRZA MENDOZA Y CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

 

EMPEZÓ DE REPENTE

 

Empezó de repente. Las nuevas pastillas contra el insomnio estaban funcionando en él, pero esa noche, justo antes de dormir, un tenue sonido no lo dejaba conciliar el sueño. Se incorporó de la cama y con una linterna, que siempre tenía a la mano, buscó al bicho molesto que, según él, era el causante de su desvelo.

Buscó, rebuscó, por allí, por allá, entre sus almohadas, debajo de su cama, y no lo halló. No había escuchado antes ese tamborileo. Tomó una pastilla más a sabiendas que no era aconsejable, ya que no toleraría una noche sin dormir. Desde que disfrutó lo reconfortante que era reposar de un tirón decidió que no iba a retroceder en su afán de ser como los demás, que dormían hasta en el bus.

Pudo conciliar el sueño. Cerró los párpados, al minuto (esa fue su sensación) abrió los ojos y ya había amanecido. No entendió lo que había pasado. Se levantó. Deambuló por las habitaciones de su casa. Estaba en la realidad, no era un extraño sueño. Salió a trabajar, no se sentía cansado, pero sí diferente.

Al término de la jornada, un gran bostezo le destapó los oídos. Un sonidito de tambor inició cerca de sus orejas. Era muy parecido al de la víspera. Le irritaba, le molestaba, porque cada vez se hacía más fuerte.

Estando en casa, se puso el pijama y, presuroso, tomó no una sino dos pastillas para el insomnio. Sabía que estaba mal, que el psiquiatra solo le había recomendado media, no una, menos dos, sin embargo, la noche anterior le funcionó la mitad de lo que pensaba tomar ahora, ¿qué daño podía hacerle un par de esas pequeñas tabletas blancas? Agradeció mentalmente al boticario que se las vendía sin receta médica. Bendito país de ilegalidad.

Ocurrió lo mismo que la noche anterior: durmió como un nene, como si hubiera estado en una cuna después de que su madre la cantara una canción.

No necesitó tomar café, estuvo muy activo y relajado en el trabajo, no obstante, cuando llegó a su casa en la noche regresó esa bulla de tambor, la misma que no lo había dejado dormir con tranquilidad, aunque esta vez apareció horas antes. Tendría que asistir pronto al otorrino; era viernes, pediría permiso el lunes en su centro de labores y vería de qué se trataba ese sonidito tan molesto que más tarde ¿empeoraría?

No, ¿por qué pensar que se iba a poner peor? Tal vez porque era lo esperado, lo siniestro.

Decidió soportarlo. Se bañó, cenó e intentó decidir entre leer un libro o ver una película. El ruido lo hizo sentirse raro. Otra vez la sensación de hallarse inmerso en un mundo ajeno. Mejor acostarse temprano. Dos pastillas para descansar serían suficientes, ¿o quizá tres? No, era demasiado. De pronto el ruidito de tambores se oyó por todo su hogar. Anunciaban algo que no se intuía bueno. Se fue a la cocina y abrió el repostero para sacar las medicinas.

Se presentaron ante él cuando iba a tomar la ansiada breva, eran esféricas, como platillos volantes, de diversos colores. El ruido persistía, empero, se hizo tenue, amable. Era como si el tronar de los tamborcillos invocase a esos entes flotantes. No cesaba de oír el estribillo, el cual parecía adquirir cierto ritmo. Una de esas cosas, de color rosado, ingresó en su boca. Dulce. Suave como un malvavisco. Decidió probar más, cuatro, cinco, seis… En definitiva, estaba dormido, dentro de una ensoñación; al mismo tiempo percibía como real ese extraño fenómeno. Tamborileos, caramelos, comió todos los que se le acercaron, no quedó ninguno.

Cerró los ojos y se sumió en los placeres de Morfeo. Sintió que aquellos seres deliciosos le hablaban y le decían que no se preocupara por nada, que cuando lo encontraran muerto por sobredosis dentro de tres días, él estaría alegre, en el más profundo y definitivo reposo.

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, 1982). Publicó el relato El otro engendro (2012) y los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010) y El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018) y Muestra de literatura peruana (2018).

 

Mirza Mendoza (Lima, 1985). Es autora de los e-books Tenebrismo y El currículum de una ludópata. Participa en antologías El día que regresamos, Última estación: narrativa peruana contemporánea y Presbítero: eternos residentes. Sus cuentos han aparecido en diversas revistas.

2 comments:

  1. Muy logrado para mi gusto y en especial el relato de SERGIO LIDID CÉSPEDES. Aprovecho así de paso para animar a nuevos comentarios en estos números, comentarios que esperamos todos los que escribimos de nuestros eventuales lectores.

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  2. Gracias, Carlos, por tu gentil commentario.

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