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Wednesday 7 July 2021

BABELICUS No 14

BABELICUS N°14

REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL – Septiembre 2021
ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO VALENTE, DANIEL 
ANTOKOLETZ, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR, ELENA ZADRA.





Estimados amigos: 

Les presentamos el número catorce de BABELICUS EN ESPAÑOL https://babelicus.blogspot.com/   (grupo abierto de Facebook), con relatos de autores hispanos, con el fin de entretenerlos, ya que muchos países aún están en cuarentena. Les deseamos una feliz recuperación de la vida a la normalidad durante este año 2021.  Quien desea comentar sobre sus autores preferidos lo puede hacer en la página Babelicus de Facebook. Pueden encontrar los números anteriores en el blog de Babelicus.

Ruego a los escritores de lengua española interesados en publicar en Babelicus, que envíen sus colaboraciones de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com

Los autores no pierden sus derechos de autor.

Adriana Alarco de Zadra

Portada: Plantas acuáticas, ÓLEO de Adriana Alarco de Zadra.


 

 

URUGUAY

C. M. Federici

EXTRAÑO SILENCIOSO

           La sonrisa habla sido cordial, abierta..., sin componentes impuros en su constitución. De un desconocido a otro, no rebasaba los límites de una casual cortesía, en mitad de uno de esos sencillos rituales de sociedad: encoger las piernas para permitir el paso de alguien, entre dos hileras de butacas de cine.

Vulgar como fue el hecho, no obstante, tratándose de una hermosa veinteañera rubia por un lado, y de este silencioso extraño por el otro, se revestía de caracteres de verdadero acontecimiento..., enhiesto e inexplicable peñón de extravagancia, visible desde lejos en la chatura irredimible de mi dilatada experiencia.

Me acomodé en mi asiento, dos o tres butacas a la derecha de la joven, y de inmediato me golpeó la acostumbrada reacción por parte de mis vecinos de circunstancias, expandiéndose igual que los aros formados en la superficie de una charca. Justo en aquel momento, por fortuna, se extinguieron las luces de la sala, y los compases iniciales del añejo fondo musical del filme festonearon el comienzo de la función.

Sobre la pantalla, merced al prodigio combinado de técnica, arte y toneladas de entrañable talento, Gene Kelly, Debbie Reynolds y Donald O Connor bailaban una vez más bajo la  mágica lluvia del Hollywood del ayer. Este tipo de espectáculos no deja de fascinarme, aunque no excluye esto un sombrío y permanente sentimiento de culpa.

Sirvió de tregua, al menos por un par de horas. Un respiro, pensé, en este áspero, interminable camino... Comprendí, desde luego, que jamás cesaría mi calvario, ni bien las reavivadas luces de la sala se tragaron el “The End”, y los ecos finales de la música se disolvieron entre el reciclado murmullo de los espectadores.

Me puse en pie para salir: todo volvía a empezar.

Siempre ha sido lo mismo. He visto cientos de lugares y oído millares de lenguas diferentes. Abigarrada urbanización, o yermas vastedades; nada cambia.

Es como si un hálito glacial emanase de mí. Como si mis rasgos personales llevaran ínsita la cualidad fría y letal de los negros espacios exteriores, más allá de las últimas estrellas. Pude haber demarcado una trocha neta entre los recelosos espíritus que se echaban atrás ante mi paso.

No es nada nuevo: simplemente parte integrante de mi naturaleza singular, tan sine qua non y sui generis como la dualidad de mi existencia, ya sea con o sin atributos a la vista. Es decir: simple espectador, o bien ejecutor implacable de superiores decretos.

En la calle gruñían los motores, y la atmósfera nocturna se contaminaba progresivamente. Corría uno de los meses primaverales; la estación sonreía con amables temperaturas. (Lo cual me es por completo indiferente, dado que yo camino dentro mi propia, indisoluble burbuja de aire gélido.) Al distanciarme del local de espectáculos, gran parte de la luz iba desvaneciéndose, junto con el rumor de las conversaciones. Podía oír con claridad el ritmo parejo de mis pisadas, matizado ocasionalmente por algún bocinazo lejano y apagados ruidos de tránsito en lontananza, o bien por los ecos de una carcajada anónima, que flotaban al viento como sonoros gallardetes.

De pronto, surgido en apariencia de la nada, un monstruo de metal rojo, bramido atronador y furia combustible se precipitó sobre mí. No temo a los accidentes, pero ciertas reacciones básicas están irremisiblemente integradas a este hemisferio de mi personalidad; así que salté con brusquedad hacia un costado.

—¡Cuidado, idiota! —alcanzó a gritarme el conductor, antes de sumirse en la lejanía, mientras un prolongado aliento de claxon se estiraba en la noche.

Casi sonreí. Una de las comisuras de mi boca se elevó, brevemente, al par que mi cabeza oscilaba de forma imperceptible. El automóvil era una hermosa creación ultramoderna: bella y efímera como rara mariposa dotada de letales instintos. Compartiría el destino universal, pensé. Un día, igual que todo el resto... La tenue brisa de la época me abofeteó con suavidad.

Suelo reaccionar ante la brisa. Es el más aproximado sucedáneo de un contacto humano, o animal, a que puedo aspirar.

A mí nadie me ha hablado en tanto tiempo... Veo funciones de cine —esos arcaicos filmes musicales que tanto aprecio, aunque me duelan tanto— sin necesidad de sacar entrada; viajo gratuitamente en ómnibus y taxis y no pago por mis alimentos, sino que los tomo sencillamente de las estanterías del supermercado sin que se registre obstrucción alguna. No me ven..., o al menos lo fingen.

Ciertas sensibilidades más finas que el común, empero, llegan a apercibirse de mí (un callado desconocido envuelto en ropa oscura, cuyos ojos mortecinos ensombrecen una cara enjuta) y, mediante alguna suerte de curiosa alquimia de los instintos, vislumbran mi poder. Entonces palidecen, sudan, tiemblan inconteniblemente, y sus conductos sanguíneos se solidifican cono diminutos corales. Si recordase cómo se llora, lloraría por ellos y por mí.

La jovencita rubia me había sonreído…¡Sonrió! Y yo no podía adivinar por qué. ¿Sería ella impermeable a los miedos más elementales? ¿O por ventura alentaría la necedad de considerarse a salvo de mí..., exenta de la condena colectiva?

No soy omnisciente, claro. En realidad, suma infinitamente más el conjunto de lo que ignoro que la reducida porción de cosas que he podido aprender, a lo largo de esta inacabable trayectoria mía. (No sé por qué hago lo que hago; solo sé que no puedo eludir hacerlo. Tampoco sé si ustedes lo merecen o si, sencillamente —al margen de su sentir—, mi misión resulta imprescindible en el contexto de la inescrutable simetría del Diseño Total.)

¿Pero por qué sonreiría esa muchacha rubia, mirándome a los ojos?...

Cortó mis reflexiones una brutal interrupción: chillido de neumáticos mordidos por el pavimento, alguna lejana exclamación de sofocado horror y, en sordina, el fofo golpear de carne y huesos contra el metal insensible.

Solo a escasa distancia, me dije; muy posiblemente a la vuelta de la próxima esquina. Y hacia allí dirigí entonces mis pasos: yo debo ser testigo (envuelto en esta, mi subsidiaria personalidad), de los efectos que mi ser fundamental, el Ejecutor Potente, revestido de sus atributos, desencadena sin excepción sobre las maleables espaldas del Universo.

...He llegado. Frente a mí, la secuela del accidente.

No demoro en reconocerlos: la rugiente saeta encarnada que casi me arrollara momentos antes, y una forma caída, pálida y yerta, y rubia, bajo los neumáticos tardíamente detenidos. Ya no sonreía.

Ahora queda todo muy claro. El ser íntimo de la rubia lo sabía. Aun cuando su conciencia no podía prever el futuro inmediato (y resultaba inevitable la tragedia), ya las recónditas circunvoluciones de su espíritu, entrelazadas con la prístina urdimbre de la raza, anticiparon, en forma genérica, el final de una breve y seguramente grata existencia corporal. Ella no tenía motivos para angustiarse ante mi proximidad (cual el común de la gente), dado que mi influencia había de resultar inoperante en su caso específico.

El corro de curiosos, insensiblemente, se encrespa en torno como un solo animal desasosegado, alejándose de mí sin demostrarlo... Pronto hace su aparición la ambulancia, irradiando concéntricos aullidos hirientes; rápidos y eficientes, disponen de la chica y del conductor del auto rojo (quien, infaustamente, ha compartido la suerte de la muchacha, por ciego o acaso determinado azar), y la escena recobra la normalidad cotidiana. El incidente no tardará en desvanecerse del recuerdo de la mayoría.

Vuelvo a quedar aislado. Me invade un profundo cansancio y un desaliento abrumador.

¡Me aborrecen todos! Es que les provoco ingratos atisbos en lo subconsciente, acerca de aquello que han de llegar a ser alguna vez: fláccida carne y huesos dolientes, amén de almacén de sueños sepultados bajo un hacinamiento de vacíos y desolados días que no han de volver. Yo soy... el antiguo pavor encarnado, y me impongo a todas las cosas de este mundo.

Soy esa angustia que parece inmotivada, los malos sueños que hacen escurrirse el llanto por entre los párpados cerrados, hasta empapar la almohada. Represento la repugnancia arquetípica, arraigada en carne y sangre desde que mar y cielo fueran abruptamente separados: el ser se resiste tenazmente a admitir su propio e irreversible proceso de corrupción.

En ocasiones asumo mi naturaleza primordial. Alzándome por encima de montañas y minaretes, hasta casi tocar e1 firmamento con los hombros, dejo que mi luenga barba ondee como ominoso estandarte sobre todo lo creado, al influjo de los vientos eternos. Y la arena del reloj que pende de mi cintura fluye incesantemente de una ampolleta a otra: las edades, los días..., la vejez.

—Soy Cronos —mis huesudos dedos oprimen el mango de la guadaña—. ¡Soy el Tiempo, y nada ni nadie puede eludirme!

Y para todos, excepto para aquellos que, como la chica rubia de la gentil sonrisa, no vivirán para sentir mis estragos, soy abominación... ¡Es más de lo que mi fracción semicarnal puede tolerar!

...Una blanca sonrisa flota ante mí, a guisa de feérica media luna personal, enseña y pendón de promisión.

Presa de un impulso irresistible —cuyos orígenes profundos no he de rastrear—, vuelco en trémulas líneas de escritura todo mi padecer…, el ultrajado clamor hacia los encarnizados Poderes que martillan sin cesar los clavos de mi cruz. Cuatro hojas de apretados renglones, que lanzo al viento… ¡Que alguien las lea!

He caminado a lo largo de un vasto tramo de Eternidad.

¿Querrá alguien reemplazarme…, para que pueda reposar?

Carlos María Federici (3 de diciembre de 1941, Montevideo) es un escritor, guionista y dibujante uruguayo, de ciencia ficción, policial y terror. Su obra literaria aparece en varias antologías de su país y del exterior. Se lo considera uno de los pioneros de la ciencia ficción y el relato policial en Uruguay.  En 2013 se publicó una antología de sus historietas, bajo el título Federici, Detective Intergaláctico, proyecto del periodista Matías Castro, financiado con apoyo estatal.

 

ARGENTINA

JOSÉ MARÍA AGUIRRE

ESPEJITOS DE COLORES

         Estaban reunidos en torno al cráter. Los nuevos chapoteaban muy alegres en la lava. Los medios y los extremos oscilaban fluctuantes por la costa incandescente, cambiando conceptos.

         Crepitor, uno de los medios, se dirigió al extremo pulsor.

         --Dentro del próximo triple lapso se harán presente los Sólidos --manifestó crepitando.

         --En ese curso tenemos reunión en el estrato magnético periférico --respondió el extremo--, giraremos y absorberemos radiación ultra violácea. Formaremos moléculas y después micelas. Tal vez deberíamos posponer el contacto con los Sólidos.

         --El contacto será breve y nada estrecho. Ellos llegaron desde su mundo, Sol Tercero, y ahora quieren que les permitamos apropiarse de las esferas fotónicas, para utilizarlas como combustible en sus cuerpos artificiales, en sus... digamos... máquinas... 

         --Pero las esferas fotónicas son el producto remanente de nuestras conjugaciones amorosas --protestó el extremo Pulsor--, pedir eso es algo obsceno.

         --Los Sólidos, expresan que a cambio nos darán cuerpos artificiales, productores de radiación ultravioleta --continuó Crepitor.

         Desde la ionosfera descendían con lentitud algunos nuevos recién nacidos.

         --Los rayos ultravioletas nos llegan naturales desde el centro estelar --protestó Pulsor con fuerza--, por lo tanto, nos darán cuerpos inútiles, basura.

         --Los Sólidos esperan acordemos el intercambio en su próxima presencia --expresó Crepitor, pensativo.

         --¿Cómo se comunicaron contigo los Sólidos?

         --Tienen un Sólido artificial. Con él decodifican nuestros pulsos y luego los emiten como vibraciones atmosféricas --emanó Crepitor.

         --Te diré lo que puede ocurrir, Crepitor. Si acordamos, ellos vendrán y cargarán con las esferas fotónicas. Se las llevarán todas. Luego traerán sus cuerpos artificiales que producen alimentos. Tú y yo, los medios y los extremos, no los usaremos. Pero se los darán a los nuevos; para ellos será una novedad, como un juguete. Luego perderán la facultad de alimentarse con la radiación estelar. Además, les parecerá una costumbre vergonzosa, caduca, superada.

         "Más tarde los incitarán a producir más esferas fotónicas, mediante falsas conjugaciones. Los inducirán a conjugarse de las maneras más viles. Si los nuevos se rehúsan a hacerlo, les quitarán los cuerpos artificiales, o harán que no funcionen, para que no puedan alimentarse. Si los Sólidos no los proveen con los artificios, los nuevos no tendrán alimentos. Pasarán al Plano Superior como nuevos, sin llegar a ser extremos.

        --¡Pasar al Plano Superior como nuevos!  ¡Es inconcebible! --exclamó Crepitor.

        --También sucederá que, con todas esas vilezas de falsas conjugaciones y radiaciones artificiales, los nuevos se irán opacando, dejarán de ser Plasmas, se volverán Sólidos. Habrán de tornarse pesados, torpes y frágiles. Al llegar a extremos, como Sólidos se descompondrán... y no sé cómo harán para pasar al Plano Superior. Quizá dejen de existir... para siempre... Pero... ¡oh!  ...aquí llega Titila... los dejo solos --concluyó el extremo Pulsor, y se alejó flotando sobre la ardiente lava.

        --¡ Crepitor ! --tañó Titila con alegría y rebotó contra él. Flotó sobre la roca fundida, se elevó muy arriba y después se abalanzó, rebotando de nuevo.

        Para Crepitor fue un alivio encontrarse con Titila, después de los vaticinios apocalípticos manifestados por su amigo Pulsor.

        --¡Vamos a bañarnos, Crepitor! --tintineó muy alegre el pulso de Titila, planeando errática y llevando a su compañero a zambullirse a la lava resplandeciente.

        Ambos bucearon en el magma volcánico y más tarde chapotearon con regocijo, semisumergidos en los metales derretidos.

        Bañados en las cálidas emanaciones sulfurosas, los dos se apretaron muy fuerte hasta comenzar a conjugarse. Los Plasmas fueron englobándose entre sí, hasta fusionarse en uno solo. Emitieron gran cantidad de luminosas esferas fotónicas, que flotaron sobre el cráter y rodaron entre las rocas candentes.

        Acto seguido, los dos seres proyectaron un fortísimo destello. La luz se elevó en una línea incandescente, como un latigazo, hasta irrumpir en la ionosfera. Era probable que allí diera lugar a la gestación de un nuevo Plasma, que en poco tiempo descendería por las capas atmosféricas para reunirse con sus congéneres.

       Cuando la multitud de Plasmas concretó reunión en el  estracto magnético periférico, con Pulsor, Titila y Crepitor mezclados en la muchedumbre, se pulsaron todas las noticias y detalles sobre los Sólidos. La determinación fue unánime. Todos rechazaron con horror las propuestas de los extranjeros. Entonces giraron en la inmensidad con alegría, tomaron alimento ultravioleta y formaron moléculas y micelas.

       Los Sólidos en su totalidad treparon a su inmenso objeto artificial, para elevarse y abandonar el mundo de los destellantes entes plasmáticos.

       Se fueron decepcionados, chasqueados.

       Pero regresaron, claro. Volvieron con su enorme y opaco cuerpo artificial que los transportaba atiborrado de extraños artilugios y armas electrónicas; estaban determinados a forzar a los Plasmas para que aceptaran sus planes.

       Los Sólidos se presentaron de nuevo, pero no encontraron a nadie. El planeta yermo giraba en su órbita como una hueca vasija recalentada.

       ...Y el pueblo de los Plasmas... por supuesto, aguardaron hasta que el último de los nuevos descendiera flotando desde la ionosfera y, acto cumplido, todos juntos se desplazaron con tranquilidad hacia el plano lateral más inmediato; es decir, a uno de la infinidad de continuums espacio-temporales existentes... Y allí, inalcanzables, vivieron felices y contentos para siempre...      

José María Aguirre - Nacido en Rauch-Argentina 28-1-43. Estudió dibujo de la historieta, trabajó largos años como administrativo en marítimos, comenzó a escribir cuentos cortos a los 29 años; siendo desempleado recorrió Buenos Aires y diversas ciudades de Brasil como dibujante trashumante de retratos y caricaturas "al paso" durante un año, regresando a Bahía Blanca-Argentina, para hacer el mismo trabajo por encargo durante 4 años y medio; actualmente jubilado continúa escribiendo cuentos y vive en Bahía Blanca-Provincia de Buenos Aires-Argentina.

 

CHILE

SERGIO LIDID

LA ROSA GUARGÜERO DE LOTA

Era flaca; tenía menos de cuarenta. Era borracha, bebía hasta caerse. Todo el mundo le tenía miedo, principalmente los que tenían que pasar delante de su casa en Lota bajo, subiendo por la calle Once de Septiembre, en homenaje al famoso Golpe militar, ahora se llama de nuevo La Gabriela y todavía viven ahí patos malos, a pesar de la limpieza que hicieron los milicos.

La Rosa tenía mucha rabia, por la miseria y porque habían matado a sus amigos. Insultaba y agredía a cualquiera con piedras, con palos, lo que tuviera a mano, hasta usaba la botella de vino; podía pelear a puñetazos con los hombres. Tenía no se sabe cuántos hijos e hijas, y todos eran buenos para robar, peligrosos. A la madre nadie le podía hacer nada. No era mala cuando andaba lúcida, muy raro, pero embriagada era un demonio. Su vida era beber y beber. Cuando se emborrachaba bailaba tango, cueca, vals; se subía las polleras, y la gente se reía, gritaba: “¡¡La Rosa está bailando!!” Acudían todos para verla; les encantaba, la aplaudían. Hasta que a la Rosa le daba la rabia y salían todos corriendo.

Un día la encontraron muerta en su casa. Su familia y sus amigos la velaron más de una semana; amanecían tomando, cantando. La gente empezó a reclamar que olía mal, que la enterraran de una vez.

       Para el entierro llegaron cientos de coronas. Fue impresionante ver la carroza tan

elegante con el ataúd cubierto de flores, seguido de camiones y autos adornados con

rosas. Lota se despobló, no quedó ni un alma en el pueblo. No tuvo misa, la tiraron a

un hoyo y pusieron una cruz que alguien se robó.                                                                    

*Guargüero (gargüero) Parte superior de la tráquea.

Se les llama así a los que hablan con voz gangosa (Chile)

Sergio LididProfesor de castellano, actor, dramaturgo. En 1967 emigró a París, regresó a Chile en 1970. Para el Golpe fue detenido, exonerado y expulsado. Reside en España. Ha publicado cuentos, artículos y poesía en revistas de Inglaterra y España. Su primera novela "La desaparición de Cristal" en editorial CEIBO, N° 28. Santiago de Chile, 2014.

 

ARGENTINA

ROLANDO MARTIÑÁ

MITOLOGÍAS

Adriana era una doncella bella y dada a las querellas (disculpad, ¡oh dioses de la cacofonía!)

Según el oráculo, sus brotes de ira eran culpa de su madre que se había equivocado cuando nació, al anotar su nombre, en lugar del de una famosa heroína, vencedora de un poderoso toro con sólo un hilo.

De todos modos, ( y según el oráculo) los dioses harían que hubiera un héroe en su familia. Para lo cual se requería la intervención de Afrodita (Oh! Diosa de lo imposible).

Cierto día en que el dios Poseidón había tornado encantador su reino azul profundo, Adriana paseaba por la orilla del que habría de ser llamado Mar Jónico y divisó un hombre nada apolíneo, tirado de espaldas sobre la arena, mostrándose muy lejos de una belleza clásica, pero sí seguramente bien alimentado. Lo consideró una señal de los dioses y como además   no había nada mejor a la vista, Adriana se acercó y le preguntó: “Cómo te llamas?”  “Lípidos”, respondió él. Y así por los caminos misteriosos que los dioses suelen conferir a los mortales, ella conoció al que sería el padre de sus hijos Apolo y Dionisios (ahora sin errores gracias ¡oh dioses!)

A la edad de los efebos, los hijos vieron morir al padre a causa de su propio nombre… Adriana, en tanto, ardía aún en deseos de que se cumpliera la profecía, y la ocasión se la brindó un mensajero que llegó a su tierra, anunciando que el rey Haganmenòs había declarado la guerra a la ciudad de Trola, que estaba ubicada en la remota península de Kulysmundi, y requería a todos los varones en edad de combatir.

Adriana no veía a Apolo demasiado interesado en el proyecto, al contrario de su hermano. Y además, ella correría el riesgo de quedar sola. Se debatió durante largas horas entre sus hijos y la gloria y decidió consultar a Atenea, (oh! diosa de la sabiduría “). Finalmente decidió: “Que vayan los dos, así mis chances aumentarán”

Pasaron días, meses y años. Apolo y Dionisios no volvieron. Adriana envejeció y muchos dijeron haberla visto andar como una sombra, perdida por los caminos de su tierra gritando:  “¡Soy Ariadna!  ¡Soy Ariadna!   ¡Soy Ariadna..!

Rolando Martiñá es docente, Licenciado en Psicología clínica y educacional, con un Posgrado en Orientación Familiar. Actualmente ejerce la psicoterapia. También es escritor, ya lleva publicados ocho libros de educación, dos de cuentos, y su última novela "Fin de siglo". Vive en Argentina, ciudad de Buenos Aires.   

 

ARGENTINA

DANIEL FRINI

LOS ÚLTIMOS MINUTOS DE BÉRENGER DE LACROISILLE

                Fray Bérenguer de Lacroisille ha sido torturado.

Hoy es sábado, once antes de las calendas de noviembre del año de Gracia del Señor de mil trescientos siete.

Hasta hace diez días, Fray Bérenger era Turcoplier de los Pauperes Commilitones Christi Templique Solomonici, la Orden de los Caballeros Templarios; y ahora está en la Tour Grosse de la que fuera la Fortaleza del Temple en París, y en manos de los verdugos que dirige Guillaume Imbert, Inquisidor General de la Fe en Francia y confesor de Felipe IV, el Hermoso.

Fray Bérenger ha sido sometido al strappardo; le ataron dos grandes campanillas de bronce a sus testículos, a modo de burla; y también pasó por la squassation, con lo que le han dislocado hombros y brazos, y quebrado las piernas en varias partes. Ha sido fustigado y le han arrancado tiras de piel y carne con garras de gato. Le han sacado las uñas de los dedos y en su lugar han colocado clavos candentes; y le han quemado las plantas de los pies con planchas de metal al rojo.

Fray Bérenger ya se reconoció sacrílego, hereje, apóstata, idólatra, sodomita y simoníaco. Ha declarado que él y sus hermanos del Temple escupieron sobre la Santa Cruz, renegaron e insultaron a Cristo, rindieron culto a dioses paganos, veneraron a vírgenes negras, adoraron al Bafometo y practicaron ritos obscenos, incluso el Osculum Infame.

Fray Bérenger no sabe de las intenciones del rey Felipe, de su canciller Nogaret y de su chambelán Portier de Marigny, ni de la indecisión del Papa Clemente V.

Está solo y desnudo en una celda sin, siquiera, el confort de un poco de paja sobre la fría piedra del piso. Desconoce que su Gran Maestre Jacques de Molay ha caído, también, en desgracia y está prisionero a unos cuantos pasos de él.

Supone, sí, que no es el único cautivo. Cree haber escuchado a los verdugos cuando nombraban a sus amigos Fray Robert de Plessiez y Fray Reinald de Milly; y entre idas y venidas de los continuos desmayos, le parece haber escuchado las súplicas de su Senescal, André de Périgord, que venían desde una celda no muy lejana.

Sin embargo, el dolor que siente en algún lugar de su pecho es infinitamente más fuerte que aquel que le provoca la tortura. Fray Bérenger respondió afirmativamente a todas y cada una de las aseveraciones de sus inquisidores; no por temor al tormento, sino como resguardo para no delatar a la única persona que le importa: Cécile de Monssac.

Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos participaron en orgías en las que no había mujeres, mientras pensaba en los destellos de los hermosos y grandes ojos negros de Cécile.

Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos reverenciaban al demonio encarnado en un gato, mientras recordaba una radiante y franca sonrisa dorada.

Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos quemaban niños y bebían sus cenizas mezcladas con vino consagrado, durante la celebración de la Santa Misa, mientras evocaba unas trenzas azabache, que brillaban como el ébano de Santa Helena a la luz del sol.

Dijo que si cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos afirmaban que Cristo había sido un falso profeta, y que no había padecido en la cruz para la redención del género humano, mientras rememoraba la tersura de una piel blanquísima y el rubor del decoro de su amada.

Pero Fray Bérenger de Lacroisille jamás vio a Cécil de Monssac. Ni siquiera sabe si existe. Hace más de diez años, en uno de sus tantos viajes por el Rousillon, oyó la cansó que trovaba Amanieu de Sescars, y se extasió ante aquella declaración de amor que imaginó suya:

La belleza y el bien que hay en mi dama

me tienen gentilmente atado y preso.

Y Bérenger imagina que no es la Inquisición quien lo tortura. Sueña que es Cécil quien maneja la fusta o arranca sus uñas, y delira que ella le canta, aunque las palabras sólo suenan en su mente afiebrada.

No está curada la llaga que me hiciste, amor,

cuando me heriste con tu cruel espada.

No le importa el Temple, ni su Maestre, ni su Senescal, ni sus compañeros. Está dispuesto a firmar cualquier confesión, y hasta renegar de la gracia del perdón ofrecido por los domínicos, si se lo ofrendasen. Está dispuesto, incluso, a inventar cuanta maldad le insinúen y ponerla en boca hasta del mismísimo Papa, si se lo ordenasen.

No sabe por qué, pero espera de manera ardiente la sesión de tortura venidera en la que le arranquen la lengua con tenazas para asegurarse de que ni en el delirio de la fiebre que lo abrasa va a nombrarla.

Yo ardo sin ser quemado

en vivas llamas de amor.

Fray Bérenger soporta todo sin desmayarse porque teme pronunciar su nombre y que sus jueces se interesen en ella, y la busquen. Le espanta la idea de que Cécil exista, y los verdugos de la inquisición la encuentren y la sometan al espanto por el puro placer de apagar su hermosura.

Daniel Frini:  Escritor y poeta argentino. (Berrotarán ―Córdoba, Argentina―, 1963). De profesión Ingeniero, fue redactor y columnista en varias revistas, colabora en varios blog y e-zines.  Blog personal http://danielfrini2.blogspot.com.ar/  e-mail: dfrini@gmail.com

 

ARGENTINA

FERNANDO SORRENTINO

SIN MALA INTENCIÓN, FUIMOS TAN CRUELES…

Yo cursé la segunda enseñanza en un colegio situado a menos de trescientos metros de mi casa. Por el portón de la calle Humboldt entrábamos los alumnos (todos varones); por la puerta de El Salvador lo hacían los profesores y demás personal adulto. Estacionaban sus autos frente a este ingreso.

Andábamos por los catorce años. Teníamos una materia llamada Educación Democrática. El profesor era un abogado del que sólo recuerdo el apellido, que no revelaré. Emitía voz gruesa y estentórea pero no fluida, como con notas chirriantes.

Aquel día extrajo su libreta de calificaciones y, blandiéndola con aire simpático, declaró sonriente:

—Hoy me siento bueno y voy a dar la oportunidad de que pasen todos los alumnos que necesiten levantar nota.

Desde luego, daba por sentado que un clamor de felicidad saludaría esta decisión:

—A ver… ¿Quién quiere pasar…?

Silencio sepulcral.

—Bueno —insistió—, no sean tontos. Los que no alcanzan los siete puntos: aprovechen esta oportunidad para levantar nota.

Tal vez el aleteo de alguna mosca quebró el silencio.

Abrió la libreta, analizó las calificaciones de los alumnos que estaban, según metáfora futbolística, en la “zona de descenso” y, eligiendo a los más comprometidos, dijo (por ejemplo):

—Aballay, vos tenés un cuatro. ¿Querés pasar al frente?

El convocado, que no se sentía en condiciones intelectuales de entrar en la cancha, negó con un movimiento de cabeza y un rictus nervioso.

El profesor realizó un segundo esfuerzo:

—Belletti, apenas llegás a cinco, ¿no querés pasar?

Idéntica respuesta negativa de dicho educando.

Y lo mismo ocurrió con Cáceres… Y con Davidovich… Y con Echeverry… Y con…

Entonces el magister avanzó desde la A hasta la Z en procura de redimir a tanta oveja descarriada, sin omitir, en la letra S, el apellido de quien suscribe.

Al llegar a Zúzzero, la frustración más ominosa se había abatido sobre su espíritu. Había entrado con alma espléndida para derramar bondades sobre nuestras testas, y como toda retribución terminó recibiendo el halo gélido de la indiferencia.

Es posible que, impulsado por necesidad de venganza, decidiese en ese instante convocar al frente a cualquiera de los réprobos, y así mandarlos con toda justicia a la B, o sea a los exámenes de diciembre o de marzo.

Resultó providencial la entrada de uno de los preceptores. Pidió autorización para repartir a los alumnos no sé qué comunicación del rectorado, cosa que consiguió y realizó de inmediato.

Luego, al advertir que el docente tenía en sus manos la libreta de calificaciones, le preguntó (no porque le interesara saberlo, sino por el gusto de hablar):

—¿Va a tomar lección, doctor?

Tal fue el fósforo que encendió la mecha de la dinamita. Como si cobrase de repente conciencia de la iniquidad de que era víctima, el profesor, ardiendo en cólera, contestó en altísimo volumen de su rugosa voz:

—¡No! ¡¿Cómo voy a tomar lección, si aquí ninguno estudió un carajo?!

Una risotada homérica y multitudinaria celebró este exabrupto, al tiempo que el júpiter tonante se retiraba del aula con un iracundo portazo que hizo temblar las paredes.

A la clase siguiente no regresó. Y a la subsiguiente, tampoco. Y a ninguna otra.

Jamás volvió. Sin desearlo, nosotros lo habíamos convertido en un ser humano profundamente herido: quiso ser generoso y nuestra ingratitud no se lo permitió.

Como dije al principio, no voy a revelar su apellido, aunque lo recuerdo perfectamente. Tampoco olvido su automóvil, que ha dejado de fabricarse hace muchos años. Era un Henry J gris: nunca más lo vimos estacionado en la calle El Salvador, frente al colegio de mi adolescencia.

Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en 1942. Sus invenciones suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Paraguas, supersticiones y cocodrilos (2013) es su más reciente libro de cuentos.

 

CHILE

EUGENIO DAVALOS

PERPETUA RECLUSIÓN

Aquí mismo donde no hay cordillera
Ni silogismo ni nada

Dentro de un profundo pozo

Con océanos de sangre y tripa

Universos paralelos que se autodestruyen

Donde ni dios ni la musa pueden dictar su primer verso

Soñar no es el paraíso ni retomar la infancia
Sino algo peor que el báratro 

Algo impensablemente peor que una pesadilla

Un tiempo enfermo que se reitera constantemente
Sin descanso

Algo peor que el águila royendo el hígado 
O Sísifo arrastrando la roca

Algo que ni una sola palabra
Por más que se la busque puede describir
O está facultada para hacerlo sin enloquecer en sí misma.

Aquí mismo entorno dentro y en ninguna parte
Con kilos de carne ardiendo
Escapar no es posible ni siquiera tener la mínima  
Esperanza por separarse de la negra sombra.

Eugenio Dávalos Pomareda, 1961. Becario de la Fundación Pablo Neruda en 1989. Publica su primer libro en 1990 La Copa de Neptuno. 1992, Naturaleza Muerta. 1994, Escritos sobre Arenal (Fondart). 2004, El Hombre Sin Misterio. 2007, In Memoriam: Santa María de Iquique.  2015, Mitos o los ojos de la piedra. 2019 publica su último libro Estación Central. Codirector de Nube Cónica, Revista de Poesía y Arte ( www,nubeconica.cl). Vive en Santiago de Chile.

ARGENTINA

PATRICIO G. BAZÁN

UN PROBLEMA INMOBILIARIO -

Cuando alquilé la centenaria mansión Applethorpe, me advirtieron acerca de los fantasmas de antiguos moradores. Hombre maduro y escéptico, descarté esas habladurías por considerarlas propias de gente baja e ignorante, y me instalé esa misma noche para comenzar con las remodelaciones a primeras horas del día siguiente.
El magnífico dormitorio de la planta alta donde planeaba descansar se sentía realmente frío, pero en una casona que acumulaba desperfectos y refacciones pendientes, era casi esperable. Otro tanto con los ruidos inusitados: los inmuebles antiguos se asientan y crujen todo el tiempo, y no sería extraño que hubiera ratas en el ático.

En definitiva, nada que pueda tomar por sorpresa a una mente científica y racional como la mía.

Habían pasado las doce cuando escuché un rumor de pasos en la escalera que no supe justificar de inmediato, como tampoco la figura que se materializó frente a la cama.

—Soy Frederick Applethorpe: ¡vete de mi propiedad! ─ exclamó un robusto caballero semitransparente y muy bien vestido. Un retrato enmarcado en la pared revelaba el gran parecido entre ambos, por lo cual no dudé sobre su identidad.

Sin embargo, múltiples teorías en mi cabeza pugnaban por ser elegidas. "Sin cuerpo no puede haber actividad mental; ergo, los fantasmas no pueden expresarse en el Aquí y Ahora", razoné. Debía tratarse de una especie de proyección de un evento del pasado, o...

Algo fuera de mi campo visual interrumpió mis cavilaciones, hecho que me irrita mucho más que las apariciones a deshoras. La puerta de un soberbio armario de roble se estaba abriendo lentamente, dejando paso a la espantosa imagen de una pálida mujer asiática de largos y renegridos cabellos, que avanzaba hacia mí de modo errático.

Esto me desconcertó, pues añadía una nueva variable a la ecuación. El viejo Applethorpe también lucía contrariado y comenzó a increparla agriamente. La japonesa, que concentrada en mi persona no lo había visto, tampoco se quedó callada. No tuve otra opción que inmovilizarme, cubierto con las cobijas hasta el mentón. Por si fuera poco, ninguno entendía lo que el otro le decía y me miraban indignados, buscando apoyo. Me sentí como esos hijos cuyos padres discuten continuamente y no saben de qué lado ponerse.

Un repentino hedor a azufre inundó la habitación, seguido por un ígneo resplandor, y un nuevo visitante se apersonó en el dormitorio, que ya nos estaba quedando chico: una especie de demonio astado, vestido con un frac de excelente corte, capa purpúrea y bastón con puño dorado en forma de cráneo humano.

—¡Vengo por tu alma! Mi nombre es... pero, ¿qué significa esto? —exclamó, señalando a los otros dos espectros.

—Soy Frederick Applethorpe: ¡vete de mi propiedad!

私はあなたに殺す — gritó la japonesa, o acaso china.

—¡Vengo a reclamar el alma del propietario de esta casa! —insistió el recién llegado.

—Esta es mi casa, y de nadie más —protestó maese Frederick.

El ente demoníaco lo observó con frío desdén. —Tú has muerto hace años, imbécil; ¡apártate! Busco al verdadero dueño de la casa.

Tres fuertes golpes resonaron en la puerta. Todos nos inmovilizamos: alguna especie de animal gruñía en el pasillo. Se miraron entre sí, indecisos, hasta que el propio Applethorpe se dispuso a abrir. Después de todo, seguía siendo el dueño de casa.

La tallada puerta se abrió con violencia, y un cierto olor fétido saludó mi curiosidad cuando estiré el cuello para ver mejor: se trataba de un cadáver no muy estropeado que, antes de acertar con la entrada, se golpeó un par de veces contra el marco de la puerta.

Un zombie dismétrico, supuse.

—Aaaarghh... —dijo, o algo por el estilo. Intentó estrangular al anciano caballero, pero sólo pudo atravesarlo limpiamente, debido a la inmaterialidad habitual en cualquier espíritu.

La mujer espectral pareció reconocer al zombie, y comenzó a asfixiarlo con sus cabellos, que habían adquirido propiedades gorgonescas. El difunto propietario intentaba separarlos, pero todos sus esfuerzos eran vanos. El demonio se me acercó, intrigado, para pedir mis señas, pero como yo no era quien había firmado su pacto infernal, se volvió para interrogar al resto. Gritó que no pensaba irse hasta que le pagaran lo que estaba estipulado en el acuerdo, que era una vergüenza, y cosas así.

Viendo que esa noche no iban a dejarme dormir, me levanté y comencé a vestirme sin prisas, maldiciendo la hora en que invertí mis ahorros en arrendar por dos años una casona a precio tan conveniente. Ya veía por qué no tenía inquilinos.

Casi al salir, mientras examinaba mi aspecto en el ornamentado espejo del recibidor, me crucé con un nuevo fantasma: una enfurecida dama española que afirmaba ser la dueña original de las tierras donde se había erigido la casa. La envié escaleras arriba para que arreglara cuentas con el resto de los propietarios. Cerré la puerta cuidadosamente, asaltado por un funesto pensamiento: Dios no permitiera que la mansión hubiera sido emplazada sobre un antiguo cementerio aborigen...

Comprobé la hora, molesto: además de haber pasado la noche en blanco, tendría que esperar un par de horas más hasta que abriera la inmobiliaria para poder reclamar la devolución del dinero. Ya casi amanecía, lo cual agradecí de corazón: aunque no creía en leyendas populares, ya había tenido bastante compañía como para tener que, además, soportar a un vampiro trasnochador.

Patricio G. Bazán (Argentina, 1965). Escritor e ilustrador. Autor de obras de ficción inéditas, entre las que se incluyen "Panoplia" (cuentos), la novela "El Tapado y el León", y varias obras de teatro. Participó en las antologías "Grageas 3" (2014) y "Cien Páginas de Amor" (2015).

 


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