Babelicus n° 18
ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO
VALENTE, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR, ELENA ZADRA
Estimados amigos lectores:
Les presentamos el número 18 de BABELICUS EN
ESPAÑOL, https://babelicus.blogspot.com/
con relatos de América Latina y España, con el fin de
entretener y darles a conocer nuestros escritores de habla hispana.
Ruego a los autores de lengua española interesados en
publicar en Babelicus, (grupo abierto en Facebook) que envíen sus colaboraciones,
preferiblemente de no más de 1000 palabras, adjuntas en Word, a los
administradores de la edición en español de la revista virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com, junto con una semblanza del autor de cinco líneas.
Los escritores no pierden sus derechos de autor. Quien
desee comentar sobre sus relatos preferidos lo puede hacer en la página de
Babelicus en Facebook. Pueden encontrar los números anteriores en el blog de
Babelicus.
Adriana Alarco de Zadra
Portada: Kiev, 2022, óleo de Adriana
Alarco de Zadra.
MEXICO
SONIA ARRAZOLO
ABANDONO
Esta mañana me siento muy emocionada, aspiro
con fuerza una y otra vez, el olor a nuevo que despide mi vestido. ¿Y el
peinado? admirable, incluye adornos a la última moda al igual que mis
zapatillas, que no solo lucen hermosas, sino que estoy segura, serán también
muy durables, apropiadas para nuestro clima.
Mi ánimo va en aumento a medida que pasan las
horas, hasta mi llegan todos los aromas de mi alrededor, el perfume del pasto
húmedo recién cortado, el olor especiado y frutal de los jazmines, mientras a
mi espalda percibo la esencia característica del limón, y la dulzura de la
naranja, y por la frescura que siento desde ahí, agradezco no solo su
fragancia, sino la sombra que protege esa parte mía, de los fuertes rayos del
sol.
Hoy me siento muy feliz porque, aunque me
encanta escuchar los ruidos característicos de las noches, cuando ya el barullo
en banquetas y calles es mínimo, cuando los murmullos cercanos a mí se apagan,
y el estruendo de los vehículos, rodando hacia sus destinos se termina, de un
momento a otro, mi interior será decorado como corresponde. ¡Qué emoción!, mis
días ya no serán tan largos y tediosos con los nuevos sonidos que
complementarán mi interior.
¡Ya los instalaron! ¡Los escucho muy bien!
Me encanta el matiz que adicionaron al tono de
la voz joven, siempre mesurado, no como el sonido que proviene del masculino
joven, se advierte como fastidiado, aburrido incluso, y por alguna razón, quizás
de ajuste durante la instalación, cuando se escucha ocasionalmente el tono del
masculino mayor, oigo algo parecido a un chirrido.
¿La última señal instalada? ¡Maravillosa!
Además, gracias a ella, la fragancia proveniente de mis espaldas se percibe todavía
mejor, cuando se le escucha exclamar con entonación muy feliz:
─ ¡Hoy hice agua de limón! ¡Hoy hice agua de
naranja!
Confío en que durante los años transcurridos
hasta hoy mi presencia haya sido advertida también como algo agradable, que ese
instinto de protección que me caracteriza no haya sido considerado como un
exceso sofocante, que los haya hecho desear, huir de mi interior.
Durante los últimos años, me esforcé tanto en
mí rol protector, que hasta hoy, y después de muchas primaveras, me percato qué
por alguna razón desconocida sigo usando la misma vestimenta, y entonces se
apodera de mi un sentimiento de añoranza, recordando aquellos hermosos colores
usados no hace mucho, el olor de esos vestidos nuevos, sobre todo extraño la
admiración de los vecinos, eso que me hacía sentir muy feliz.
También he empezado a notar la ausencia del
tono fastidiado, y la música estridente que siempre lo acompañaba, ambos ruidos
han sido remplazados por una música suave, la cual me provee mucha
tranquilidad. Debido a esa conexión interrumpida, he podido volver a escuchar
con claridad, los sonidos que llegan acompañando a la noche.
Mi preocupación sigue creciendo, me siento muy
inquieta por el desequilibrio que percibo entre mi interior y exterior. Después
de muchas primaveras, sigo usando el mismo vestido, el último que estrené era
color rosa, el cual, y debido a la humedad, ahora luce de un color desvaído,
incluso tiene un olor desagradable. Los vecinos ya no se detienen a mi lado,
inclusive perdí ya parte de los adornos de mi peinado, debido a la furia de la
última tormenta.
Pero, a pesar de cómo me vea, lo que más me
angustia ahora, es que ya no alcanzo a escuchar tampoco la música suave,
además, los antes fuertes sonidos en forma de gruñidos apenas son audibles, y
uno de mis tonos preferidos, por su dulzura, es ahora solo susurros casi
inaudibles.
Este invierno ha sido muy difícil para mí,
debido a que la parte baja de mi vestido rosa se ha rasgado, sobre todo la
parte del frente, que es con la que me protegía de los fuertes vientos y la
fría lluvia invernal.
Los huesos empiezan a dolerme, debido a la humedad absorbida por la
falta de la vestimenta adecuada, la admiración que solía despertar en los
vecinos, ha sido remplazada por expresiones de tristeza y nostalgia, y puesto
que ya también perdí las grandes bolsas que adornaban la parte frontal y
trasera de mi vestimenta, puedo escuchar con mayor claridad sus comentarios,
cuando pasan a mi lado en forma rápida, ya sin detenerse.
─ ¿Te acuerdas de ella?, me encantaban los adornos en su parte alta.
─A mí los colores con que la vestían. ¿Y el aroma que emanaba a todo
su alrededor? Llegaba hasta nuestra casa, sobre todo en los días húmedos.
─Sí, pero desde que mur…
El viento gélido me hace temblar, la fuerza de la fría lluvia ha
terminado de destruir mi vestimenta, dejando muchas partes de mi cuerpo al
descubierto, las piernas ya no me sostienen como antes, debido a que he perdido
una de mis zapatillas. Cuando intento erguirme, tratando de mantener mi
dignidad, me da terror el sonido de mis huesos, temiendo que terminen de
quebrarse.
Mi deseo de estrenar un vestido y portar nuevos adornos ya quedó en el
olvido, lo único que me preocupa ahora es perder la segunda zapatilla, sin ella
será imposible resistir hasta la siguiente primavera
Sonia
Arrazolo Reyna (Tamaulipas, 1956). Escritora y actual representante legal del
grupo del cual es fundadora, APAD AC, Asistencia y Protección para Animales.
Publicaciones: Saga: La casa de abril. BENITO, un guau por ti y todos tus
amigos (2019) y NICOLASA (2021) GOTITAS de amor para nuestro corazón (2020). Otras
colaboraciones publicadas en Chile, México, Colombia, Venezuela y Argentina.
ESPAÑA
DOMINGO
ALBERTO MARTÍNEZ
POR UNA
CABEZA
Por una cabeza
de un noble potrillo
que justo en la raya
afloja al llegar,
y que al regresar
parece decir:
«No olvidés, hermano,
vos sabés, no hay que jugar».
Carlos Gardel
Don
Cornelio Manso del Sotillo, sobrino del marqués de Feria y Loscorrales,
condestable del Porco, tesorero de la muy noble orden de San Lamberto de
Zaragoza y señor de la Virgen de Estercuel, alcalde de minas, a la sazón, de la
villa imperial de Potosí y, por más señas, recién casado, era un viejo crápula
y disoluto, un perturbado, estragado tras años y años de libertinaje sin freno.
El muy gentil caballero, a sus setenta y tantas primaveras –«la flor de la edad, ciertamente», solía decir Su Ilustrísima con una
sonrisa de iguana–, había decidido sentar cabeza ante los ojos de Dios y lo más
granado de la sociedad virreinal, esto es, banqueros, racioneros, capellanes,
capitanes generales, muy ilustres alguaciles de la Real Audiencia de Charcas;
allí estaban los infanzones, los hijosdalgo, los cristianos viejos con sus
valonas blancas y sus jubones negros, y, en los primeros bancos, las alegres
cortesanas, ricamente enjaezadas, con sus collares de perlas y sus brocados de
Flandes. Para celebrar el enlace, don Cornelio escogió la suntuosidad
plateresca de la catedral de Santa Onerosa y, como oficiante, al padre Angeliño
Espírito, gallego y franciscano, reputado de santo en toda la provincia por
levitar entre pulgada y pulgada y media justo al consagrar la hostia.
La
agraciada, pobrecita, era apenas una niña, novicia del convento de la
Inmaculada, recién salida de las faldas de las monjas. Don Cornelio había
pagado su peso en oro. Y como quien se da el capricho de una yegua cordobesa
quiere desde el primer momento hacer uso de la misma, y lucir su gracia y su
donaire, y montarla, y trotar y aun cabalgar a todas horas, así quiso él hacer
uso y aun abuso de sus derechos conyugales. El viejo era un libertino, lo había
sido toda la vida, y cubría a la muchacha como si él fuera un bigardo y ella,
la pobre, pobrecita, una tierna beguina. La insultaba, la abofeteaba, le
reprochaba su beatería, su falta de gracia, la llamaba china, loba, zamba prieta,
la humillaba cada noche para diversión de los criados más indiscretos, que
escuchaban junto a la puerta o agazapados entre los arcones. Le desgarraba el
corpiño con los tentáculos de los dedos y, a mordiscos, con los cuatro tocones
de los dientes, le cosía los pechitos blancos y el botón de los pezones.
La
muchacha, doña Catalina, lloraba sin consuelo. Lloraba y sollozaba, mientras su
marido resoplaba como un fuelle. Lo hizo durante meses, hasta que ya no pudo
soportarlo; y un día, corriendo, huyendo sin aliento, perdida en un laberinto
de histeria y pasadizos, acabó por dar con las caballerizas. Allí conoció a
Juanillo, el mozo de cuadras –un efebo mestizo, de piel cobriza, con los ojos
grandes, negros como ascuas–, que también la conoció a ella.
El
arrabal minero despertaba con el alba. Todos los días, a la incierta luz del
amanecer, cientos de hombrecillos, los llamados mitayos, iban asomando de sus
madrigueras. Éste bostezaba, aquél se persignaba, el de más allá se acuclillaba
y comenzaba a hacer fuerza. Luego unos y otros se dejaban ir, lentamente,
entumecidos por el sueño todavía. Indios, cholos, moriscos, criollos, mulatos
huesudos, de mirada huidiza, que chapaleteaban en el barro y no dejaban de
avanzar. El viento soplaba del norte, a ráfagas. Era un aire brusco, sucio de
polvo. Se les enroscaba en los brazos, entre las piernas, los zarandeaba con
fuerza nada más salir de casa; y, sin embargo, ninguno se detenía, a pesar del
cansancio y del frío, y de la losa del hambre, que les hacía encogerse y
blasfemar a cada paso en media docena de lenguas distintas. Caminaban en fila
de a uno o bien en pequeños grupos, hombro con hombro, igual que una recua de
mulas. Dejaban atrás el poblado, aquel apretujamiento de rancherías, de cabañas
y zahúrdas, y atacaban sin demasiado entusiasmo las primeras rampas del cerro.
El
Cerro Rico descollaba poderoso y tranquilo, dominando el altiplano como una
atalaya en el corazón de los Andes. Por su aspecto árido y terroso, por su
tamaño y aquella marabunta de mineros que día tras día encharcaba sus laderas,
que subía y bajaba y era engullida por los sumideros de las bocaminas, hacía
pensar en un termitero humano. Más de un siglo había pasado desde que los
españoles lo abordaran con sus picos y sus ansias de riqueza. En todo este
tiempo, sus entrañas otrora de piedra y plata maciza se habían ido
transformando golpe tras golpe en un amasijo de galerías y resquebrajaduras.
Encrucijadas, bifurcaciones, pozos ciegos, socavones. Los mineros se afanaban,
se arrastraban, trepaban a pulso, se descolgaban como arañas por las grietas
más peligrosas. Cientos, miles de hombres topo, tan sucios de polvo y mugre que
en lugar de carne y hueso parecían hechos de barro. Resonaban los gritos, los
golpes de las barretas, y ellos picaban, picaban, picaban, cercados por la
oscuridad, entre la confusión y el ruido. Picaban durante diez o doce horas, a
veces durante todo el día –un día entero, sepultados bajo tierra– si por
cualquier motivo doblaban turno. Escarbaban en las paredes con cien aparejos
distintos, todos primitivos, la mayoría de ellos comido por la herrumbre.
Alguno incluso lo hacía con las uñas, a mano desnuda, porque era tan pobre que
no podía permitirse ni siquiera una rasqueta. Llenaban los costales hasta los
bordes, se los cargaban a modo de zurrón y emprendían el viaje de regreso. Y
rezaban, ¡vaya si lo hacían!, como hubiera rezado el más incrédulo entre los
hombres de haber estado en su pellejo. Rezaban porque el camino era largo y el
aire les quemaba como un trago de aguardiente. Rezaban porque los cestos,
cargados de mineral, no bajaban de las siete arrobas, porque jadeaban como
perros en verano y los travesaños de las escaleras chirriaban de humedad sólo
con poner la vista encima. Rezaban, sobre todo, para no tropezar. Porque sudaban,
y el sudor les irritaba los ojos, pero les faltaban manos para frotárselos,
sujetando el cesto a la espalda, apoyándose en las paredes, rezando para que la
vela que llevaban atada a la frente no se apagara, justo entonces. Por eso
rezaban, para no tropezar, a pesar de las tinieblas; para no resbalar y
escurrirse por una brecha y rebotar entre las rocas y reventar, igual que una
sandía, al estrellarse contra el suelo.
También
Juanillo rezaba. Pensaba y pensaba, se devanaba los sesos y no podía creer la
mala suerte que tenía. La humedad bajo tierra era una argolla que le apretaba
el cuello. Levantaba el pico sobre los hombros y casi enseguida comenzaba a
sudar; a los pocos minutos, el calor se volvía insoportable. El muchacho
arremetía contra la roca. Golpe tras golpe, la galería se iba convirtiendo en
una nube de polvo, de tierra, partículas de azufre, arsénico, plomo. Picaba,
picaba, el polvo le arañaba bajo los párpados. Picaba, jadeaba, los ojos le
ardían; intentaba respirar, pero se sofocaba. Tosía y escupía, y tenía que
buscar una chimenea que trajese un poco de aire fresco del exterior para no
caer redondo al suelo. Entonces pensaba en doña Catalina, cada vez que se le
nublaba la cabeza. Los habían descubierto una noche, un mozo de espuelas, en las
caballerizas de don Cornelio. Desde aquel momento su vida se había convertido
en el vestíbulo del infierno. El Cerro Rico era un lugar hostil e inhumano. En
el poco tiempo que llevaba cumpliendo condena, había visto a viejos cargados de
arrugas, de hambres, de inviernos, de hijos; a niños expósitos, pequeños
esclavos, que tosían y tosían y, a la entrada de las minas, molían la roca y
cernían el polvo del mineral. Había visto a hombres hechos y derechos llorar
como niños, y a otros que se arañaban el cuello con los garfios de los dedos
como si quisieran hurgarse hasta los pulmones para poder al fin respirar.
Los
días pasaban sin dejar apenas rastro. Día tras día pasaban los meses, y
Juanillo sentía como si todo alrededor se fuera diluyendo. Avanzaba casi a ciegas,
a trompicones. Respiraba aquel aire espeso, lo masticaba, aquel aire metálico y
venenoso. Subía, bajaba, recorría toda una maraña de minas, galerías,
corredores transversales. Atravesaba los túneles más angostos, los más
inhóspitos, reptando la mayor parte del tiempo, con miedo de que el próximo
temblor lo enterrara para siempre. A veces no podía evitarlo y, cuando la
oscuridad se le anudaba a la garganta, dos gruesas lágrimas le resbalaban por
las mejillas. Lloraba en voz baja, Juanillo, y con un poco de vergüenza. Lo
hacía cuando sentía el mordisco de la fiebre y estaba solo, él solo, perdido
como un náufrago. Tragaba aire a bocanadas, se detenía un instante, escupía a
un lado y, entre un golpe y otro, le daban ganas de tirarse a un pozo de cabeza
para acabar de una vez por todas con aquella vida miserable.
Con
todo, lo peor eran los ojos. El sudor le empapaba el cuello, el pecho, la
espalda, le corría con un escalofrío por los riñones y las corvas. El muchacho
parpadeaba, picaba y parpadeaba. Tenía las uñas astilladas, llenas de tierra;
cada vez que se frotaba el sudor era como si le atravesaran las pupilas con una
aguja. A las pocas semanas de llegar al cerro los párpados se le habían
infectado; se le llenaron de legañas, costras de pus, pequeñas llagas. Juanillo
apretaba los dientes, entornaba los ojos, que le ardían, y seguía trabajando.
Cuando el dolor era tan agudo que casi no podía ni respirar, masticaba hojas de
coca. Todo el mundo lo hacía bajo tierra. La coca le amodorraba, le ayudaba a
sobrellevar la angustia, la soledad, el dolor del hambre. Más tarde, al
terminar la jornada, se acurrucaba lo mejor que podía dentro de alguna grieta y
rezaba hasta caer dormido. Otros se emborrachaban. Bebían vino de quema, chicha
de maíz, bebían y bebían y, al volver a casa, pagaban su frustración con sus
mujeres, mientras los niños berreaban. El muchacho sólo tenía a su patrona, la
Virgen de la Cabeza. Era a ella a quien imploraba, noche tras noche, con fervor
de flagelante. Pero cada día era el mismo día. La esperanza se le escurría
entre los dedos como si fuera arena fina, y el mozo Juanillo ya se veía hecho
un despojo. Un viejo escuálido, tembloroso, afilado como una lasca, que
deambula a tientas por las galerías más profundas, las abiertas en plena roca,
a cientos de pasos de cualquier otro minero, y tan lejos de la superficie como
lo está un pobre indio de la tribu yanacona de Su Sacra y Católica Majestad, el
rey de España.
No es
conveniente dejarse llevar por el desaliento, ni lamentarse por la derrota antes
incluso de entrar en combate, pues hasta los galeotes que viven amarrados al
remo alimentan la secreta ilusión de ser liberados un día. Juanillo perdió un
ojo, el derecho; pero justo cuando pensaba que iba a quedarse ciego, sumido en
la oscuridad más penosa, y rezaba, y se atormentaba, y se tiraba de los pelos,
soñó con la voz de doña Catalina, que le susurraba tiernamente al oído: fiat lux! Y al despertar volvía a ver
tan claro, aunque sólo fuera por un ojo, como no lo había hecho desde que lo
encerraran bajo tierra. Para terminar de redondear la casualidad, que siempre
habrá quien llame milagro, ocurrió por aquel entonces que el alcalde de minas
entregara la cuchara, arrastrado hasta la huesa por sus ardores juveniles y sus
ínfulas de Amadís octogenario. Cuentan las malas lenguas en los mentideros de
la villa que al viejo se le había secado la mollera; que se bebía los días
enfrascado en sus libros de caballerías y que las noches se le hacían cortas a
lomos de doña Catalina. Cuentan que si fue ella misma, en el ardor del combate,
la que dejó caer como sin darse cuenta lo oportuno de una expedición contra los
indios rebeldes de la frontera; y quién mejor que todo un caballero de San
Lamberto para encabezarla, susurró suavemente, para sojuzgar aquellas marismas
insalubres en nombre del rey y ganar para la Vera Cruz las almas idolátricas de
sus moradores. El alcalde de minas era un hombre anciano, irresoluto, que de
primeras no dijo nada. Sólo picaba, picaba, rumiaba y resoplaba. La idea le
seducía, se solazaba, la acariciaba, ya casi relinchaba. Tan buen sabor de boca
le dejaba que no dudó en hacerla suya; y antes de una semana, para llevarla a
cabo sólo faltaba fijar la ruta y ponerse en marcha.
La
expedición era un despropósito. Iba a ser una merienda de negros, pues don
Cornelio, a caballo, más que don Cornelio parecía don Quijote. No hay más cera
que la que arde, murmuraba la gente en las iglesias mientras hacía cola para
confesarse; y es que aquel hombrecillo mustio y desgarbado, que tan bien se
conducía en el lecho de Venus, en el campo de Marte era un auténtico zote. El
manípulo le sonaba a griego, la falange macedonia a árabe bereber, y puesto ya
un pie en el estribo, todavía no era capaz de distinguir entre una gola y un
gorjal, ni sabía a ciencia cierta para qué diantres se empleaba un bacinete, de
no ser para lo excusado. Así y todo, allá que va el bizarro don Cornelio, todo
gravedad y empaque, con el cabello recién teñido y una nueva dentadura de
marfil y alambres de oro. Le sigue una tropilla de mercenarios mal pagados, un
negro, un fraile, el cocinero, el cronista de la villa, dos chihuahuas
peleones, Saladino y Bayaceto, un barbero, un mozo de espuelas, algunas
acémilas con la impedimenta y media docena de mestizos ganapanes. Ya podría
haberle acompañado un escuadrón entero de monos voladores o los trescientos
elefantes de Aníbal, que el resultado hubiera sido el mismo. Los salvajes
chiriguanos, sin más ropa que sus tatuajes, no tuvieron piedad de ninguno. Los
derribaron con sus hondas de las cabalgaduras. Desollaron a los soldados, vivos
todavía. A los peones no los dejaron ni revolverse. Se comieron a los
chihuahuas, que el Señor los guarde, y a don Cornelio le cortaron la cabeza.
La
noticia causó un revuelo fuera de lo corriente. Pasaron semanas, y en la villa
imperial parecía que no hubiera otro tema que ése. Doña Catalina se convirtió
en viuda de la noche a la mañana. El luto la hermoseaba, contrastaba con la
suave palidez de sus facciones. Ella lo sabía, sabía que los hombres la
observaban, que se detenían al verla aparecer y la seguían con la mirada, que
se recreaban con la turgencia de sus atributos; y se dejaba ver, todas las
tardes, camino de la iglesia de las Angustias, con sus elegantes vestidos de
seda negra y encaje, y una lágrima rielando en los lagos de sus ojos
melancólicos, siempre a punto de caer. Mientras tanto, el mundo entero parecía
girar en torno a su marido. Las fuerzas vivas de la ciudad acuñaron una tirada
limitada de medallitas de cobre con su efigie. Se organizó una colecta para
sufragar un busto nuevo en la plaza del Regocijo. Hubo jornada y media de
volatines y acróbatas, cabras saltarinas, vacas enmaromadas; y como colofón y
fin de fiesta, por San Cornelio, llegó lo inesperado. Por orden del nuevo
alcalde y, según parece, a instancias de doña Catalina, se hacía saber que todo
aquel que llevara más de cuatro años trabajando en el cerro sería considerado
libre, siempre y cuando no fuera por causa de sangre ni por cualquiera de los
delitos perseguidos por el Santo Oficio. Los pregoneros se desgañitaban por las
esquinas, y en las corralas y los mercados eran las comadres las que no daban
abasto. Unas se hacían lenguas de la nobleza de la viuda. Otras, las menos,
torcían el bigote y decían que si aquí había gato encerrado.
Lo que
nadie sabía es que doña Catalina todavía recordaba con cariño y cierta
nostalgia las noches pasadas en las caballerizas. Cuando se hincaba de hinojos
a la vista de todos y fingía rezar con una devoción impostada, no era por su
marido por quien pedía; ni fue tampoco por los mineros, aquella sucia turba de
gandules y borrachos, por quienes se arrodilló frente al nuevo alcalde de minas
y, abrazándole las rodillas, gimió y lloró y suplicó largo rato, igual que una
Magdalena, hasta que lo sintió suspirar y ablandarse. Pero esto nadie lo supo
ni lo sabría nunca, ni siquiera su confesor, el padre Angeliño Espírito, que a
la vejez gozaba de una beatífica sordera. Si algo había aprendido en el
convento de la Inmaculada Concepción era a nadar y guardar la ropa. La amnistía
corrió en bandos y pasquines por toda la provincia. Escribanos, pordioseros y
aguadores llevaron y trajeron en jácaras y agudezas la generosidad de la pobre
viuda, tan joven, tan desamparada; e incluso las alcahuetas más redomadas se
vieron en la tesitura de alabar las buenas prendas de doña Catalina, reputada
ya de santa, o callar y tragarse el sapo.
El caso
es que a Juanillo, antes de que supiese por dónde le daba el aire, lo cogieron
por el pescuezo y, casi en volandas, lo sacaron de la mina. Eres libre, le
dijeron. Es un milagro, suspiró él, pensando con devoción en la Virgen de la
Cabeza. Y como seguía en el sitio, sin saber muy bien hacia dónde tirar, le
calzaron un puntapié para que arrease, ¡con Dios!, o amanecía de nuevo en el
pozo.
La
tarde se consumía cuando alcanzó lo alto del cerro. Hacía frío en la cumbre, un
cierzo áspero, seco; a su alrededor los matorrales se sacudían como si
estuvieran en llamas. El muchacho, sin embargo, se resistía a emprender el
descenso. Estaba muy cómodo allí solo, sin ningún capataz que le golpease ni le
diese una orden. Se encontraba a sus anchas, y tan protegido que le hubiese
gustado hacer de aquel lugar su refugio, levantar con sus propias manos cuatro
paredes de adobe y que el resto del mundo siguiera su curso. Juanillo
contemplaba los últimos fulgores del crepúsculo, las nubes carmesíes, añil y
oro, y el brillo cristalino de la luna llena. El firmamento se abría ante sus
ojos y se desplegaba como si fuera un códice sagrado, muy antiguo, cuyos trazos
y colores se han ido desluciendo con el paso de los siglos, pero que aun así
resulta espléndido todavía. Nimbos, estrellas, remolinos de plata y fuego. La
noche estrellada palpitaba sobre las cuatro regiones del mundo. El muchacho vio
aparecer por el oriente la gran cruz de Viracocha, señor del viento y los
mares; vio cómo las constelaciones trazaban surcos y jeroglíficos en su lenta
deriva por el océano del cosmos. El cielo se había convertido en un semillero
de fanales y luminarias, y él pensó en su señora, la Virgen de la Cabeza.
Bajó la
mirada hacia el llano. No tenía prisa, y se dejó llevar con la docilidad de una
pluma por los campos y los caminos, por las lomas salpicadas de ermitas, la de
San Illán, la de Santiago, la de Nuestra Señora de los Remedios, por los cauces
sinuosos de los arroyos. Vista desde lo alto del cerro, la villa imperial
parecía un modelo hecho a escala o una ciudad de juguete. Las casas, las
cuadras, los claustros, todo tenía un aspecto tan frágil, incluso las iglesias
con sus espadañas, tan de barro y piedrecitas, que sólo con soplar o dar un
grito, hasta el palacio que ocupaba la Real Ceca de la Moneda saldría volando
como un castillo de naipes. Juanillo respiró profundamente. Se sentía libre,
más grande de lo que era, y durante un instante paladeó el sabor sutil y
embriagador de la arrogancia. Supo lo que era ser Jesús el Nazareno, el hijo
del carpintero, cuando el Diablo lo elevaba por encima de los tronos de los
hombres y lo incitaba al desvarío.
El
muchacho se santiguó un par de veces. Pensaba en su señora, la Virgen de la
Cabeza. En la mina lo hacía a todas horas. Noche tras noche se arrodillaba
frente a una oquedad abierta en la roca, que él hacía servir a modo de
oratorio. Cerraba los ojos, entrelazaba las manos a la altura de la frente, ave Maria, gratia plena, Dominus tecum,
y comenzaba a rezar. Juanillo recitaba con fervor sus oraciones. Se golpeaba en
el pecho con el puño cerrado, mea culpa,
mea culpa, mea maxima culpa. Agachaba la cabeza hasta sentir el tacto
húmedo del suelo. Se doblaba sobre sí mismo, igual que una «s» minúscula, y
pedía a la Virgen que intercediese por él ante su único Hijo, que lo protegiese
de los peligros del cerro y lo amparase bajo su cálido manto de terciopelo
blanco. La mayoría de las veces estaba tan cansado tras todo un día de picar y
picar y masticar tierra, que se quedaba dormido a las primeras de cambio.
Lo
siguiente que veía era el rostro de doña Catalina. El Cerro Rico se perdía a su
espalda, y con él el cansancio y el frío, la soledad e incluso el hambre. La
luz de la luna se filtraba por un respiradero del techo. Dentro, en las
caballerizas, doña Catalina descansaba en silencio, recostada entre los fardos
de heno; una leve sonrisa le iluminaba el semblante. Parecía un lirio, tan
frágil, o una escultura de mármol. La Santísima Virgen en el momento del
tránsito y su ascensión a los cielos, con las manos entrelazadas sobre el
regazo y las mejillas arreboladas, y el cabello en desorden, muy negro, que se
le vencía hacia un lado. Juanillo se inclinaba sobre ella casi con reverencia.
La besaba en la frente, en los pómulos, en los ojos cerrados. Bebía de sus
labios como si estuviera sediento. Ambos se habían quitado la ropa, y sus
cuerpos encajaban mutuamente como lo hacen las ruedas de un engranaje.
El viento
arreciaba y decidió seguir adelante. Echó a andar cerro abajo, primero con
cuidado, muy poco a poco, sorteando las piedras sueltas para no resbalar y
dejarse los sesos. Conforme iba avanzando, no obstante, y según rompía a sudar,
comenzó a animarse. Caminaba con paso alegre, triscando entre las rocas.
Pensaba en doña Catalina, soñando despierto; y una sonrisa de anhelo floreció
en sus labios.
El
muchacho estaba de un humor excelente. Le dio por pensar entonces que si él
hubiera sido Nuestro Señor Jesucristo, aquel viejo tahúr del Diablo no habría
tenido ni que trucar los dados para sacarle ventaja y ganarle, al menos, por
una cabeza. Y mientras la muy noble y señorial villa rica de Potosí se le
insinuaba, y crecía, y abría como un burdel las cien bocas de sus calles y
amenazaba con tragárselo de nuevo, el mozo Juanillo no se lo pensó dos veces.
Redobló el paso, escupió por el colmillo y, como quien no quiere la cosa, se
desató a silbar una vieja coplilla arrabalera.
Domingo Alberto
Martínez (Zaragoza, España, 1977): Filólogo de formación
y apasionado de la palabra escrita, es autor de dos novelas: Las ruinas blancas
(premio «Santa Isabel de Aragón, reina de Portugal», convocado por la
Diputación de Zaragoza) y Trovas de fierro (premio «Alfonso Sancho Sáez» del
Ayuntamiento de Jaén). Colaborador habitual de revistas digitales, sus cuentos
han sido premiados en más de 60 certámenes literarios.
MÉXICO
ESTRELLA GRACIA GONZALEZ
CINCO DÍAS
Si algo amaba
Henry, eran sus botas. Cada vez que las boleaba le gustaba quemar la grasa y
dejarlas reposar, para después, cepillarlas vigoroso hasta dejar en ellas ese
lustre perfecto que siempre le gustó. ¡Jamás boleo sus botas con las agujetas
puestas!
Desde su
dormitorio, vio correr las nubes, pero el hermoso paisaje del ocaso se
distorsionó cuando la lluvia comenzó a resbalar por la ventana; entonces,
prefirió perder su vista a cualquier otro punto de la habitación, hasta quedar
dormido. La enfermera entró sin cuidado alguno, dando las buenas noches:
—¿Cómo estás,
Henry? ¿Cómo te has sentido hoy? —mientras le colocaba el termómetro en la
axila, el baumanómetro en el brazo y el oxímetro en el dedo.
—Bien, yo siempre
estoy bien. —respondió raspando su garganta.
—Muy bien Henry.
¿Ya cenaste?
—Sí, ya cené. Poquito,
pero cené.
La enfermera retiró
los aparatos, anotó los números en la bitácora y se despidió.
A las seis de la
mañana, Henry encendió el televisor en el canal de noticias, y por el interfón
exigió su periódico que le llevaron acompañado con un vaso de té de manzanilla
y otro de avena. El enfermero en turno le hizo sus respectivos chequeos y dejó
la puerta abierta.
Yo llegué justo
cuando inició el turno de visitas, y estoy segura de que Henry escuchó cada
paso que di con mis stilettos, porque ya miraba hacia la puerta cuando yo
entré. Al verme al pie de su cama, dejó el periódico a un lado, he inclinó su
cabeza para mirarme sobre el marco de sus lentes.
—Henry, te traje
este libro, vine a leerte historias. Estaré cinco días contigo, después, si así
lo quieres, podremos irnos juntos. —Él asintió con su mirada, no pudo ocultar
su felicidad al verme.
—Creí que no te
volvería a ver, y mírate, ¡aquí estás! tan delgada en ese traje sastre, te
sienta muy bien el color beige, te conservas igual que cuando te conocí —me
dijo, y caballeroso me invitó a sentar.
A partir de ese
día, Henry me prestó toda su atención, escuchaba y se adentraba en cada
historia y me platicaba sus anécdotas de infancia. Él estaba muy feliz. Durante
tres días, cuarenta y cinco historias le conté, algunas historias no le
gustaron, otras le hicieron sonreír, y con otras… solo musitaba. Pero hubo una,
que alteró su ser y con furia se levantó de su cama. Inundado de coraje insultó
a toda esa gente que él veía y les advirtió que no quería verlos más. Quise
tomarlo del hombro, pero no me atreví. Sólo le susurré al oído pidiéndole que
se tranquilizara, que ellos ya se habían ido, que ya no estaban allí. Volteó a
verme, su mirada parecía perdida y un auxiliar lo ayudó a regresar a su cama.
—Soy como una oruga
— me dijo —siento que estoy cambiando.
—Cuando seas
mariposa te llevaré a volar. —le sonreí.
—Nunca entenderé
porque los gobiernos mandan a sus hombres a pelear en guerras que no son suyas.
—frunció su ya surcado entrecejo y me miró fijamente—. Tú sabes a lo que me
refiero, en mis manos cargué con un poder que no me pertenecía y asesiné a
tantos grabando en mí, el horror de sus muertes —decía enjugando sus
lágrimas—. El recuerdo de ese olor
ferroso de la sangre en los cuerpos destrozados por mis propias manos es algo
que nunca se olvida y te duele el vivir.
Esas fueron sus
últimas palabras, porque a partir de esa noche, ya no quiso hablar. Al cuarto
día, tampoco dijo nada. Su cuerpo se encogió, y yo seguí vigilante de él, seguí
contándole cuentos, historias y anécdotas sin importar si los escuchaba o no.
Dormido o despierto… cuarenta historias más le conté.
Al inicio del
quinto día, Henry dormía plácidamente entre la tibieza de su frazada, su
rostro… ya era mío. En cinco días, no quiso probar agua, en cinco días, su
metamorfosis comenzó, en cinco días, todas sus historias le conté. Entonces me
acerqué a él, toqué su mano y besé su frente. Cuando vio a su madre, corrió
hacia ella y se olvidó de mí, ya era un bebé feliz. No hubo familiar que lo despidiera,
solo hubo quién lo recibiera, siendo ese, su gran regocijo.
Estrella Gracia
González (1979). H. Matamoros, Tamaulipas. Lic. en ciencias de la comunicación.
Asiste al Taller Alquimia de Letras, Al Ateneo Literario José Arrese y al
Taller de Apreciación Literaria. Participa en antologías como: No basta con
cerrar los ojos en la sombra; La fantasía en todas sus formas; Súbita
Convergencia y en la Antología de Homenaje a Escritores y Escritoras
Contemporáneos de Tamaulipas y ha colaborado en distintas revistas digitales
nacionales e internacionales.
PERÚ
Carlos Enrique Saldívar
lOS
COLORES SURGIDOS DEL ESPACIO
El meteorito cayó
en el centro de Lima, justo donde se había realizado hace pocos años una obra
municipal fraudulenta: un baipás en una avenida importante, la cual se estaba
rajando, y, con el extraño fragmento caído del cielo, terminó por desmoronarse.
Al principio, el
insólito fenómeno atrajo a citadinos, provincianos y extranjeros. Los
meteoritos suelen desintegrarse antes de tocar el suelo, pero este se mantenía
sólido, medía seis metros de diámetro y emanaba una rara luz incandescente, de
un color que nadie había visto antes; provocador e inquietante al mismo tiempo,
como una sirena varada en la playa.
La roca fue
estudiada un par de días, y, al cabo del tercero: un 29 de febrero de 2020,
apareció el horror. Desde adentro del meteroide comenzaron a emitirse rayos
energéticos en forma de ángulos, los cuales eran de una estética imposible.
De inmediato,
surgieron extrañas criaturas que tenían la figura de una estrella, gordas, con
una enorme boca en el centro, repleta de colmillos; rodeadas de espinas, poseían
cinco puntas en cada extremo de sus cuerpos, las cuales hacían de sus
extremidades.
Se movilizaban de
diversas maneras, rodando, flotando, volando con mediana velocidad.
Empezaron a atacar
a las personas.
Los residentes
cercanos a donde se ubicaba el laboratorio fueron los primeros en morir.
Los horrendos seres
tenían colores distintos, no conocidos en nuestro planeta, pero a veces
adoptaban una rara tonalidad, semejante al magenta, que parecía ser su color
básico.
Mordían a la gente
y en cada individuo dejaban huevos que se desarrollaban con rapidez y salían
violentos del interior de la víctima, esto hacía que el infortunado estallara
en pedazos y sus restos se desparramaran en las calles.
Fue cuando supimos
que el meteorito no era tal, sino una especie de portal dimensional que dejaba
paso a esos entes para entrar a nuestro mundo y multiplicarse.
Las armas no les
lastimaban. Nada lo hacía.
Llegaron a mi
distrito: San Juan de Miraflores, pero yo estuve preparado, debido a las
noticias que se propagaron con rapidez en la ciudad.
Huí en avión al
Cusco, luego me fui a la selva; perdí el rastro de mi familia, lo cual me
importaba muy poco. Tan solo quería llegar lo más lejos posible del espanto,
aunque fuese navegando en una canoa por el río Amazonas, a sitios casi
inaccesibles.
He quedado solo y
me he refugiado en Iquitos, con una tribu que me acogió con gran amabilidad y
están enterados del terror ignominioso. Los aldeanos son expertos en colores,
viven en (y de) la naturaleza; realizan diversos rituales, nunca he sido
creyente de la magia, no obstante, ahora venero lo que sea. Espero que estas
ceremonias con cánticos funcionen
No puedo emigrar a
otro país, muchos lo han intentado estos días, pero fallaron, las fronteras
están cerradas, hay permiso de fuerza letal. Hay soldados idiotas que optaron
por quedarse a matar a los suyos. El mal se extiende como un cáncer terminal,
los engendros ya llegaron a la ceja de selva, incluso se han adentrado en el
mar, ni los animales ni las plantas se están salvando de su ansía terrible por
desgarrar con sus dientes afilados y reproducirse.
¿Por qué? ¿Qué
sucederá cuando exterminen a la humanidad en su totalidad? ¿Por qué quieren ser
tantos? A lo mejor desean habitar aquí, por eso aniquilan todo lo que les estorba.
Anochece. Ruidos
viscerales por ahí, por allá. No se trata de seres humanos. Los estuve buscando
y no los hallé, ni siquiera al gran brujo en su roca de meditación. Mucho menos
son animales, en la semana que pasé aquí aprendí a distinguir a la fauna de la zona.
¡No puedo creerlo! ¡La vegetación está desapareciendo ante mí como devorada por
un fuego invisible! No quiero gritar para llamar al resto, no haré ruido,
intuyo que sería inútil. Los demás ya cayeron. Eso es un hecho. Nadie me
salvará, además, ellos conocen mi
posición.
Los colores de la muerte. Abominaciones
puntiagudas que irradian una amplia variedad de matices, los cuales dañan
ligeramente mis ojos; casi no puedo verlas, no logro describir sus tonos. Con
torpeza pienso que esas tonalidades son bonitas. Han venido por mí, y no se
irán hasta que acaben con este lugar, el último de Perú con seres vivos,
excepto yo, que, por más que intento, no consigo cerrar los ojos, pues es tanta
la preciosura atacándome, insertándose en mi ser, la cual por fin me muestra lo
que vinieron a buscar aquí: un hogar.
Carlos
Enrique Saldívar (Lima, 1982). Publicó los libros de cuentos Historias de
ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010) y El otro engendro
y algunos cuentos oscuros (2019). Compiló: Nido de cuervos: cuentos peruanos de
terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de
cuentos peruanos de terror (2017, 2018, 2021), Muestra de literatura peruana
(2018), Constelación: muestra de cuentos peruanos de ciencia ficción (2021) y
Vislumbra: muestra de cuentos peruanos de fantasía (2021).
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