Babelicus
n° 19
REVISTA LITERARIA EN ESPAÑOL – Septiembre, 2022
ADMINISTRADORES: ADRIANA ALARCO, STEFANO
VALENTE, CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR, ELENA ZADRA
Estimados amigos lectores:
Les
presentamos el número 19 de BABELICUS EN ESPAÑOL, https://babelicus.blogspot.com/
con relatos
en español, con el fin de entretener y darles a conocer los escritores de las
regiones hispanas.
Ruego a
los autores interesados en publicar en Babelicus, (grupo abierto en Facebook)
que envíen sus colaboraciones, preferiblemente de no más de 1000 palabras,
adjuntas en Word, a los administradores de la edición en español de la revista
virtual, al correo: babelicus2021@gmail.com, junto con una semblanza del autor de
cinco líneas.
Los
escritores no pierden sus derechos de autor. Quien desee comentar sobre sus
relatos preferidos lo puede hacer en la página de Babelicus en Facebook. Pueden
encontrar los números anteriores en el blog de Babelicus.
Adriana Alarco de Zadra
Portada: costa mediterranea 2022, óleo de Adriana Alarco de Zadra.
ARGENTINA
FERNANDO SORRENTINO
LEYENDO ESAS TONTERÍAS…
En fecha tan lejana como 1961 leí, por
primera vez en mi vida, textos de Borges: los cuentos de Ficciones. En aquel momento, fascinado, experimenté la sensación de
estar frente a una clase única de mágica literatura, una literatura que no
tenía semejantes y que, por ende, era incomparable,
en la acepción absoluta del término. Y esa misma sensación me sigue acompañando
hasta el día de hoy, en que sus obras continúan solicitando mis relecturas.
Pero aquí sólo deseo relatar una anécdota…
Exactamente el lunes 2 de diciembre de
1968, en camino a mi lúgubre empleo administrativo de entonces, yo cruzaba la
plazoleta que, a la altura de Belgrano, divide la avenida Nueve de Julio. Mi
fortuna quiso que, de la estación Moreno del subte, emergiera ¡el mismísimo e
idolatrado Jorge Luis Borges!: el de Funes y el de Daneri, el de la infinita
biblioteca y el de los teólogos rivales, y el de…, y el de…, y el de…
Atacado por intenso temblor de brazos y
piernas, víctima de súbita taquicardia y tal vez al borde del infarto terminal,
corrí hacia Borges, lo saludé con tanta torpeza como timidez, y lo cierto es
que no sé qué le dije, aunque sí recuerdo que, en realidad, no sabía qué
decirle.
Él, sin duda, sintió piedad hacia mí y me
preguntó cómo me llamaba y dónde vivía. Tal indulgencia me permitió decirle que
mi casa quedaba en Costa Rica y Bonpland, es decir en la antiguamente llamada
Quinta Bollini.
“La manzana pareja que persiste en mi
barrio” queda del otro lado de las vías del ferrocarril, pero Borges conocía
con precisión ambos Palermos y me dijo que, según recordaba, por la calle Soler
habían corrido los tranvías 4 y 38.
Entonces, más sereno y en extremo
infantil, quise demostrarle que yo era muy lector de su obra, razón por la cual
guardaba –y sigo guardando– en mi memoria muchas páginas suyas. Y, para
probarlo, le recité –como si él no las conociera mejor que yo– las primeras
estrofas de su poema “El tango”.
Borges –resignado– escuchó, sonrió y me
dirigió el más dulce de los reproches:
–¡Caramba! ¡Qué ganas de perder el tiempo
leyendo esas tonterías!
Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires
en 1942. Sus invenciones suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia,
la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar
dónde termina la primera y empieza la segunda. Paraguas, supersticiones y cocodrilos (2013) es su más reciente libro de cuentos.
PERÚ
JUAN CARLOS ALFARO
ADRIEL ES ATACADO POR
UN EXTRAÑO SER
Mientras
dormía, después de la dura batalla con los gorgolianos, un sepulcral silencio
surcaba cada espacio de la lúgubre y fría caverna donde yacía descansando. Un
húmedo olor a muerte, que no lo dejaba dormir, recorría el paisaje fúnebre
donde unas horas antes había tenido lugar la batalla. Lentamente, unas tímidas
gotas de agua se fueron convirtiendo en una furiosa lluvia que empezaba a
empapar a cada uno de los cuerpos que se encontraban desperdigados en medio del
Valle de las Sombras. Ya todo estaba consumado y no había un solo enemigo en
pie; solo le quedaba esperar y dormir hasta que su enervado cuerpo lograse
recuperar la vigorosa energía de su juventud. Por ahora, Adriel solo luchaba en
sus sueños contra sus propios enemigos que yacían ocultos dentro de su
subconsciente entremezclados con algunos episodios de su vida que su mente
trataba de olvidar.
Cuando
despertó, su cuerpo se encontraba empapado en el charco de sangre que se había
formado con la lluvia; sus párpados se movieron tímidamente; abrió los ojos; y,
tras unos segundos, se levantó de súbito, listo para acometer contra aquello
que lo había despertado. Puesto en pie, salió rápidamente de la cueva hacia el
descampado mientras abría sus brazos vociferando unas palabras ininteligibles
al cielo. Parecía reclamarle algo a alguien. Al mismo tiempo, las cargadas
gotas de lluvia bañaban su cuerpo escurriéndose entre sus esculpidos músculos.
Sus manos se veían más grandes, toscas y poderosas, como si el esfuerzo de la
batalla hubiera servido para robustecer su cuerpo físico. Adriel por fin se
sentía libre, ya no tendría que luchar más contra las huestes malignas que
habían acechado a su pueblo. Ahora estaba solo, no había enemigos para destrozar,
ni amigos para salvar. La libertad demanda sacrificios se dijo a sí mismo
mientras pensaba en buscar a los niños, mujeres y ancianos que se habían
ocultado en la caverna de Alphar, más allá de los acantilados. La lluvia había
cesado y se disponía a emprender la búsqueda, cuando un sonido, imperceptible
para cualquier ser humano, lo ensordeció haciéndole hincarse en sus propias
rodillas. Fueron segundos de dolor que se colaron hasta sus sesos. Adriel, el
imponente hijo de Aham, aquel hombre que había hecho pedazos a las más oscuras
criaturas del Averno, ahora estaba siendo atacado por una fuerza que no podía
ver ni tocar.
—No vayas en búsqueda de los que ya no están vivos.
Mira las cumbres que se pierden en el horizonte; hacia allí debes dirigirte. Hay
un nuevo ejército que espera por ti. Tú eres mi hijo, yo te daré todo mi poder
y cada tierra que pises será parte del más grande imperio.
—¡No! No lo haré. ¿Por qué debo escucharte maligna voz
cobarde?
—Muéstrate ante mí para destrozarte con mis propias manos.
Si fueras poderoso como dices, sería capaz de mostrarte ante mí. Pero no,
prefieres hablar ocultándote como un cobarde. Acaso crees que puedes dominarme,
prefiero que me mates a seguir tus designios.
—¿A dónde vas, hijo?, ¿qué es lo que piensas hacer?.
—No me llames hijo, que no soy hijo de un cobarde que
no es capaz de dar la cara. No te lo diré jamás, ¡largo!, ¡largo de mi menteee!
—Ya lo sé —dijo la voz que ahora le hablaba con más
ternura, como si se tratase de su mismo padre.
—No lo sabes, solo quieres confundirme. Ese es tu
propósito. ¡Aléjate de mí!, ¡sal de mi mente! ¡ya no quiero escucharteeee!
—dijo Adriel gritando hacia todas partes como un loco—. Si ya lo sabes,
entonces por qué me preguntas.
—Quiero que despiertes.
—Lo estoy —dijo Adriel, tratando de contener el
aliento, pues sentía que algo se retorcía dentro suyo.
—No es así, estás perturbado; todavía estás dormido;
el cansancio de la batalla te ha hecho olvidar tu verdadero propósito. Aún no
te has dado cuenta de lo que eres, de quién eres. Veo que todavía tengo que
ayudarte para que realmente puedas descubrirte a ti mismo. Sin embargo, te
entiendo pues realmente no eres como nosotros.
—¿De qué hablas, ser del inframundo?
—Veo que aún no te puedo revelar todo. Será necesario
que duermas y despiertes. Así será mejor para todos —dijo la voz al mismo
tiempo que el zumbido que retumbaba hacia dentro de sus oídos fue cesando poco
a poco.
Cuando se recuperó del trance en que había estado
ensimismado, volvió a coger su lanza y salió corriendo rumbo a los acantilados
de Sandher. Sus piernas estaban más robustecidas que nunca y, conforme se
alejaba del páramo, atrás iban quedando los cuerpos de las bestias que habían
intentado destruir a su pueblo. Adriel se dio cuenta que era más fuerte que
todos a quienes se había enfrentado. Él mismo estaba sorprendido de la fuerza
con que había destrozado a los gorgolianos, seres horrendos del inframundo.
Había escuchado hablar de estas criaturas siempre en las historias que contaban
los más ancianos; pero jamás había visto a una criatura tan horripilante.
Mientras atravesaba un riachuelo que se había formado por el agua que caía de
una montaña, tuvo deseo de beber; entonces, se detuvo por un momento, juntó sus
ambas manos e hizo con ellas un cuenco donde dejó caer el agua que en un
instante fue a parar a su estómago. Los rayos del sol en ese momento caían
perpendicularmente sobre su cabeza y Adriel hizo todo para refrescarse. A lo
lejos, en el fondo del acantilado,
se escuchó un eco que parecían ser gruñidos de animales salvajes, como
si fuera una bestia que devoraba todo a su paso. Fue justo en ese momento
cuando una piedra, que cayó como un
proyectil desde lo alto, fue a parar en la
profundidad del abismo.
Adriel, al percatarse de tal hecho y mirando hacia la
parte alta de los acantilados que ahora se mostraban imponentes, vociferó
algunas palabras:
—Revélate ante mí y deja de esconderte como una rata
de campo —dijo Adriel, frunciendo el ceño y tratando de divisar algo o a
alguien mientras estrangulaba con sus manos su lanza broncínea. Tras unos
segundos, solo el silencio se dejó escuchar; sin embargo, él estaba
completamente seguro de que alguien lo observaba. Lo sentía y no lo podía
evitar, pues era una sensación a la que ya se estaba habituando últimamente.
Así que aguzó su oído y su vista mirando hacia arriba; buscando encontrar a
alguien entre los arbustos y rocas que se veían pequeñas desde donde él estaba;
pero sus intentos fueron en vano; hasta que luego, ya cansado de tanto
esfuerzo, retomó su camino y continuó bajando lentamente el acantilado por un
lindero que desde lo alto era casi imperceptible para el ojo humano.
Arriba, en lo alto de la montaña, había alguien que
había estado siguiendo con sigilo a Adriel. Era este un ser una criatura de
apariencia antropomorfa que caminaba encorvada. En la mente de este ser se
entrecruzaban una serie de ideas, pues la incertidumbre y el asombro
despertaban, cada vez con más fuerza, la curiosidad por saber si era Adriel quien
había asesinado a toda la legión de gorgolianos que en ese momento yacían bajo
el inclemente sol siendo devorados por los buitres. Aquel guerrero es diferente
a todos los hombres de esta región, pensaba Jahdvel, la criatura antropomorfa;
en tanto que, manteniéndose más alejado y con mayor cautela, ya solo lo veía
desaparecer a Adriel que ahora se había mimetizado entre el lúgubre paisaje del
escarpado sendero.
Juan Carlos Alfaro Valverde: Profesor
de profesión y escritor por afición. Nació en el puerto de Chimbote en Perú. Es
Licenciado en Educación Secundaria por la Universidad Nacional del Santa en la
especialidad de Lengua y Literatura. Trabajó como profesor de niños de la
calle en la asociación LENTCH (Luz y Esperanza para los Niños Trabajadores de
Chimbote). Maestrista en la Universidad Nacional del Santa en Docencia
Universitaria e Investigación. Actualmente viene trabajando en la institución
educativa parroquial Santa Rosa de Lima donde el trabajo con adolescentes y
jóvenes motiva su compromiso con la creación de mundos literarios.
URUGUAY
C. M. Federici
EL PAN DE CADA DÍA
YA DEBERÍA estar acostumbrado, pensó Joaquín. Pero no;
cada uno que enfrentaba le parecía peor que el anterior..., más caliente, más
letal.Y en verdad que era una versión a escala urbana del infierno... Las
llamas habían llegado al piso alto de la provecta vivienda de inquilinato; las
chispas volaban por doquier, y el humo, como pulpo fantasmal, se le metía por
la nariz, por los ojos y hasta por las orejas, según le parecía. El calor,
insoportable. Tendría la cara color remolacha, sin duda.
—¡Acá! ¡Acá! ¡Bombero, por favor! ¡Sálveme al nene,
por Dios se lo pido! ¡Tenía que ser! ¡Alguien quedaba adentro, y nada menos que
en la planta de arriba!
Levantó la cabeza, pesada bajo el casco protector.
—¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Aguante un momentito!
Comenzó a trepar por la escalera, con la rapidez y
eficiencia propias de varios años de servicio. Pronto estuvo frente a la
ventana. Adentro, un horno ardiente, aunque todavía no mortal. Había que apurarse.
—¡Deme al niño!
Este tendría unos seis o siete años. Se lo sacó al
hombre de los brazos y se volvió hacia abajo, donde los compañeros ya habían
tendido la lona de salvamento. El chiquillo rompió en llanto, aterrado.
—¡Shh, shh, valiente! ¡Todo va a salir bien! ¡Haga lo
que le diga y no tenga miedo! ¡Y no me llore, compañero, que si no la gente se
va reír de usted, eh!... Así me gusta. Ahora, atendeme: cerrás bien los ojos y
te quedás quietito. ¡Todo pasará en un segundo, vas a ver!
Y lo lanzó hacia abajo, sin atender al grito alarmado
del padre. Vio que llegaba a salvo y siguió con su tarea.
—Ahora usted, amigo. Dese vuelta y empiece a bajar por
la escalera. ¡No, sin pararse a pensar! ¡Mire que el fuego no espera! ¿Va a ser
menos que su hijo? ¡Vamos ya!
Joaquín comprobó que el sujeto obedecía, y empezó el
descenso, sin dejar de mantener el ojo avizor hacia arriba, a ver si todo iba
como debía ir. Afortunadamente, el tipo respondía bien. Había otros que al
mirar hacia abajo perdían el coraje, pero por lo visto este aguantaba. ¡Mejor
así!
Minutos
después pisaban la calle, entre la multitud de curiosos, la policía y los
colegas del cuartel. El padre, abrazado al niño, lloraba a lágrima viva. Se
sintió incómodo, como siempre, e hizo ademán de alejarse, pero el hombre lo
detuvo.
—¡Gracias, gracias! ¡Me salvó al nene! ¿Cómo podré
pagárselo? Yo...
—No hay nada que agradecer —repuso Joaquín, encogiendo
los hombros—. Es mi trabajo.
También tenía otro, menos pintoresco, pero exigido por
la necesidad. De noche, fuera de turno, Joaquín cambiaba el uniforme de bombero
por una campera vieja y unos vaqueros y ocupaba su sitial frente al volante de
su taxímetro. Después del ajetreo del incendio, el cuerpo se le resentía un
poco. Pero se obligaba a exigirle un esfuerzo más, porque estaban las cuotas
del eterno préstamo del Banco, y...
La noche estaba tranquila, al parecer. Circuló por la
avenida a velocidad moderada, con la banderita roja enhiesta. Llovía... y eso
favorecía el negocio. (¡Si hubiese llovido cuando estaba el incendio!..., se
dijo. Pero casi nunca tenían esa suerte.)
Hizo unos cuantos viajes seguidos, algunos con buenas
propinas, aunque la mayoría, como de costumbre, solo “redondeos” del precio del
pasaje. Solo de nuevo, se perdió en sus pensamientos. Los limpiaparabrisas se
atascaban ligeramente, notó una vez más. Un poco desajustados...; habría que
repararlos. Otro desajuste más, aunque fuese chico, pensó, en este mundo
desajustado. Sonrió para sus adentros. Ignoraba que tuviese esa veta filosófica
oculta. Menos mal que no se le escapan comentarios de esos en voz alta, o sería
la burla de su pasaje. Tres horas más tarde cesó de llover. Aún persistía la
humedad de la lluvia en el pavimento, pero el clima era templado y no soplaba
viento. Las luces del alumbrado y de las marquesinas se reflejaban en el negro
asfalto mojado, como en las películas “noir” de los años cuarenta.
Se detuvo ante un semáforo, y en ese momento oyó que
se abría la puerta de atrás.
—Gorostiaga y Burgues —dijo una voz opaca, y Joaquín
oyó abrirse y cerrarse la puerta trasera.
Emprendió la marcha, atento al cruce, que era un poco
riesgoso. Un viaje bastante largo, meditó; iba a cobrar bien por esta vez. Y
posiblemente con propina. La noche prometía... Media hora más tarde torcía por
el oscuro callejón de Gorostiaga, y se volvió a medias hacia el pasajero, para
hacer la pregunta obligada:
—¿En la misma esqui...?
El contacto del frío metal contra la nuca lo paralizó.
—Deme lo recaudado y todos contentos. Si no...
No pudo evitar montar en cólera. Lo recaudado...
¡Maldición! Eran como seis mil quinientos pesos... Intentó la salida de
práctica:
—¡Apenas salí a trabajar! ¡Usted fue el primero
que...!
—Cuento, viejo —el caño del revólver le golpeó
levemente la cabeza—. ¡Afloje, que le conviene! ¡Mire que no estoy para perder
el tiempo!
La desesperación hizo que Joaquín se revolviera,
indiferente al arma, y enfrentara al ladrón, gritándole:
—¡Le estoy diciendo la verdad! ¡Le...!
Y dos pares de ojos se dilataron al unísono, y dos
bocas se abrieron:
—¡Usted!
—¡¡Usted!!...
El ladrón había enrojecido. Cuando habló, le temblaba
la voz, y el arma osciló en su puño irresoluto.
—¡Tan luego usted! ¡Tenía que pasarme a mí! ¿Cómo me
iba a imaginar que un bombero era también... taximetrista? ¡Pucha digo, si...!
Entonces su cara pareció convertirse en piedra,
salientes las mandíbulas al apretarse los dientes. Lo había perdido todo en
aquel incendio..., todo.
Levantó el revólver con mano firme, en tanto la otra
se extendió, imperiosa.
—Deme la plata. ¡Vamos, démela!
Joaquín lo miraba con ojos desorbitados en una faz de
hielo. Supo que debía obedecer. Entregó el contenido “de caja” sin soltar una
palabra. El otro se guardó el producto de su robo. Entonces, con un
encogimiento de hombros inconsciente, puro reflejo, al tiempo que saltaba fuera
del auto y se perdía en la noche,
murmuró:
—Es mi trabajo...
Nota del autor: El tema del cuento me lo sugirió un
caso real, que conocí por un programa de
televisión en el que se entrevistaba a un bombero
veterano, con varios rescates heroicos e incluso alguna medalla en su haber,
que, además, trabajaba de taxista. Esto me causó profunda extrañeza, aparte de
hacerme pensar que era una verdadera injusticia social. Como también lo será,
en opinión de alguno, lo sucedido en el relato que se acaba de leer.
Carlos María Federici ( 1941, Montevideo) es
un escritor, guionista y dibujante uruguayo, de
ciencia ficción, policial y terror. Su obra literaria aparece en varias
antologías de su país y del exterior. Se lo considera uno de los pioneros de la
ciencia ficción y el relato policial en Uruguay. En 2013 se publicó una
antología de sus historietas, bajo el título Federici, Detective
Intergaláctico, proyecto del periodista Matías Castro, financiado con apoyo
estatal. Federici reconoce como influencias a Ellery Queen, Edgar
Wallace, Ray
Bradbury y John Dickson
Carr.
ARGENTINA
JULIO GARCIA VENTUREYRA
LA URDIMBRE DE SATANÁS
"... se manifestó el hijo de Dios: para destruir las obras del
diablo".
1·Juan 3:8
¡Maldita
sea! ¡Una y mil veces la maldigo... sin cansarme de hacerlo! ¡Es tan grande el odio que siento por ella!
¿Por qué? Por haberme robado a mi papá.
¡Viejo tonto que se dejó convencer! ¿Por qué? Por anhelar los bienes que me
corresponden y... algo más, por ser frívola y soberbia conmigo. Son motivos por demás suficientes para lo que
hice. ¡Tantas veces la maté! Con la pistola de un disparo certero al
corazón; cuando la empujé por aquella escalera interminable y rodó hasta el
final; o el día que, estando desprevenida, revoqué su caída desde la terraza de
aquel alto edificio, donde con un grito se perdió en el vacío.
¡Qué placer
intenso! Pero será superior ahora que estos sueños están a un paso de
convertirse en realidad, y pocas horas faltan para ello.
¡Mamá
querida! Tuviste que abandonarme... Irte
para siempre cuando más te necesitaba, por culpa de esa cruel enfermedad. Papá
después se sintió desconsolado y quiso reemplazarte casándose con esta intrusa
que nada significa comparándola con vos. ¡Si supieras que te estoy necesitando
más que nunca! ¡Éramos buenas amigas! Podía confiar a ciegas en tus
consejos. Haberte perdido siendo adolescente es un dolor difícil de
llevar. Las cosas que tendría que
decirte... ¿Te acordás de Ricardo, aquel flaco simpático que te quería cuando
íbamos al secundario?
Es mi novio
desde hace tiempo, y también está en el plan para vengarte. Sí... juntos
preparamos la trampa para eliminarla mortalmente... ¡y lo hicimos para que nada
falle!
Ricardo -a
quien para convencerlo tuve que amenazar con dejar de tener relaciones y
romper- fue quien estableció el día que tendríamos el encuentro con aquel
siniestro personaje que prefiero no recordar, ni volver a ver en mi vida; y por
la suma que le dí, se dispuso llevar a cabo el "trabajo". Sí, se
comprometió para hacerlo rápido, fulminante. Apostándose en una terraza y
esperándola llegar.
¡Por fin!
¡Terminar
de una buena vez con esa mujer!
Un áspero
sonido la sacó de sus profundas cavilaciones en la penumbra del departamento.
Recordó entonces que Luisa había quedado en venir a buscarla esa tarde.
Le dijo por
el contestador que bajaba; aferró una campera que estaba sobre un sillón, y
pronto estuvo en la calle subiendo en el automóvil de su amiga.
Cuando
llegaron a un gran descampado, una verdadera multitud escuchaba al predicador.
A Luisa le
habían recomendado la presencia del orador en la ciudad; era la palabra de
Jesús para Argentina, y movida por la curiosidad le pidió a Gabriela que la acompañara.
—Dijo
Jesús: "Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos". Mateo 18:20 —leyó el predicador en la Biblia, y
agregó—: Y donde hubo guerra que haya paz, donde hubo odio que haya amor...
Gabriela comenzó
a sentirse extraña en medio de la muchedumbre que aclamaba a Cristo, oía las
prédicas y entonaba alabanzas.
¿Acaso... se advertía una presencia especial inundando el lugar?
¿Qué era realmente lo que le estaba sucediendo? No le dio importancia,
tal vez no sería más que alguna sugestión o emoción momentánea.
¡Nadie de este mundo podría cambiar sus
planes! ¡Absolutamente nadie!
Cuando se
fueron del lugar y mientras el auto andaba, no podía dejar de oir uno de los
cánticos que habían quedado dentro suyo. Era una hermosa melodía... y esa
frase: "Donde hubo odio que haya amor", también seguía escuchándola.
—¿Qué te
sucede? —le preguntó Luisa que manejaba—. ¿Te quedaste callada? ¿No te sentís
bien?
Gabriela se
esforzaba por disimular, pero al no lograr contenerse estalló en sollozos.
Luisa se
sorprendió al verla, advirtió que algo raro le sucedía a su íntima amiga.
Estacionó el
vehículo en la misma avenida por la que circulaban, y, atónita, escuchó la
historia que entre llantos le relató su amiga que ya no soportaba su lucha
interior.
—¡Es un
tremendo disparate! —estalló Luisa al oír la confesión—. ¿Tanto pudo cegarte el
odio para maquinar algo así? ¿Te das cuenta? ¿Querer eliminar a un ser
humano porque no nos cae bien?
¿Matar? ¿Hasta dónde llega la maldad?
¡Podría ser tu madre... o la mía!
Gabriela
continuaba sintiéndose muy mal.
—No sé si
los milagros existen... —siguió Luisa—. Pero sí estoy convencida de que Dios te
puso su mano para que me lo hayas relatado y hasta puedas arrepentirte; no
podemos perder ni un instante, hay una vida de por medio que salvar... una
preciosa vida como lo son para nuestro Creador. ¡Vamos... ya mismo! ¡Si es que
todavía logramos llegar a tiempo!
El auto
partió veloz en una vertiginosa carrera contra el demonio. Cuando llegaron y
descendieron, corrieron sin cesar por la soleada playa de estacionamiento; por
la calle entre la gente, y cruzaron la avenida hasta llegar a un edificio
horizontal. Un ascensor estaba en los pisos altos, el otro no funcionaba;
subieron a un tercero más pequeño. Ascendía con una lentitud que parecía querer
burlarse de la ansiedad que sentían. Por fin llegó.
Una puerta
de madera daba a una larga galería de vidrio que siguieron tan apresuradas que
Gabriela tropezó, cayendo. Luisa le extendió su mano, y una vez que se hubo
levantado, la mantuvo aferrada de ella mientras corrían. Desembocaron a
una terraza desierta. Miraron hacia distintos lados. En uno de sus ángulos, un
hombre se aprestaba a preparar un arma de largo alcance. Desde este sitio se
vislumbraban perfectamente los fondos de la casa del padre de Gabriela.
—¡Eh...
usted, oiga! —le gritó Gabriela con desesperación.
El hombre
asustado, inmediatamente trató de esconder el arma.
—¡Los planes han cambiado, no tiene
que matar a nadie! —siguió Gabriela—. ¡Váyase...! ¡Váyase!
Al
recordarla, no pronunció palabra, guardó el arma, y desapareció rápidamente.
Luisa y Gabriela suspiraron con alivio.
—Querido... estuvo tu hija. Es
amorosa... me abrazó fuerte, y estaba como emocionada... hacía tiempo que no la
notaba así. Mañana salimos juntas a tomar el té y hacer algunas compras... ¡Y
pensar que vos creías que no me quería!
—¡La nena!
—Sonrió orgulloso a su esposa el padre de Gabriela que recién llegaba a la
casa. —¡Cuántas veces
juzgamos mal a las personas premeditadamente y sin motivos; pero yo... siempre supe que tiene un corazón de oro, por
algo es hija mía!
Julio García Ventureyra, (juliogarciaven@hotmail.com)
nació en Argentina, donde reside en la actualidad en la ciudad de Bahía
Blanca. Cursó estudios de Arte Dramático, Cinematografía y Literatura en la
Universidad Nacional del Sur (UNS). Es autor de cuentos (publicados en
revistas, suplementos literarios y diversos medios), novelas, entre otras, La
Misionera de los Desamparados, sobre Naty Petrosino (quien fue nominada al
Premio Nobel de la Paz 2009) y guiones cinematográficos.
CHILE
SERGIO LIDID
MARÍA DE LOS ÁNGELES
Siempre me ha emocionado
escuchar, de labios de desdichados que tuvieron que abandonar su patria, la
historia de un amor que aún arde en sus corazones… Los he visto retornar al
pasado y descubrir ante mí, con los ojos encendidos y la voz temblorosa, una
pasión que los ha acompañado a través de sus vidas. Por razones que no vienen a
cuento, dejé mi país y encontré otra patria, otros amores… También sufro y me
desvelo cuando me asalta el recuerdo de aquella muchacha por la cual perdí el
sentido... Sé que ya no debo seguir soñando con ella… pero no la puedo
evitar...
Pocos
cristianos conocen el pueblo de R., ni habrán oído hablar de su cura, apodado El Potro. El pastor murió a fines del
siglo pasado, la iglesia fue incendiada y nadie ha intentado reconstruirla,
pero el villorrio sigue allí, abandonado de la mano de Dios. Sólo visité dos
veces esa aldea perdida entre los cerros: la primera vez casi pierdo la vida, y
la segunda, tuve que huir para salvarla. Pero empecemos por explicar cómo
llegar allí, por si un osado lector quisiera comprobar la veracidad de mis
palabras.
R. se
encuentra en la ribera norte del río Bío-Bío. Si no hay huelga, catástrofe
natural o el gobierno de turno no ha eliminado el servicio de trenes, hay que
tomar en San Rosendo el convoy para la gran ciudad de Concepción, descender en
una parada de un par de minutos en Huenuraqui y seguir la indicación de un
cartel borroso. Hay por lo menos tres caminos; si aciertan con el correcto,
llegarán al cabo de veinte kilómetros; si toman otro, no puedo garantizar la
seguridad de quien se pierda por esas tierras.
Los
afortunados que logren llegar verán un caserío, en su centro una plaza
descuidada, en el costado norte una iglesia quemada. Encontrarán hombres mal
agestados y, seguramente, borrachos. Si no logran descifrar los códigos de
comportamiento de esa gente desconfiada, estarán en peligro. Un consejo: no
hagan preguntas directas: “¿Por qué esto y por qué lo otro?”, ni demasiado
personales: “¿Cómo se llama?” “¿Está casado?” “¿Siempre ha vivido aquí? “No
rechacen un vaso de vino, no lo beban con la mano izquierda o dejen un resto,
son horribles afrentas. No hablen de política: son monárquicos, R. fue un
reducto español, allí recuperaban fuerzas para atacar a los mapuches; únicos
testigos de aquello tiempos: el Museo de la Conquista, un coso y el cementerio.
Celebran corridas de toro y peleas de gallo, prohibidas en el resto de la
república. No hay puesto de policía, correo ni cárcel, nada más que callejones
rodeados de herrumbrosas casas de adobe, cantinas, corrales, chacras, fincas;
caballos finos, toros de casta, ganado, perros aulladores, gatos escurridizos,
gorriones y jotes por el cielo.
A mi amigo
Salvador, de quien se rumoreaba que era hijo del cura de R., lo conocí en
Concepción. Nos topábamos en escaramuzas políticas entre estudiantes de la
universidad y en peleas callejeras en el barrio de los lenocinios, único sector
de la ciudad con vida nocturna. Nos hicimos íntimos y así frecuenté dos tías
beatas de misa diaria y tres hermanas hermosas (la madre vivía en R., el padre
se había largado a la Argentina). Me sentí atraído por Reyes, la mayor; no me
aceptó como novio, pero, gracias a mi aire de quiltro abandonado, pasé a vivir
en la casa. Allí nadie trabajaba, el dinero para los gastos era sufragado por
el tío cura, incluido los estudios de
mi amigo y sus hermanas, además del sustento de la familia y el mío. Debo
aclarar que por esos lares a muchos les dicen tío y nadie sabe con claridad qué significa o, si lo saben, se
callan.
Y un día
fui invitado a R. La mansión del cura estaba llena de mujeres. Por sus enormes
pasillos y jardines correteaban bulliciosas criaturas, en la cocina se
esmeraban mozas rozagantes y desinhibidas. El lugar retumbaba de risas y
parloteos, que llegaban apaciguados a las habitaciones del sacerdote, por las
cuales deambulaba sobre gruesas alfombras o, encerrado en su estudio,
disfrutaba del uso de su valiosa biblioteca políglota. La mejor hora era el
almuerzo, cuando el clérigo, desde un mullido sillón (alguien había tallado Potro en el respaldo), precedía la
ingesta de cocidos, cazuelas, lechones, ranas, empanadas, ensaladas y vino de
su cosecha. Era alto, enjuto, amable, rasgos faciales latinos, ojos de mirada
inquisidora. Me interrogó en un fluido francés (como tantos que no tienen nada
que hacer con sus vidas, yo ya había pasado hambre en París) si sabía cómo
Salomón podía hacer el amor con quinientas mujeres, además de alimentarse y
gobernar durante el día. No lo sabía, y él me lo explicó: “Dios misericordioso
alarga las noches de los elegidos para que cumplan a satisfacción sus
obligaciones en el lecho”. Se jactó de que si no hubiese amado el campo,
incluido el cuidado material y espiritual de sus habitantes, y se hubiera
quedado a vivir en el Vaticano (lo habían invitado un par de veces) habría
llegado a Papa. Afirmación que no puse en duda.
Pero no fue
el Potro lo que me más me impresionó, la que arrebató mis sentidos fue María de
los Ángeles –ojos zarcos-profundos, trenzas rubias al vuelo, boca jugosa- , la
niña mimada del cura. Cuando la veía jugar con sus hermanitos me recordaba a la
dulce Carlota, el amor imposible del desgraciado Wherter. Envalentonado por el
pipeño, estremecido de deseos, la perseguí por corredores, jardines y huertas…
La arrinconé contra una cerca… Nos besamos… Acaricié extasiado sus senos... Si
no me hubiera detenido, para permitirle con hidalguía desprenderse de mis
brazos, habríamos terminado haciendo el amor en medio de flores, hortalizas y
terrones. Era tal la atracción que sentía por ella que me confesé con mi amigo,
le expliqué que deseaba hablar con sus padres para solicitar ser el novio
oficial… Mi anfitrión me arrojó una mirada burlona, fue a buscar una botella de
tinto, era un buen bebedor. Después del primer trago, me advirtió:
“¡Olvídala!"... "Aquí los únicos padres que cuentan son El que está
en los cielos y el Potro… Mi tío
es el amo de R. Todo le pertenece”. Su tono, su mirada, y lo que conocía de él
me decidieron a no desafiarlo ni responderle con indignación.
Me
emborraché cada día, perseguí a Ramona, le arranqué muchos besos y caricias...
Hasta un atardecer en que al amparo de unas zarzamoras por fin fue mía... Pero
todo era clandestino, prohibido, y presentía que la perdería. Embriagado como
una cuba, tuve la ocurrencia de interceder por un viejo a quien le estaban
dando una paliza de muerte en un callejón del pueblo (diaria entretención de
los vecinos). Los interpelé: “¿De qué es culpable?" "¿Por qué lo
golpean?” Se volvieron contra mí, me arrojaron al suelo y ya me iban a rematar
con sus garrotes cuando llegó Salvador, les explicó que estaba alojado en la
casa del Potro. Le advirtieron que
hacía demasiadas preguntas. Derrotado, magullado y con el corazón malherido,
regresé con él a Concepción… Ni en el camino ni en el tren nos sinceramos.
Decidí abandonar su casa.
Al
cabo de un par de años, ya reconciliados, me rogó que lo acompañara a R. El Potro había muerto, habría una misa,
dada por el arzobispo de Chillán, el entierro sería en el mausoleo de la
familia. Secretamente, esperaba reencontrarme con Ramona, su recuerdo aún me
turbaba. En esas tierras, alejadas de las entretenciones de las ciudades, los
velorios son una verdadera fiesta, se echa la casa por la ventana. No reconocí
el pueblo, rebosante de familias que habían acudido de las aldeas de la zona;
banderas españolas y nacionales adornaban las casas, se oían cantos
folclóricos, pasodobles, sevillanas... Las manadas de perros callejeros habían
desaparecido, mi amigo me explicó que eran un peligro para los visitantes y,
con una media sonrisa maligna, agregó: “A los güevones les gusta comer perritos
calientes”. Salvador era el dueño de casa: ordenaba sacrificar gallinas,
perdices, liebres, cerdos y corderos; aguardientes, damajuanas de vino y
botellas de chicha se amontonaban por los pasillos. La cocina estaba llena de
mujeres hacendosas preparando platos criollos - sopaipillas, causeos, curantos,
humitas, pastel de choclo- y peninsulares: cocidos, paellas, conejos, porras...
Me tembló el corazón al divisar a Ramona inclinada sobre un fogón, pero cuando
intenté acercarme, mi amigo me lo impidió y me arrastró al salón.
“Déjame hablar con ella, el Potro
está muerto.”
“Ahora, yo soy el amo”, me desafió.
“¿Cuál es el problema? ¿Qué no somos
amigos?”, insistí.
“¿Amigos? Ya veremos”.
La iglesia estaba llena a rebozar. Todo estuvo
perfecto hasta que el arzobispo empezó a hablar en forma injuriosa del Potro: “Irá al cielo, porque Dios es
misericordioso… A pesar de su vida licenciosa, de las amantes que tenía, los
hijos, las orgías… / Irá al cielo, porque Dios es infinitamente bondadoso… A
pesar de su existencia pecadora, a pesar…” Brotaron amenazadores los gritos;
siguieron las pedradas, las persecuciones al clérigo y sus acompañantes; al
final la chusma se inflamó por injusticias viejas que clamaban a los cielos,
furiosa prendió fuego a la iglesia y a la casa del Potro. Escapamos milagrosamente y esta vez Salvador se explayó
conmigo:
"...mi tío era el dueño del pueblo y sus almas...
Los campesinos le temían y odiaban... Ya
no quiero volver”.
“¿Y
las tierras?”, pregunté.
“Que las aprovechen los que las trabajan…
Me quedaré con las casas que mi tío
poseía en Concepción…
“Cuando todo se calme tienes que
acompañarme. Regresaré por Ramona… ¿Me ayudarás?", le rogué.
“¿Estás loco?... ¿Quieres hacerte cargo de
una campesina y sus críos?”
“¿Qué críos?”
“¡Los hijos del Potro, imbécil!”
SERGIO LIDID Profesor de castellano, actor, dramaturgo. En 1967 emigró a París,
regresó a Chile en 1970. Para el Golpe fue detenido, exonerado y expulsado.
Reside en España. Ha publicado cuentos, artículos y poesía en revistas de
Inglaterra y España. Su primera novela "La desaparición de Cristal"
en editorial CEIBO, N° 28. Santiago de Chile, 2014.
COLOMBIA
LUIS ANTONIO BOLAÑOS
DE LA CRUZ
REIVINDICACIÓN DE LAS
PALOMAS
Explicar el largo proceso hacia la caída
del capitalismo puede resultar largo, pero podemos condensarlo en “techos por
doquier” (límites al crecimiento basado en la tasa de ganancia), resurgir de la
ética (obstáculo crucial a la corrupción) y “crisis ambiental” (destrucción de
hábitats y aniquilación de especies y personas)… y pensar que todo empezó con
las palomas, no sólo se comprobó que podían distinguir entre palabras reales e
irreales, sino que podían comprender y ser capaces de concebir mensajes:
Gracias a una maravilla de la biología
sensorial aplicaban su sistema de navegación, basado en la brújula magnética
que llevaban alojada en la corteza visual del cerebro, a dos procesos en
simultánea: a realizar cálculos matemáticos colectivos que podían expresar con
un propósito, y aplicarlo a los protocolos de que usaban en sus virajes para
formar figuras en el aire lo que decían a través de las palabras que dibujaban
las bandadas mientras volaban representaba consignas y expresaba un manifiesto
político: REBELION DE LO VIVIENTE HASTA ALCANZAR LA LIBERTAD.
LUIS ANTONIO BOLAÑOS DE LA CRUZ Sociólogo
y escritor de ciencia ficción nacido en Ciénaga, Magdalena (Colombia) en 1950,
residente en Perú. Consultor de Concytec (Consejo Nacional de Ciencia,
Tecnología), del Ministerio de Educación y de MINAM (Ministerio de Ambiente);
ha transitado asimismo los caminos de la Educación Ambiental y de la
Psicobiología. Ha fatigado claustros universitarios, selvas y ecosistemas
diversos; participado en periódicos, ONG's, cineclubes, sindicatos e institutos
de investigación, dejando huellas de sus reflexiones en diversas revistas
literarias.
ARGENTINA
ROLANDO MARTIÑÁ
EL RÍO
En homenaje a Jorge Luis Borges
Dicen que una vez —sólo una vez— un desconocido se
acercó a Heráclito que meditaba a orillas del río.
Tras un rato de silencio, el extraño comentó en voz
baja:
—Así que éste es el famoso río…
—Sí, el que ya no es —comentó el filósofo sin mirarlo.
Nuevamente silencio. Luego, siguieron:
—Pregunté en la aldea y me mandaron acá —dijo el otro.
—Sí, claro, cuando usted preguntó era, ahora no…
—¿Por qué? —insistió el hombre.
—Porque el agua que vi pasar hace un rato, ya no es
ésta.
Nuevamente, silencio.
—O sea, que la que no es la misma es el agua… ¿pero el
río es sólo el agua? ¿Y el cauce, el paisaje, el nombre por el cual pude llegar
acá?
Por primera vez el filósofo giró su cabeza, lo miró
fijamente y le dijo:
—Siéntese a mi lado, buen hombre, ya podemos empezar a
hablar…
ROLANDO MARTIÑÁ vive en Buenos Aires, Argentina. Es docente, Licenciado en Psicología clínica
y educacional, con un Posgrado en Orientación Familiar. Actualmente ejerce la psicoterapia. También
es escritor y ya lleva publicados ocho libros de educación, dos de cuentos y su
última novela “Fin de Siglo.”
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