BABELICUS N°14
REVISTA
LITERARIA EN ESPAÑOL – Septiembre 2021
ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO VALENTE, DANIEL ANTOKOLETZ, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR, ELENA ZADRA.
Estimados amigos:
Les presentamos el número catorce de BABELICUS EN
ESPAÑOL https://babelicus.blogspot.com/ (grupo abierto de Facebook), con relatos de autores
hispanos, con el fin de entretenerlos, ya que muchos países aún están en
cuarentena. Les deseamos una feliz recuperación de la vida a la normalidad
durante este año 2021. Quien desea
comentar sobre sus autores preferidos lo puede hacer en la página Babelicus de
Facebook. Pueden encontrar los números anteriores en el blog de Babelicus.
Ruego a los escritores de lengua española interesados
en publicar en Babelicus, que envíen sus colaboraciones de no más de 1000
palabras, adjuntas en Word, a los administradores de la edición en español de
la revista virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com
Los autores no pierden sus derechos de
autor.
Adriana Alarco de Zadra
Portada: Plantas acuáticas, ÓLEO de
Adriana Alarco de Zadra.
URUGUAY
C. M. Federici
EXTRAÑO SILENCIOSO
La
sonrisa habla sido cordial, abierta..., sin componentes impuros en su
constitución. De un desconocido a otro, no rebasaba los límites de una casual
cortesía, en mitad de uno de esos sencillos rituales de sociedad: encoger las
piernas para permitir el paso de alguien, entre dos hileras de butacas de cine.
Vulgar como fue el hecho, no obstante, tratándose de
una hermosa veinteañera rubia por un lado, y de este silencioso extraño por el otro, se revestía de caracteres de
verdadero acontecimiento..., enhiesto e inexplicable peñón de extravagancia,
visible desde lejos en la chatura irredimible de mi dilatada experiencia.
Me acomodé en mi asiento, dos o tres butacas a la
derecha de la joven, y de inmediato me golpeó la acostumbrada reacción por
parte de mis vecinos de circunstancias, expandiéndose igual que los aros
formados en la superficie de una charca. Justo en aquel momento, por fortuna,
se extinguieron las luces de la sala, y los compases iniciales del añejo fondo musical del filme
festonearon el comienzo de la función.
Sobre la pantalla, merced al prodigio combinado de
técnica, arte y toneladas de entrañable talento, Gene Kelly, Debbie Reynolds y
Donald O’ Connor bailaban una vez más bajo la mágica lluvia del Hollywood del ayer. Este
tipo de espectáculos no deja de fascinarme, aunque no excluye esto un sombrío y
permanente sentimiento de culpa.
Sirvió de tregua, al menos por un par de horas. Un
respiro, pensé, en este áspero, interminable camino... Comprendí, desde luego,
que jamás cesaría mi calvario, ni bien las reavivadas luces de la sala se
tragaron el “The End”, y los ecos finales de la música se disolvieron entre el
reciclado murmullo de los espectadores.
Me puse en pie para salir: todo volvía a empezar.
Siempre ha sido lo mismo. He visto cientos de lugares
y oído millares de lenguas diferentes. Abigarrada urbanización, o yermas
vastedades; nada cambia.
Es como si un hálito glacial emanase de mí. Como si
mis rasgos personales llevaran ínsita la cualidad fría y letal de los negros
espacios exteriores, más allá de las últimas estrellas. Pude haber demarcado
una trocha neta entre los recelosos espíritus que se echaban atrás ante mi
paso.
No es nada nuevo: simplemente parte integrante de mi naturaleza
singular, tan sine qua non y sui generis como la dualidad de mi existencia, ya sea con o sin
atributos a la vista. Es decir: simple espectador, o bien ejecutor implacable
de superiores decretos.
En la calle gruñían los motores, y la atmósfera nocturna
se contaminaba progresivamente. Corría uno de los meses primaverales; la
estación sonreía con amables temperaturas. (Lo cual me es por completo
indiferente, dado que yo camino dentro mi propia, indisoluble burbuja de aire
gélido.) Al distanciarme del local de espectáculos, gran parte de la luz iba desvaneciéndose,
junto con el rumor de las conversaciones. Podía oír con claridad el ritmo parejo de mis pisadas, matizado ocasionalmente por
algún bocinazo lejano y apagados ruidos de
tránsito en lontananza, o bien por los ecos de una carcajada anónima, que
flotaban al viento como sonoros gallardetes.
De pronto,
surgido en apariencia de la nada, un monstruo de metal rojo, bramido atronador
y furia combustible se precipitó sobre mí. No temo a los accidentes, pero
ciertas reacciones básicas están irremisiblemente integradas a este hemisferio
de mi personalidad; así que salté con brusquedad hacia un costado.
—¡Cuidado, idiota! —alcanzó a gritarme el conductor,
antes de sumirse en la lejanía, mientras un prolongado aliento de claxon se
estiraba en la noche.
Casi sonreí. Una de las comisuras de mi boca se elevó,
brevemente, al par que mi cabeza oscilaba de forma imperceptible. El automóvil
era una hermosa creación ultramoderna: bella y efímera como rara mariposa
dotada de letales instintos. Compartiría el destino universal, pensé. Un día,
igual que todo el resto... La tenue brisa de la época me abofeteó con suavidad.
Suelo reaccionar ante la brisa. Es el más aproximado
sucedáneo de un contacto humano, o animal, a que puedo aspirar.
A mí nadie me ha hablado en tanto tiempo... Veo
funciones de cine —esos arcaicos filmes musicales que tanto aprecio, aunque me
duelan tanto— sin necesidad de sacar entrada; viajo gratuitamente en ómnibus y
taxis y no pago por mis alimentos, sino que los tomo sencillamente de las
estanterías del supermercado sin que se registre obstrucción alguna. No me
ven..., o al menos lo fingen.
Ciertas
sensibilidades más finas que el común, empero, llegan a apercibirse de mí (un
callado desconocido envuelto en ropa oscura, cuyos ojos mortecinos ensombrecen
una cara enjuta) y, mediante alguna suerte de curiosa alquimia de los
instintos, vislumbran mi poder. Entonces palidecen, sudan, tiemblan
inconteniblemente, y sus conductos sanguíneos se solidifican cono diminutos
corales. Si recordase cómo se llora, lloraría por ellos y por mí.
La jovencita rubia me había
sonreído…¡Sonrió! Y yo no podía adivinar por qué. ¿Sería ella impermeable a los
miedos más elementales? ¿O por ventura alentaría la necedad de considerarse a
salvo de mí..., exenta de la condena colectiva?
No soy omnisciente, claro. En realidad, suma infinitamente más el
conjunto de lo que ignoro que la reducida porción de cosas que he podido
aprender, a lo largo de esta inacabable trayectoria mía. (No sé por qué hago lo
que hago; solo sé que no puedo eludir hacerlo. Tampoco sé si ustedes lo merecen
o si, sencillamente —al margen de su sentir—, mi misión resulta imprescindible
en el contexto de la inescrutable simetría del Diseño Total.)
¿Pero por qué sonreiría esa muchacha
rubia, mirándome a los ojos?...
Cortó mis reflexiones una brutal interrupción:
chillido de neumáticos mordidos por el pavimento, alguna lejana exclamación de
sofocado horror y, en sordina, el fofo golpear de carne y huesos contra el
metal insensible.
Solo a escasa distancia, me dije; muy posiblemente a
la vuelta de la próxima esquina. Y hacia allí dirigí entonces mis pasos: yo
debo ser testigo (envuelto en esta, mi subsidiaria personalidad), de los
efectos que mi ser fundamental, el Ejecutor Potente, revestido de sus
atributos, desencadena sin excepción sobre las maleables espaldas del Universo.
...He llegado. Frente a mí, la secuela del accidente.
No demoro en reconocerlos: la rugiente saeta encarnada
que casi me arrollara momentos antes, y una forma caída, pálida y yerta, y rubia, bajo los neumáticos tardíamente
detenidos. Ya no sonreía.
Ahora queda todo muy claro. El ser íntimo de la rubia lo sabía. Aun cuando su conciencia no
podía prever el futuro inmediato (y resultaba inevitable la tragedia), ya las
recónditas circunvoluciones de su espíritu, entrelazadas con la prístina
urdimbre de la raza, anticiparon, en forma genérica, el final de una breve y
seguramente grata existencia corporal. Ella no tenía motivos para angustiarse
ante mi proximidad (cual el común de la gente), dado que mi influencia había de
resultar inoperante en su caso específico.
El corro de curiosos, insensiblemente, se encrespa en
torno como un solo animal desasosegado, alejándose de mí sin demostrarlo... Pronto
hace su aparición la ambulancia, irradiando concéntricos aullidos hirientes;
rápidos y eficientes, disponen de la chica y del conductor del auto rojo
(quien, infaustamente, ha compartido la suerte de la muchacha, por ciego o
acaso determinado azar), y la escena recobra la normalidad cotidiana. El
incidente no tardará en desvanecerse del recuerdo de la mayoría.
Vuelvo a quedar aislado. Me invade un profundo
cansancio y un desaliento abrumador.
¡Me
aborrecen todos! Es que les provoco ingratos atisbos en lo subconsciente,
acerca de aquello que han de llegar a ser alguna vez: fláccida carne y huesos
dolientes, amén de almacén de sueños sepultados bajo un hacinamiento de vacíos
y desolados días que no han de volver. Yo soy... el antiguo pavor encarnado, y me
impongo a todas las cosas de este mundo.
Soy esa
angustia que parece inmotivada, los malos sueños que hacen escurrirse el llanto
por entre los párpados cerrados,
hasta empapar la almohada. Represento la repugnancia arquetípica, arraigada en
carne y sangre desde que mar y cielo
fueran abruptamente separados: el ser se resiste tenazmente a admitir su propio e irreversible
proceso de corrupción.
En ocasiones asumo mi naturaleza primordial. Alzándome
por encima de montañas y minaretes, hasta casi tocar e1 firmamento con los
hombros, dejo que mi luenga barba ondee como ominoso estandarte sobre todo lo
creado, al influjo de los vientos eternos. Y la arena del reloj que pende de mi
cintura fluye incesantemente de una ampolleta a otra: las edades, los días...,
la vejez.
—Soy Cronos —mis huesudos dedos oprimen el mango de la
guadaña—. ¡Soy el Tiempo, y nada ni nadie puede eludirme!
Y para
todos, excepto para aquellos que, como la chica rubia de la gentil sonrisa, no
vivirán para sentir mis estragos, soy abominación... ¡Es más de lo que mi
fracción semicarnal puede tolerar!
...Una blanca sonrisa flota ante mí, a guisa de
feérica media luna personal, enseña y pendón de promisión.
Presa de
un impulso irresistible —cuyos orígenes profundos no he de rastrear—, vuelco en
trémulas líneas de escritura todo mi padecer…, el ultrajado clamor hacia los
encarnizados Poderes que martillan sin cesar los clavos de mi cruz. Cuatro
hojas de apretados renglones, que lanzo al viento… ¡Que alguien las lea!
He
caminado a lo largo de un vasto tramo de Eternidad.
¿Querrá
alguien reemplazarme…, para que pueda reposar?
Carlos María Federici (3 de diciembre de 1941, Montevideo) es un escritor, guionista y
dibujante uruguayo, de ciencia ficción, policial y
terror. Su obra literaria aparece en varias antologías de su país y del exterior.
Se lo considera uno de los pioneros de la ciencia ficción y el relato policial
en Uruguay. En 2013 se publicó una
antología de sus historietas, bajo el título Federici, Detective Intergaláctico, proyecto del periodista
Matías Castro, financiado con apoyo estatal.
ARGENTINA
JOSÉ MARÍA AGUIRRE
ESPEJITOS DE COLORES
Estaban reunidos en torno al cráter. Los nuevos chapoteaban muy alegres
en la lava. Los medios y los extremos oscilaban fluctuantes por la costa
incandescente, cambiando conceptos.
Crepitor, uno de los medios, se dirigió al extremo pulsor.
--Dentro del próximo triple lapso se harán presente los Sólidos
--manifestó crepitando.
--En ese curso tenemos reunión en el estrato magnético periférico
--respondió el extremo--, giraremos y absorberemos radiación ultra violácea.
Formaremos moléculas y después micelas. Tal vez deberíamos posponer el contacto
con los Sólidos.
--El contacto será breve y nada estrecho. Ellos llegaron desde su mundo,
Sol Tercero, y ahora quieren que les permitamos apropiarse de las esferas
fotónicas, para utilizarlas como combustible en sus cuerpos artificiales, en sus...
digamos... máquinas...
--Pero las esferas fotónicas son el producto remanente de nuestras
conjugaciones amorosas --protestó el extremo Pulsor--, pedir eso es algo
obsceno.
--Los Sólidos, expresan que a cambio nos darán cuerpos artificiales,
productores de radiación ultravioleta --continuó Crepitor.
Desde la ionosfera descendían con lentitud algunos nuevos recién nacidos.
--Los rayos ultravioletas nos llegan naturales desde el centro estelar
--protestó Pulsor con fuerza--, por lo tanto, nos darán cuerpos inútiles,
basura.
--Los Sólidos esperan acordemos el intercambio en su próxima presencia
--expresó Crepitor, pensativo.
--¿Cómo se comunicaron contigo los Sólidos?
--Tienen un Sólido artificial. Con él decodifican nuestros pulsos y luego
los emiten como vibraciones atmosféricas --emanó Crepitor.
--Te diré lo que puede ocurrir, Crepitor. Si acordamos, ellos vendrán y
cargarán con las esferas fotónicas. Se las llevarán todas. Luego traerán sus
cuerpos artificiales que producen alimentos. Tú y yo, los medios y los
extremos, no los usaremos. Pero se los darán a los nuevos; para ellos será una
novedad, como un juguete. Luego perderán la facultad de alimentarse con la
radiación estelar. Además, les parecerá una costumbre vergonzosa, caduca,
superada.
"Más tarde los incitarán a producir más esferas fotónicas, mediante
falsas conjugaciones. Los inducirán a conjugarse de las maneras más viles. Si
los nuevos se rehúsan a hacerlo, les quitarán los cuerpos artificiales, o harán
que no funcionen, para que no puedan alimentarse. Si los Sólidos no los proveen
con los artificios, los nuevos no tendrán alimentos. Pasarán al Plano Superior
como nuevos, sin llegar a ser extremos.
--¡Pasar al Plano Superior como nuevos! ¡Es inconcebible! --exclamó
Crepitor.
--También sucederá que, con todas esas vilezas de falsas conjugaciones y
radiaciones artificiales, los nuevos se irán opacando, dejarán de ser Plasmas,
se volverán Sólidos. Habrán de tornarse pesados, torpes y frágiles. Al llegar a
extremos, como Sólidos se descompondrán... y no sé cómo harán para pasar al
Plano Superior. Quizá dejen de existir... para siempre... Pero... ¡oh!
...aquí llega Titila... los dejo solos --concluyó el extremo Pulsor, y se
alejó flotando sobre la ardiente lava.
--¡ Crepitor ! --tañó Titila con alegría y rebotó contra él. Flotó sobre la
roca fundida, se elevó muy arriba y después se abalanzó, rebotando de nuevo.
Para Crepitor fue un alivio encontrarse con Titila, después de los vaticinios
apocalípticos manifestados por su amigo Pulsor.
--¡Vamos a bañarnos, Crepitor! --tintineó muy alegre el pulso de Titila,
planeando errática y llevando a su compañero a zambullirse a la lava
resplandeciente.
Ambos bucearon en el magma volcánico y más tarde chapotearon con regocijo,
semisumergidos en los metales derretidos.
Bañados en las cálidas emanaciones sulfurosas, los dos se apretaron muy fuerte
hasta comenzar a conjugarse. Los Plasmas fueron englobándose entre sí, hasta
fusionarse en uno solo. Emitieron gran cantidad de luminosas esferas fotónicas,
que flotaron sobre el cráter y rodaron entre las rocas candentes.
Acto seguido, los dos seres proyectaron un fortísimo destello. La luz se elevó
en una línea incandescente, como un latigazo, hasta irrumpir en la ionosfera.
Era probable que allí diera lugar a la gestación de un nuevo Plasma, que en
poco tiempo descendería por las capas atmosféricas para reunirse con sus
congéneres.
Cuando la multitud de Plasmas concretó reunión en el estracto
magnético periférico, con Pulsor, Titila y Crepitor mezclados en la
muchedumbre, se pulsaron todas las noticias y detalles sobre los Sólidos. La
determinación fue unánime. Todos rechazaron con horror las propuestas de los
extranjeros. Entonces giraron en la inmensidad con alegría, tomaron alimento
ultravioleta y formaron moléculas y micelas.
Los Sólidos en su totalidad treparon a su inmenso objeto artificial, para
elevarse y abandonar el mundo de los destellantes entes plasmáticos.
Se fueron decepcionados, chasqueados.
Pero regresaron, claro. Volvieron con su enorme y opaco cuerpo artificial
que los transportaba atiborrado de extraños artilugios y armas electrónicas;
estaban determinados a forzar a los Plasmas para que aceptaran sus planes.
Los Sólidos se presentaron de nuevo, pero no encontraron a nadie. El
planeta yermo giraba en su órbita como una hueca vasija recalentada.
...Y el pueblo de los Plasmas... por supuesto, aguardaron hasta que el
último de los nuevos descendiera flotando desde la ionosfera y, acto cumplido,
todos juntos se desplazaron con tranquilidad hacia el plano lateral más
inmediato; es decir, a uno de la infinidad de continuums espacio-temporales
existentes... Y allí, inalcanzables, vivieron felices y contentos para
siempre...
José María Aguirre - Nacido en Rauch-Argentina 28-1-43. Estudió dibujo de la historieta,
trabajó largos años como administrativo en marítimos, comenzó a escribir
cuentos cortos a los 29 años; siendo desempleado recorrió Buenos Aires y
diversas ciudades de Brasil como dibujante trashumante de retratos y
caricaturas "al paso" durante un año, regresando a Bahía
Blanca-Argentina, para hacer el mismo trabajo por encargo durante 4 años y
medio; actualmente jubilado continúa escribiendo cuentos y vive en Bahía
Blanca-Provincia de Buenos Aires-Argentina.
CHILE
SERGIO LIDID
LA ROSA
GUARGÜERO DE LOTA
Era flaca;
tenía menos de cuarenta. Era borracha, bebía hasta caerse. Todo el mundo le
tenía miedo, principalmente los que tenían que pasar delante de su casa en Lota
bajo, subiendo por la calle Once de
Septiembre, en homenaje al famoso Golpe militar, ahora se llama de nuevo La Gabriela y todavía viven ahí patos malos, a pesar de la limpieza que hicieron los milicos.
La Rosa tenía mucha rabia, por la miseria y porque
habían matado a sus amigos. Insultaba y agredía a cualquiera con piedras, con
palos, lo que tuviera a mano, hasta usaba la botella de vino; podía pelear a
puñetazos con los hombres. Tenía no se sabe cuántos hijos e hijas, y todos eran
buenos para robar, peligrosos. A la madre nadie le podía hacer nada. No era
mala cuando andaba lúcida, muy raro, pero embriagada era un demonio. Su vida
era beber y beber. Cuando se emborrachaba bailaba tango, cueca, vals; se subía
las polleras, y la gente se reía, gritaba: “¡¡La Rosa está bailando!!” Acudían todos para verla; les encantaba,
la aplaudían. Hasta que a la Rosa le
daba la rabia y salían todos corriendo.
Un día la encontraron muerta en su casa.
Su familia y sus amigos la velaron más de una semana; amanecían tomando,
cantando. La gente empezó a reclamar que olía mal, que la enterraran de una
vez.
Para el entierro llegaron
cientos de coronas. Fue impresionante ver la carroza tan
elegante con el ataúd cubierto de flores, seguido de camiones y autos
adornados con
rosas. Lota se despobló, no quedó ni un alma en el pueblo. No tuvo misa,
la tiraron a
un hoyo y pusieron una cruz que alguien se robó.
*Guargüero
(gargüero) Parte superior de la tráquea.
Se les llama
así a los que hablan con voz gangosa (Chile)
Sergio Lidid: Profesor de castellano,
actor, dramaturgo. En 1967 emigró a París, regresó a Chile en 1970. Para el
Golpe fue detenido, exonerado y expulsado. Reside en España. Ha publicado
cuentos, artículos y poesía en revistas de Inglaterra y España. Su primera
novela "La desaparición de Cristal" en editorial CEIBO, N° 28.
Santiago de Chile, 2014.
ARGENTINA
ROLANDO MARTIÑÁ
MITOLOGÍAS
Adriana era
una doncella bella y dada a las querellas (disculpad, ¡oh dioses de la
cacofonía!)
Según el oráculo, sus
brotes de ira eran culpa de su madre que se había equivocado cuando nació, al
anotar su nombre, en lugar del de una famosa heroína, vencedora de un poderoso
toro con sólo un hilo.
De todos modos, ( y
según el oráculo) los dioses harían que hubiera un héroe en su familia. Para lo
cual se requería la intervención de Afrodita (Oh! Diosa de lo imposible).
Cierto día en que el
dios Poseidón había tornado encantador su reino azul profundo, Adriana paseaba
por la orilla del que habría de ser llamado Mar Jónico y divisó un hombre nada
apolíneo, tirado de espaldas sobre la arena, mostrándose muy lejos de una
belleza clásica, pero sí seguramente bien alimentado. Lo consideró una señal de
los dioses y como además no había nada
mejor a la vista, Adriana se acercó y le preguntó: “Cómo te llamas?” “Lípidos”,
respondió él. Y así por los caminos misteriosos que los dioses suelen conferir
a los mortales, ella conoció al que sería el padre de sus hijos Apolo y Dionisios (ahora sin errores
gracias ¡oh dioses!)
A la edad de los
efebos, los hijos vieron morir al padre a causa de su propio nombre… Adriana,
en tanto, ardía aún en deseos de que se cumpliera la profecía, y la ocasión se
la brindó un mensajero que llegó a su tierra, anunciando que el rey Haganmenòs había declarado la guerra a
la ciudad de Trola, que estaba
ubicada en la remota península de
Kulysmundi, y requería a todos los varones en edad de combatir.
Adriana no veía a
Apolo demasiado interesado en el proyecto, al contrario de su hermano. Y
además, ella correría el riesgo de quedar sola. Se debatió durante largas horas
entre sus hijos y la gloria y decidió consultar a Atenea, (oh! diosa de la sabiduría “). Finalmente decidió: “Que
vayan los dos, así mis chances aumentarán”
Pasaron días, meses y
años. Apolo y Dionisios no volvieron. Adriana envejeció y muchos dijeron
haberla visto andar como una sombra, perdida por los caminos de su tierra
gritando: “¡Soy Ariadna! ¡Soy Ariadna! ¡Soy Ariadna..!
Rolando
Martiñá es docente, Licenciado en Psicología clínica y educacional, con un
Posgrado en Orientación Familiar. Actualmente ejerce la psicoterapia.
También es escritor, ya lleva publicados ocho
libros de educación, dos de cuentos, y su última novela "Fin de
siglo". Vive en Argentina, ciudad de Buenos Aires.
ARGENTINA
DANIEL
FRINI
LOS
ÚLTIMOS MINUTOS DE BÉRENGER DE LACROISILLE
Fray Bérenguer de Lacroisille ha
sido torturado.
Hoy
es sábado, once antes de las calendas de noviembre del año de Gracia del Señor
de mil trescientos siete.
Hasta
hace diez días, Fray Bérenger era Turcoplier de los Pauperes Commilitones
Christi Templique Solomonici, la Orden de los Caballeros Templarios; y
ahora está en la Tour Grosse de la que fuera la Fortaleza del Temple en París,
y en manos de los verdugos que dirige Guillaume Imbert, Inquisidor General de
la Fe en Francia y confesor de Felipe IV, el Hermoso.
Fray
Bérenger ha sido sometido al strappardo; le ataron dos grandes campanillas de
bronce a sus testículos, a modo de burla; y también pasó por la squassation,
con lo que le han dislocado hombros y brazos, y quebrado las piernas en varias
partes. Ha sido fustigado y le han arrancado tiras de piel y carne con garras
de gato. Le han sacado las uñas de los dedos y en su lugar han colocado clavos
candentes; y le han quemado las plantas de los pies con planchas de metal al
rojo.
Fray
Bérenger ya se reconoció sacrílego, hereje, apóstata, idólatra, sodomita y
simoníaco. Ha declarado que él y sus hermanos del Temple escupieron sobre la
Santa Cruz, renegaron e insultaron a Cristo, rindieron culto a dioses paganos,
veneraron a vírgenes negras, adoraron al Bafometo y practicaron ritos obscenos,
incluso el Osculum Infame.
Fray
Bérenger no sabe de las intenciones del rey Felipe, de su canciller Nogaret y
de su chambelán Portier de Marigny, ni de la indecisión del Papa Clemente V.
Está
solo y desnudo en una celda sin, siquiera, el confort de un poco de paja sobre
la fría piedra del piso. Desconoce que su Gran Maestre Jacques de Molay ha
caído, también, en desgracia y está prisionero a unos cuantos pasos de él.
Supone,
sí, que no es el único cautivo. Cree haber escuchado a los verdugos cuando
nombraban a sus amigos Fray Robert de Plessiez y Fray Reinald de Milly; y entre
idas y venidas de los continuos desmayos, le parece haber escuchado las
súplicas de su Senescal, André de Périgord, que venían desde una celda no muy
lejana.
Sin
embargo, el dolor que siente en algún lugar de su pecho es infinitamente más
fuerte que aquel que le provoca la tortura. Fray Bérenger respondió
afirmativamente a todas y cada una de las aseveraciones de sus inquisidores; no
por temor al tormento, sino como resguardo para no delatar a la única persona
que le importa: Cécile de Monssac.
Dijo
que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos participaron
en orgías en las que no había mujeres, mientras pensaba en los destellos de los
hermosos y grandes ojos negros de Cécile.
Dijo
que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos reverenciaban
al demonio encarnado en un gato, mientras recordaba una radiante y franca
sonrisa dorada.
Dijo
que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos quemaban niños
y bebían sus cenizas mezcladas con vino consagrado, durante la celebración de
la Santa Misa, mientras evocaba unas trenzas azabache, que brillaban como el
ébano de Santa Helena a la luz del sol.
Dijo
que si cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos afirmaban que
Cristo había sido un falso profeta, y que no había padecido en la cruz para la
redención del género humano, mientras rememoraba la tersura de una piel
blanquísima y el rubor del decoro de su amada.
Pero
Fray Bérenger de Lacroisille jamás vio a Cécil de Monssac. Ni siquiera sabe si
existe. Hace más de diez años, en uno de sus tantos viajes por el Rousillon,
oyó la cansó que trovaba Amanieu de Sescars, y se extasió ante aquella
declaración de amor que imaginó suya:
La
belleza y el bien que hay en mi dama
me
tienen gentilmente atado y preso.
Y
Bérenger imagina que no es la Inquisición quien lo tortura. Sueña que es Cécil
quien maneja la fusta o arranca sus uñas, y delira que ella le canta, aunque
las palabras sólo suenan en su mente afiebrada.
No
está curada la llaga que me hiciste, amor,
cuando
me heriste con tu cruel espada.
No
le importa el Temple, ni su Maestre, ni su Senescal, ni sus compañeros. Está
dispuesto a firmar cualquier confesión, y hasta renegar de la gracia del perdón
ofrecido por los domínicos, si se lo ofrendasen. Está dispuesto, incluso, a
inventar cuanta maldad le insinúen y ponerla en boca hasta del mismísimo Papa,
si se lo ordenasen.
No
sabe por qué, pero espera de manera ardiente la sesión de tortura venidera en
la que le arranquen la lengua con tenazas para asegurarse de que ni en el
delirio de la fiebre que lo abrasa va a nombrarla.
Yo
ardo sin ser quemado
en
vivas llamas de amor.
Fray
Bérenger soporta todo sin desmayarse porque teme pronunciar su nombre y que sus
jueces se interesen en ella, y la busquen. Le espanta la idea de que Cécil
exista, y los verdugos de la inquisición la encuentren y la sometan al espanto
por el puro placer de apagar su hermosura.
Daniel Frini: Escritor y poeta argentino. (Berrotarán ―Córdoba,
Argentina―, 1963). De profesión Ingeniero, fue redactor y columnista en varias
revistas, colabora en varios blog y e-zines.
Blog
personal http://danielfrini2.blogspot.com.ar/ e-mail: dfrini@gmail.com
ARGENTINA
FERNANDO
SORRENTINO
SIN
MALA INTENCIÓN, FUIMOS TAN CRUELES…
Yo cursé la
segunda enseñanza en un colegio situado a menos de trescientos metros de mi
casa. Por el portón de la calle Humboldt entrábamos los alumnos (todos
varones); por la puerta de El Salvador lo hacían los profesores y demás
personal adulto. Estacionaban sus autos frente a este ingreso.
Andábamos por
los catorce años. Teníamos una materia llamada Educación Democrática. El
profesor era un abogado del que sólo recuerdo el apellido, que no revelaré.
Emitía voz gruesa y estentórea pero no fluida, como con notas chirriantes.
Aquel día
extrajo su libreta de calificaciones y, blandiéndola con aire simpático,
declaró sonriente:
—Hoy me
siento bueno y voy a dar la oportunidad de que pasen todos los alumnos que
necesiten levantar nota.
Desde luego,
daba por sentado que un clamor de felicidad saludaría esta decisión:
—A ver…
¿Quién quiere pasar…?
Silencio
sepulcral.
—Bueno
—insistió—, no sean tontos. Los que no alcanzan los siete puntos: aprovechen
esta oportunidad para levantar nota.
Tal vez el
aleteo de alguna mosca quebró el silencio.
Abrió la
libreta, analizó las calificaciones de los alumnos que estaban, según metáfora
futbolística, en la “zona de descenso” y, eligiendo a los más comprometidos,
dijo (por ejemplo):
—Aballay, vos
tenés un cuatro. ¿Querés pasar al frente?
El convocado,
que no se sentía en condiciones intelectuales de entrar en la cancha, negó con
un movimiento de cabeza y un rictus nervioso.
El profesor
realizó un segundo esfuerzo:
—Belletti,
apenas llegás a cinco, ¿no querés pasar?
Idéntica
respuesta negativa de dicho educando.
Y lo mismo
ocurrió con Cáceres… Y con Davidovich… Y con Echeverry… Y con…
Entonces el magister avanzó desde la A hasta la Z en
procura de redimir a tanta oveja descarriada, sin omitir, en la letra S, el
apellido de quien suscribe.
Al llegar a
Zúzzero, la frustración más ominosa se había abatido sobre su espíritu. Había
entrado con alma espléndida para derramar bondades sobre nuestras testas, y
como toda retribución terminó recibiendo el halo gélido de la indiferencia.
Es posible
que, impulsado por necesidad de venganza, decidiese en ese instante convocar al
frente a cualquiera de los réprobos, y así mandarlos con toda justicia a la B,
o sea a los exámenes de diciembre o de marzo.
Resultó
providencial la entrada de uno de los preceptores. Pidió autorización para
repartir a los alumnos no sé qué comunicación del rectorado, cosa que consiguió
y realizó de inmediato.
Luego, al
advertir que el docente tenía en sus manos la libreta de calificaciones, le
preguntó (no porque le interesara saberlo, sino por el gusto de hablar):
—¿Va a tomar
lección, doctor?
Tal fue el
fósforo que encendió la mecha de la dinamita. Como si cobrase de repente
conciencia de la iniquidad de que era víctima, el profesor, ardiendo en cólera,
contestó en altísimo volumen de su rugosa voz:
—¡No! ¡¿Cómo
voy a tomar lección, si aquí ninguno estudió un carajo?!
Una risotada
homérica y multitudinaria celebró este exabrupto, al tiempo que el júpiter
tonante se retiraba del aula con un iracundo portazo que hizo temblar las
paredes.
A la clase
siguiente no regresó. Y a la subsiguiente, tampoco. Y a ninguna otra.
Jamás volvió.
Sin desearlo, nosotros lo habíamos convertido en un ser humano profundamente
herido: quiso ser generoso y nuestra ingratitud no se lo permitió.
Como dije al
principio, no voy a revelar su apellido, aunque lo recuerdo perfectamente.
Tampoco olvido su automóvil, que ha dejado de fabricarse hace muchos años. Era
un Henry J gris: nunca más lo vimos estacionado en la calle El Salvador, frente
al colegio de mi adolescencia.
Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en 1942. Sus invenciones suelen entrelazar
de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que
no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda.
Paraguas, supersticiones y cocodrilos
(2013) es su más reciente libro de cuentos.
CHILE
EUGENIO DAVALOS
PERPETUA RECLUSIÓN
Aquí mismo donde
no hay cordillera
Ni silogismo ni nada
Dentro de un
profundo pozo
Con océanos de
sangre y tripa
Universos
paralelos que se autodestruyen
Donde ni dios ni
la musa pueden dictar su primer verso
Soñar no es el
paraíso ni retomar la infancia
Sino algo peor que el
báratro
Algo
impensablemente peor que una pesadilla
Un tiempo enfermo
que se reitera constantemente
Sin descanso
Algo peor que el
águila royendo el hígado
O Sísifo arrastrando la roca
Algo que ni una
sola palabra
Por más que se la busque
puede describir
O está facultada para
hacerlo sin enloquecer en sí misma.
Aquí mismo
entorno dentro y en ninguna parte
Con kilos de carne ardiendo
Escapar no es posible ni
siquiera tener la mínima
Esperanza por separarse de
la negra sombra.
Eugenio
Dávalos Pomareda, 1961. Becario de la Fundación Pablo Neruda en 1989. Publica su primer
libro en 1990 La Copa de Neptuno. 1992, Naturaleza Muerta. 1994, Escritos sobre
Arenal (Fondart). 2004, El Hombre Sin Misterio. 2007, In Memoriam: Santa María
de Iquique. 2015, Mitos o los ojos de la
piedra. 2019 publica su último libro Estación Central. Codirector de Nube
Cónica, Revista de Poesía y Arte ( www,nubeconica.cl). Vive en Santiago de
Chile.
ARGENTINA
PATRICIO G.
BAZÁN
UN PROBLEMA
INMOBILIARIO -
Cuando alquilé la centenaria mansión Applethorpe, me
advirtieron acerca de los fantasmas de antiguos moradores. Hombre maduro y
escéptico, descarté esas habladurías por considerarlas propias de gente baja e
ignorante, y me instalé esa misma noche para comenzar con las remodelaciones a
primeras horas del día siguiente.
El magnífico dormitorio de la planta alta donde planeaba descansar se
sentía realmente frío, pero en una casona que acumulaba desperfectos y
refacciones pendientes, era casi esperable. Otro tanto con los ruidos
inusitados: los inmuebles antiguos se asientan y crujen todo el tiempo, y no
sería extraño que hubiera ratas en el ático.
En definitiva, nada que pueda tomar por sorpresa a una mente científica
y racional como la mía.
Habían pasado las doce cuando escuché un rumor de pasos en la escalera
que no supe justificar de inmediato, como tampoco la figura que se materializó
frente a la cama.
—Soy Frederick Applethorpe: ¡vete de mi propiedad! ─ exclamó un robusto
caballero semitransparente y muy bien vestido. Un retrato enmarcado en la pared
revelaba el gran parecido entre ambos, por lo cual no dudé sobre su identidad.
Sin embargo, múltiples teorías en mi cabeza pugnaban por ser elegidas. "Sin cuerpo no puede haber actividad
mental; ergo, los fantasmas no pueden expresarse en el Aquí y Ahora",
razoné. Debía tratarse de una especie de proyección de un evento del pasado,
o...
Algo fuera de mi campo visual interrumpió mis cavilaciones, hecho que me
irrita mucho más que las apariciones a deshoras. La puerta de un soberbio
armario de roble se estaba abriendo lentamente, dejando paso a la espantosa
imagen de una pálida mujer asiática de largos y renegridos cabellos, que
avanzaba hacia mí de modo errático.
Esto me desconcertó, pues añadía una nueva variable a la ecuación. El
viejo Applethorpe también lucía contrariado y comenzó a increparla agriamente.
La japonesa, que concentrada en mi persona no lo había visto, tampoco se quedó
callada. No tuve otra opción que inmovilizarme, cubierto con las cobijas hasta
el mentón. Por si fuera poco, ninguno entendía lo que el otro le decía y me
miraban indignados, buscando apoyo. Me sentí como esos hijos cuyos padres
discuten continuamente y no saben de qué lado ponerse.
Un repentino hedor a azufre inundó la habitación, seguido por un ígneo
resplandor, y un nuevo visitante se apersonó en el dormitorio, que ya nos
estaba quedando chico: una especie de demonio astado, vestido con un frac de
excelente corte, capa purpúrea y bastón con puño dorado en forma de cráneo
humano.
—¡Vengo por tu alma! Mi nombre es... pero, ¿qué significa esto?
—exclamó, señalando a los otros dos espectros.
—Soy Frederick Applethorpe: ¡vete de mi propiedad!
—¡Vengo a reclamar el alma del propietario de esta casa! —insistió el
recién llegado.
—Esta es mi casa, y de nadie más —protestó maese Frederick.
El ente demoníaco lo observó con frío desdén. —Tú has muerto hace años,
imbécil; ¡apártate! Busco al verdadero dueño de la casa.
Tres fuertes golpes resonaron en la puerta. Todos nos inmovilizamos:
alguna especie de animal gruñía en el pasillo. Se miraron entre sí, indecisos,
hasta que el propio Applethorpe se dispuso a abrir. Después de todo, seguía
siendo el dueño de casa.
La tallada puerta se abrió con violencia, y un cierto olor fétido saludó
mi curiosidad cuando estiré el cuello para ver mejor: se trataba de un cadáver
no muy estropeado que, antes de acertar con la entrada, se golpeó un par de
veces contra el marco de la puerta.
Un zombie dismétrico, supuse.
—Aaaarghh... —dijo, o algo por el estilo. Intentó estrangular al anciano
caballero, pero sólo pudo atravesarlo limpiamente, debido a la inmaterialidad
habitual en cualquier espíritu.
La mujer espectral pareció reconocer al zombie, y comenzó a asfixiarlo
con sus cabellos, que habían adquirido propiedades gorgonescas. El difunto
propietario intentaba separarlos, pero todos sus esfuerzos eran vanos. El
demonio se me acercó, intrigado, para pedir mis señas, pero como yo no era
quien había firmado su pacto infernal, se volvió para interrogar al resto.
Gritó que no pensaba irse hasta que le pagaran lo que estaba estipulado en el
acuerdo, que era una vergüenza, y cosas así.
Viendo que esa noche no iban a dejarme dormir, me levanté y comencé a
vestirme sin prisas, maldiciendo la hora en que invertí mis ahorros en arrendar
por dos años una casona a precio tan conveniente. Ya veía por qué no tenía
inquilinos.
Casi al salir, mientras examinaba mi aspecto en el ornamentado espejo
del recibidor, me crucé con un nuevo fantasma: una enfurecida dama española que
afirmaba ser la dueña original de las tierras donde se había erigido la casa.
La envié escaleras arriba para que arreglara cuentas con el resto de los
propietarios. Cerré la puerta cuidadosamente, asaltado por un funesto
pensamiento: Dios no permitiera que la mansión hubiera sido emplazada sobre un
antiguo cementerio aborigen...
Comprobé la hora, molesto: además de haber pasado la noche en blanco,
tendría que esperar un par de horas más hasta que abriera la inmobiliaria para
poder reclamar la devolución del dinero. Ya casi amanecía, lo cual agradecí de
corazón: aunque no creía en leyendas populares, ya había tenido bastante
compañía como para tener que, además, soportar a un vampiro trasnochador.
Patricio
G. Bazán (Argentina, 1965). Escritor e ilustrador.
Autor de obras de ficción inéditas, entre las que se incluyen
"Panoplia" (cuentos), la novela "El Tapado y el León", y
varias obras de teatro. Participó en las antologías "Grageas 3"
(2014) y "Cien Páginas de Amor" (2015).
No comments:
Post a Comment