Andina - óleo de Adriana Alarco
BABELICUS EN ESPAÑOL
Número 2 - 2016
Estimados amigos: Les presentamos el segundo número de BABELICUS EN
ESPAÑOL que forma parte del blog del amigo y escritor italiano Stefano Valente
a quien agradecemos su apoyo y disponibilidad para con esta revista
multicultural. Aprovecho la oportunidad para agradecer también a los autores
publicados y al amigo Paolo Secondini
que empezó la publicación virtual de relatos en diversos idiomas.
Nos llegan muchos
cuentos en español, de todas partes de América Latina y de España, llenos de
asombros y maravillas. En este número pueden leer entretenidos relatos
de diez escritores. Se publicarán los cuentos que cumplan los requisitos de
brevedad, gramática, fantasía y respeto.
Los autores no pierden sus derechos de autor.
Para que este proyecto siga creciendo, ruego a los escritores de lengua
española interesados en publicar en Babelicus, que envíen sus colaboraciones a
la responsable de la edición en español de la revista virtual bianual:
Adriana Alarco de Zadra:
alarcoadriana@gmail.com
Nicolás Poblete, Chile *
VICTORIA
Victoria ha visto a Eugenio nuevamente con esa efigie en su mano
derecha, se ha fijado en el puño, dedos arqueados en torno a la figura de
madera, ¿o arcilla? Su tío ha explicado que proviene de un templo asiático
donde van las madres que han perdido a sus hijos. Niños pequeños, recién
nacidos o incluso abortados. Las madres llevan ropas, regalos para sus bebés,
para sus espíritus. Y rezan. Eugenio ha dicho que imagina a esas madres
caminando, inclinando sus cuerpos hacia delante con la elevación del cerro; sus
pasos acercándolas al templo, al depósito de fantasmas infantiles. Ha confesado
que algún día irá a ese lugar.
Victoria toma su cámara que ha dejado en la cocina. Con determinación
desciende al sótano. Ahora es el turno de las otras fotos. Muchísimas réplicas
de personas anónimas: caras enfrentando directamente el círculo de vidrio. No
rostros camuflados u ocluidos. No, no son rasgos ocultos. Son personas,
primeros planos de sus ojos, bocas. Hombres, algunas mujeres, incluso un
adolescente. Todos obligados a mirar fijamente el lente, a entregarse
dramáticamente, irrevocablemente. Apoyados en la pared, afirmados a la fuerza a
la muralla, y el obturador finalizando el registro de sus vidas.
Ahora les toca a ellas.
Victoria ha despegado todas las fotos de la habitación, ha desarmado el
altar, ha botado las velas. Las impresiones de esas personas están apiladas
unas sobre otras: un fajo que Victoria amarra con un hilo y guarda en el
bolsillo de su abrigo.
Todos los rostros aterrados, y hace más de veinte años muertos, están
en el bolsillo de Victoria.
* Nicolás Poblete Pardo (Chile, 1982) es doctor en Literatura
hispanoamericana (Washington University in St. Louis) y profesor titular de la
Universidad Chileno Británica de Cultura en Santiago. Es autor de las novelas Dos cuerpos (2001), Réplicas (2003), Nuestros
Desechos (2008), No me Ignores
(que ganó una beca de creación literaria el 2009, otorgada por el Consejo del
Libro, publicada el 2010, y traducida al inglés como Do Not Ignore Me, Kindle Books, USA, 2013) y Cardumen (publicada el 2012 y traducida al inglés como Shoal. Su última publicación es Espectro Familiar (CEIBO, 2014).
Carlos Maria Federici, Uruguay *
LA PENÚLTIMA HILERA
Durante cuarenta días y cuarenta noches, ciento veinte fornidos
esclavos nubios, en turnos de a seis, cargaron hasta la misma cima a Asur, en
su ornamentado palanquín.
Al gran rey le parecía rozar las nubes con el ápice de su corona,
reluciente de piedras preciosas. Alzó
la arrogante testa y ordenó:
—¡Más brío! ¡Ya casi llegamos!
Los capataces azotaron las sufridas espaldas de los esclavos, que se
afanaban, al límite de su resistencia, en colocar hilera tras hilera de
ladrillos, en espiral ascendente.
De pronto el trabajo se detuvo. Un silencio ominoso cayó sobre la
escena, y la mirada relampagueante del monarca fue rubricada por el trueno de
una exclamación airada:
—¡¿Qué significa esto, perros?!
¿Por qué han parado?
Reuniendo a duras penas el coraje, el jefe de obras se atrevió a decir:
—Se agotaron los ladrillos, mi Señor. Y no queda argamasa. ¡Pero
inmediatamente hago que traigan todo!
El ceño del Supremo Regidor se frunció en un rictus de cólera:
—¿Qué es esto, insolente? ¿Te atreves a hablar en jerigonza con tu Rey?
Sacudido por espasmos de pánico, el otro apenas logró musitar:
—No… os comprendo, mi Amo y Señor… ¿Q-qué habéis dicho?
…Al pie, reinaba el caos. Y arriba, en el cercano pero todavía
inaccesible cielo, se oyó algo así como un inmenso suspiro de alivio, que, cual
huracán devastador, arrasó, al menos por el momento, con otro de los locos
sueños de la Humanidad.
* Carlos María Federici (3 de diciembre de 1941, Montevideo) es un
escritor, guionista y dibujante uruguayo, de ciencia ficción, policial y
terror. Su obra literaria aparece en varias antologías de su país y del
exterior. Se lo considera uno de los pioneros de la ciencia ficción y el relato
policial en Uruguay. En 2013 se publicó una antología de sus historietas, bajo
el título Federici, Detective
Intergaláctico, proyecto del periodista Matías Castro, financiado con apoyo
estatal.
Fernando Sorrentino, Argentina*
ESENCIA Y ATRIBUTO
El 25 de julio, al querer apretar la letra A, advertí en el meñique de
mi mano izquierda una tenue verruga. El 27 me pareció considerablemente mayor.
El 3 de agosto logré, con ayuda de una lupa, discernir su forma. Era una suerte
de diminuto elefante: el elefante más pequeño del mundo, sí, pero un elefante
cabal hasta en su ínfimo rasgo. Estaba adherido a mi dedo por la extremidad de
su colita. Así, prisionero de mi meñique, gozaba, sin embargo, de libertad de
movimientos, salvo que su traslación dependía por completo de mi voluntad.
Con orgullo, con temor, con dudas, lo exhibí ante mis amigos. Sintieron
asco, dijeron que no podía ser bueno tener un elefante en el meñique, me
aconsejaron consultar a un dermatólogo. Desprecié sus palabras, no consulté a
nadie, rompí relaciones con ellos, me dediqué por entero a estudiar la
evolución del elefante.
Hacia fines de agosto ya era un lindo elefantito gris, de la longitud
de mi meñique, aunque bastante más voluminoso. Yo jugaba todo el día con él. A
veces me complacía en fastidiarlo, en hacerle cosquillas, en enseñarle a dar
volteretas y a saltar mínimos obstáculos: una cajita de fósforos, un
sacapuntas, una goma de borrar.
En esa época me pareció oportuno bautizarlo. Pensé en varios nombres
tontos y, en apariencia, tradicionalmente dignos de un elefante: Dumbo, Jumbo,
Yumbo… Por último, ascéticamente, preferí llamarlo Elefante, a secas.
Me encantaba alimentar a Elefante. Yo diseminaba sobre la mesa migas de
pan, hojas de lechuga, trocitos de césped. Y, allá lejos, en el borde, un
pedacito de chocolate. Elefante, entonces, pugnaba por llegar a su golosina.
Pero, si yo ponía firme la mano, Elefante jamás podría alcanzarla. De este
modo, yo ratificaba que Elefante no era más que una parte —y la más débil— de
mí mismo.
Poco tiempo después —digamos, cuando Elefante había adquirido el tamaño
de una rata— ya no pude gobernarlo con tanta facilidad. Mi meñique resultaba
demasiado flaco para resistir sus ímpetus.
En ese entonces yo aún conservaba la idea errónea de que el fenómeno
sólo consistía en el crecimiento de Elefante. Me desengañé cuando Elefante fue
tan grande como un cordero: ese día también yo fui tan grande como un cordero.
Esa noche —y algunas más todavía— yo dormí boca abajo, con la mano
izquierda fuera de la cama: en el suelo, a mi lado, dormía Elefante. Después
debí dormir —boca abajo, mi cabeza en su grupa, mis pies en su lomo— sobre
Elefante. Casi en seguida me resultó suficiente un fragmento de su anca.
Después, la cola. Después, la puntita de la cola, donde yo sólo era una pequeña
verruga, del todo imperceptible.
Entonces temí desaparecer, dejar de ser yo, ser un mero milímetro de la
cola de Elefante. Luego perdí ese miedo, recobré el apetito. Aprendí a
alimentarme con perdidas miguitas, con granos de alpiste, con briznas de pasto,
con insectos casi microscópicos.
Claro que eso era antes. Ahora he vuelto a ocupar un espacio más digno
en la cola de Elefante. Es cierto que aún soy aleatorio. Pero ya puedo
apoderarme de galletitas enteras y contemplar —invisible, inexpugnable— a los
visitantes del Jardín Zoológico.
A esta altura del proceso soy muy optimista. Sé que ha comenzado la
reducción de Elefante. Por eso, me inspiran un anticipado sentimiento de
superioridad los despreocupados paseantes que nos tiran golosinas, creyendo
sólo en el obvio Elefante que tienen ante sí, sin sospechar que él no es más
que un atributo futuro de la latente esencia que aún acecha, agazapada.
* Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en 1942. Sus invenciones
suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la
fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la
primera y empieza la segunda. Paraguas,
supersticiones y cocodrilos (2013) es su más reciente libro de cuentos.
Nico Gallo, Donato Altomare
& Adriana Alarco *
LA MADRE
Estaba delante de él y le hablaba. Preguntaba si su hermano se había
casado con Valentina y si había encontrado un trabajo decente. Estaba sentada
en una silla de la sala con el mismo traje con el que la vistieron para el
funeral. Hasta los zapatos eran los mismos y ni siquiera se veían empolvados, a
pesar de los ocho años que había reposado en la sepultura. Hablaba como si nunca
hubiese muerto.
—No, madre, Aldo y Valentina se separaron.
—Ya decía yo que no era la muchacha adecuada. ¿Y tú?
—Es verdad que no era buena para mi hermano. Yo me casé con Valentina.
Su madre no contestó, ni lo miró. No tenía ojos, solo dos cuencas vacías.
Se levantó. Sonaron sus huesos, una de sus manos se desprendió y quedó agarrada
del brazo del sillón.
—Nos vemos mañana —dijo saliendo.
Él no tuvo el valor de correr tras ella para devolverle la mano.
—¿No puedes dejarla tranquila ni aun cuando está muerta, cretino?
—preguntó Valentina a la hora del desayuno mientras contemplaba la mano colgada
del cuello de su marido—. Pensé que no eras como tu hermano Aldo que no se
despegaba de sus faldas… pero, bebe el café, querido. Lo hice especial esta mañana, ¿y sabes por
qué? Le puse un poquitín de cianuro, tanto como para que hoy no faltes a la
cita con ella.
*Breve relato escrito junto con dos escritores italianos:
Domenico Gallo, estudió física en la Universidad de Génova y es uno de
los apasionados de ciencia ficción más activos en Italia. En 1979 da vida a
Crash y luego dirige Intercom con Bruno Valle. Después dirige la colección de
Ciencia Ficción y Sociedad en la Mimesis Edizioni.
Donato Altomare: Nació en Molfetta (BA) Italia, en 1951. Ingeniero. Recibió
dos veces el Premio Urania, luego el Premio Vegettii y ocho veces el Premio
Italia. Existen cientos de
publicaciones suyas en Italia y en México. Es Presidente de la SFWorld
en Italia. (www.worldsf.it).
Ricardo Giorno; Argentina *
ASÍ SE BAILA EL TANGO
Sentado, la espalda contra las rejas de la vieja jaula, Horacio Julián
Serpagli escuchó los primeros acordes.
La jaula de los orangutanes, volvió a decirse por enésima vez. Nada
menos.
La orquesta precalentaba, lo sabía bien. Otra milonga se estaría
armando ahí abajo, en el camino que daba a la vieja salida del Zoo, por
Libertador, y él debería aguantársela. Como se aguantó las anteriores.
Se levantó deslizando la espalda por los barrotes. Jamás lograría
permanecer ajeno a una milonga. Imposible resistirse, tal como un voyeur no se
resistiría a una mujer desnudándose detrás de una ventana.
Giró, se aferró a los barrotes y apoyó la frente entre dos: la monada,
relucientes instrumentos mediante, se preparaba para arrancar a todo ritmo.
¿Cómo es que ellos habían aprendido tan rápido y tan bien a tocar el tango?
Serpagli se encogió de hombros. Ya el asunto no le importaba a nadie.
Es que nadie quedaba: él era el último.
Yo, pensó, el último.
—¡Animales! —les gritó. Ninguno volteó siquiera la cabeza. Y la música
arrancó nomás: “Comme il faut”, reconoció Serpagli—. Qué tangazo, mamita. Y lo
tocan mejor que la orquesta del gordo Troilo, si eso fuese posible. ¡Blasfemos!
A pesar de que no le prestaban atención, se obligó a mantenerse firme. Apretaba los barrotes y encajaba los
pies entre ellos con el afán de no ponerse a bailar.
Vio cómo el Oso le cabeceó a Mireya, esa zorra platinada, y juntos
trataban de seguir el ritmo. Serpagli ladeó la boca y arrugó la nariz. No se
debería revolear a la compañera, y aun menos revolear las patas. Eso no era
bailar tango. Pero la jugada la aprovechó Lucía. ¡Lucía!, pensó Serpagli, ¡Qué
rata asquerosa! En un segundo, recordó mil veces a Lucía: antes de arrojarle los
mendrugos le decía con esa voz apenas entendible, chillona: “Lucía, Lucía, Lucía” y él debía
responderle modulando gravemente la voz, “Lu-cí-a”. Y recién entonces le tiraba
la comida.
—¡Rata inmunda! —otra vez, nadie acusó recibo.
Pero ahora, se dio cuenta Serpagli, Lucía jugaba bien sus cartas. Ella
misma sacó a bailar al Perro Santillana, que por un momento dejó de mirar con
ojos de cachorro abandonado a Mireya, la tomó del talle a Lucía y se
confundieron con los bailarines.
Los últimos compases de “Come il faut” dejaron paso a aplausos,
chillidos y murmullos.
El Oso miró torcido a Santillana, pero sin previo aviso la orquesta
arrancó con “Patético”. Osvaldo Pugliese hubiera creído en Dios si escuchaba
esta versión. Serpagli tuvo que apelar a su mayor fuerza de voluntad, y
permaneció aferrado a los barrotes. ¿A qué se debería su resistencia? No podía
explicárselo. Quizá fuese una manera de sentirse vivo. Una manera de decirle a
la monada que les despreciaba la forma de bailar. Una manera de decirle que le
despreciaba su música, que en definitiva no era su música. Era la música de
Serpagli, la de millones de Serpagli que ya no estaban. Pero en el fondo sabía
que él se equivocaba en esto último. Tenía en claro que esos cosos de ahí abajo
no habían inventado el tango, aunque lo tocaban con un ritmo de locos. Pero la
chingaban con el baile. Y que no le viniesen con discusiones justo a él, a
Horacio Julián Serpagli, alias La
Bordadora: todavía podía escuchar, allá, en los tiempos gloriosos, donde el
tango lo bailaba gente como uno: “Vos no le sacás viruta al piso, vos lo
bordás”, le decían a diario.
Y ahí nomás le quedó el apodo. La
Bordadora. Ahora, ese título resonó dentro de su cabeza, y él recordó las
figuras que dibujaba con la compañera de turno.
Ahora le llegaban nuevos aplausos, murmullos… y hasta aullidos de gozo,
de expectativa. ¿Con qué arrancarían?
Ya con los primeros acordes se dio cuenta de que llegaba su derrota:
—“Bahía Blanca”, puta madre. Perdonalos, Di Sarli.
Parecía mentira, pero esas
bestias lograban mejorarlo todo. Un ritmo del infierno que descontrolaba el
cuerpo y seducía a las piernas.
¿Por qué no sucumbir al llamado de la sangre? ¿Por qué no darse por
vencido? ¿Qué culpa tenía él, si cuando era niño ya no nacían bebés? ¿Qué culpa
tenía él, que un día los animales despertasen y se volvieran contra el hombre?
Y por último: ¿cuál sería la gracia, la ventaja, de descubrir que los monos
aprendieran por generación espontánea a tocar el tango?
Sí, se dejaría ir y bailaría.
Serpagli se separó de las rejas. Elevó una mano igual que sosteniendo
una mano, mientras que su otro brazo, como una serpiente, se enroscaba en la
invisible cintura de una compañera de baile.
Y bailó.
Bailó como se debía bailar. Los pies pegados al piso, sin siquiera
mostrar la suela. Cerrando los ojos para ver mejor.
Él al final les enseñaría.
A los últimos acordes de “Bahía Blanca” los acompañó el silencio. Los
animales miraban a la jaula de Serpagli, aprendiendo. Y Horacio Julián
Serpagli, vencido y de rodillas, lloraba su último tango.
* Ricardo Giorno: Ricardo Giraldez nació en 1970 en la Ciudad de Buenos
Aires, Argentina. Sus relatos han sido seleccionados para integrar diversas
antologías, tanto en España como en Italia, Estados Unidos y Argentina. Entre
los premios con que ha sido galardonado figuran: Premio Finalista en el "I
Premio 'Palabra sobre Palabra' de Relato Breve 2013". Mención de honor en
el XL Concurso Literario “Cultura en Palabras 2014”. Mención de honor en el
XLII Concurso Internacional de Poesia y Narrativa “Unidos por la palabra 2014”. 1° PREMIO en el 1º Certamen Literario
“Dr. Juan Atilio Bramuglia” (2014). La editorial española Editarx acaba de
publicar La fortuna o la muerte,
primera novela del escritor.
Patricio G. Bazán, Argentina *
AMOR CARRUSEL
Suelo trabajar en la cocina porque es el ambiente más tranquilo de la
casa, donde tengo a mano todo lo que un redactor solitario necesita: café,
bizcochos y espacio para fumar sin que a nadie incomode. Y como el resto de la
familia duerme arriba, además puedo escuchar mi vieja radio portátil sin riesgo
de despertarlos.
En líneas generales, no me llevo bien con la nostalgia, pero a causa
del hábito de escuchar radio mientras escribo, diariamente sintonizo una FM que
emite viejos éxitos de los ochenta. Esta noche parecían estar algo descuidados,
ya que pasaron la misma canción por quinta vez: "Amor Carrusel", de
la casi olvidada banda de música pop "Dalia y Los Pedúnculos".
Llamé, un poco en broma, para avisarles del error, pero negaron haberla
pasado aún. Cuando repitieron la misma tonada (que, a esta altura, ya comenzaba
a aborrecer), volví a reclamar. Curiosamente, no recordaban haber hablado antes
conmigo.
"Las cosas se repiten una y otra vez / Nuestro amor es un
carrusel". Ahí va, una vez más la empalagosa voz de Dalia, lamentándose de
las situaciones de la vida que entran en un bucle de reiteraciones
incontrolables... Bueno, después de padecerla siete veces seguidas, yo me
lamentaba junto a ella.
¿Que podía apagar la radio? ¡Claro que sí! Pero, honestamente, ¿cuántas
oportunidades tiene un tipo sencillo y rutinario como yo de presenciar un
evento tan extraordinario? Anhelaba descubrir cómo terminaría la equivocación
más vergonzosa de toda la historia de la radiofonía.
Aparté el artículo que debía terminar —una nueva variación del tema de
siempre, el apocalipsis nuclear como resultado de la crisis entre EE.UU y
Rusia—, tomé una hoja en blanco y me puse a enumerar las hipótesis que surcaban
mi horizonte mental como misiles intercontinentales.
A) La emisora sufría algún percance técnico. Pero, en ese caso, ¿por
qué negarlo? Una simple grabación anunciando desperfectos temporales hubiese
bastado para disculpar tanta desprolijidad radial. Inaceptable.
B) La estación había sido tomada por un comando terrorista: eso
explicaría las mentiras telefónicas y la repetición de la última canción que
seguía sonando sin que el operador pudiera cambiarla. Pero no habían lanzado
ninguna proclama (a menos que la cancioncita fuera su himno revolucionario).
Ilógico, pero no imposible.
C) Sigilo. Siguiendo la idea anterior, la emisora estaba tapando algo
más grande que un secuestro, y estaban haciendo tiempo hasta tener noticias.
Probable...
Estaba por cambiar de estación cuando una serie de golpes en la ventana
de la cocina reclamaron mi atención. Uno tras otro, los pájaros de la vecindad
se estaban estrellando contra el vidrio, atraídos fatalmente por la luz de la
cocina. Me quedé parado sin saber qué hacer hasta que, movido por una alarma
interior, salté sobre la llave de la luz.
En ese preciso instante, la radio horadó el aire con un chirrido
insoportable. "¡Ahí está la falla técnica!", pensé, girando
frenéticamente el dial. El momentáneo silencio me advirtió de otro fenómeno
inaudito: una salva de ladridos. Sonaba como si estuvieran metiendo a un millón
de perros dentro de una picadora de carne. ¿Qué pasaba esta noche? Para no
atravesar toda la casa, regresé a la ventana con la radio aún en la mano, pero
los pájaros habían dejado el cristal en un estado penoso y no podía distinguir
demasiado de lo que ocurría afuera.
Volví a intentar captar otra emisora con los aullidos de fondo:
estática y voces entrecortadas:
—...omunicaciones interrumpidas entr... ZZZRRRCHH... efugios ante la
SHHHHminente conflagrSHHHHHRRRÑÑÑ... Se ruega a la poblacSSHHRRRYYuclear...
¿Se había estropeado la vieja Spica? Caminé hasta el living a encender
la televisión, pero ahora no había electricidad. Volví derrotado a la cocina en
busca de velas, tan ciego como los pájaros estrellados.
Un resplandor lejano, malignamente verdoso y punzante, se abría paso en
el horizonte, como una gigantesca marea de luz amenazadora que sustraía la
mirada. Maldije, porque se me resbaló de las manos el paquete de velas que
había encontrado en un cajón, y porque no recordaba adónde había dejado mi
encendedor.
Así estaba yo en cuatro patas, como uno de esos perros que ya no
ladraban, tanteando el paradero de las velas, cuando un súbito fulgor iluminó
el suelo de la cocina. ¡Allí estaban! Junto al cubo plástico de la basura. Las
agarré con un manotón de ahogado, sin cuestionar aquella fugaz y oportuna luz.
Aún hincado en esa poco elegante postura, escuché el sonido de vidrios rotos:
"un pájaro enorme rompió la ventana", imaginé, y cuando estuve a
punto de alzarme como una furia vengadora, el nervio ciático me obsequió con
uno de esos tirones dolorosos que te dejan hablando en arameo. Bien podría
haber entrado un huracán, que yo sólo tenía consciencia para sufrir por un
puñal clavado en las carnes. Tendría que hacerle caso a mi mujer y visitar a un
traumatólogo. Odiaba tener que darle la razón.
Cuando al fin pude reincorporarme, comprobé que, efectivamente, había
entrado a la cocina algo muy parecido a un huracán. Todo lo que conocía ya no
estaba en su lugar. Ni siquiera el cielorraso: un ominoso firmamento alborotado
de colores caprichosos me miraba ceñudo, como si yo fuera el responsable.
Aparentemente, el resto de la casa había levantado vuelo mientras yo sufría en
el piso como un perro apaleado. Susana, los chicos...
Minutos u horas después, un sonido bajo y chirriante me sacó del
estupor. No eran sirenas, aunque podría escucharlas dentro de poco. Apartando
unos escombros con el pie, encontré la fuente: mi vieja radio a pilas, fuerte y
bien fabricada, capaz de sobrevivir a un ataque nuclear. A punto estuve de
agacharme a levantarla, pero recordé el ataque lumbar. Mejor dejarla donde
estaba.
Sin saber qué hacer a partir de ahí, y con el fondo de los acordes del
himno antifonal "Amor Carrusel", caminé lentamente hacia el sitio donde
alguna vez estuvo la puerta de mi casa con una vela apagada en la mano,
susurrando como un salmo su pegadizo estribillo:
—"...Las cosas se repiten una y otra vez / Estamos montados en un
carrusel..."
* Patricio G. Bazán (Argentina, 1965). Escritor e ilustrador. Autor de
obras de ficción inéditas, entre las que se incluyen Panoplia (cuentos), la novela El
Tapado y el León, y varias obras de teatro. Participó en las antologías Grageas 3 (2014) y Cien Páginas de Amor (2015).
Luciano Doti, Patricio G.Bazán y
Adriana Alarco de Zadra *
MAÑANA ANORMAL
Ricardo salió a correr como todos los días en una mañana normal. En
medio de su recorrido habitual, una chica se cruzó con él y le dijo:
—Mejor no vayas hasta allá, porque está la policía y un montón de gente
alrededor. Supongo que hubo un accidente o un asalto.
Ricardo agradeció el aviso y dudó acerca de tomar el consejo o no.
Decidió hacer caso omiso a la advertencia. Aproximándose al lugar del
incidente, las luces de los patrulleros lo atrajeron como un faro en la
penumbra.
—Circulando, circulando… —un policía con cara de nada repetía aburrido
la misma orden inútil. Mucho vecino en piyama y camisón interponiéndose entre
su visión y aquél cuerpo inerte.
—Parece que le dio un infarto mientras corría… —opinó un típico
transeúnte sabelotodo, que le observó detenidamente, tal vez para comprobar si
le prestaba la debida atención.
Pudo acercarse lo suficiente como para observar al muerto: vestía ropas
deportivas similares a la suya.
La cara ensangrentada no permitía verle los rasgos.
—¡Es él! – gritaron varias personas señalándolo. La chica corredora se
acercó:
—Ellos saben quién eres…
—¿Cómo es eso? ¿Yo qué tengo que
ver?
—Mucho. Ellos saben que ahora tú
también eres un fantasma como todos nosotros… ¿o no te habías dado cuenta?
Ricardo la miró incrédulo.
—¿Te estás burlando de mí?
La corredora desapareció de su vista desvaneciéndose entre la
muchedumbre. Asustadísimo, se desmayó y
falleció de infarto.
* Breve relato escrito junto con dos escritores argentinos para el
blog: Cuentos del Can Cerbero.
Patricio G. Bazán (Argentina, 1965). Escritor e ilustrador. Autor de
obras de ficción inéditas, entre las que se incluyen Panoplia (cuentos), la novela El
Tapado y el León, y varias obras de teatro. Participó en las antologías Grageas 3 (2014) y Cien Páginas de Amor (2015).
Luciano Doti (Buenos Aires, Arg.1977). He ganado 5 premios literarios.
Habla inglés y esperanto.
Ricardo Giraldez, Argentina *
CARONTE
Sin saber cómo, sin recordar por dónde ni por qué, la sombra de lo que
una vez fuera un hombre llegó hasta la punta del muelle en lo que semejaba el
último confín del mundo, y allí, ignorante del motivo y siguiendo acaso un
encargo ancestral, hizo sonar la campana que pendía a uno de los lados del
malecón. Los últimos ecos del bronce no se habían extinguido todavía, cuando la
figura escuálida de Caronte y su fúnebre barca emergían entre las espesas
nieblas, como flotando sobre la nada inasible. Apenas se hubo acercado al
muelle la nave, la sombra de lo que una vez fuera un hombre tomó asiento en
ella, aunque sin emitir palabra, y Caronte, sin pronunciar palabras tampoco,
comenzó a agitar una vez más el largo y pesado remo.
Navegaban solos las
aguas negras y las neblinas que alrededor semejaban extenderse hasta el
infinito acrecentaban el sentimiento de soledad. Entonces, acaso por
efecto del denso chapoteo del remo al paladear las negras aguas, la sombra de
lo que una vez fuera un hombre recordó, sin saber cómo, que una vez, en una
vida pasada y ya lejana, vivida hacía tantísimo tiempo y que databa también de
apenas sólo unos brevísimos instantes, él había sido poeta. Y como si sus manos
sostuviesen una lira ideal y su emoción dormida hubiese recibido el mágico beso
de un último despertar, la sombra de lo que una vez fuera un hombre y un poeta
comenzó a entonar una canción evocadora de sensaciones hacía tanto tiempo
perdidas… y hacía tan poco tiempo sentidas.
Cantó sobre el primer amor, sobre el primer beso, la primera ilusión y
el primer desencanto. Cantó sobre un ideal tan alto como las estrellas y sobre
el reflejo de ese ideal y esas estrellas cristalizado en los lodosos
barrizales. Cantó sobre crepúsculos solemnes bajo cuyos fulgores encantados se
realizaran solemnes juramentos. Cantó sobre la gran meta, sobre la ambición
homérica y sobre la soledad de una búsqueda magnífica y la injuria de un
destino burlón. Cantó sobre conquistas en terrenos vírgenes e innominados y
cantó sobre el fracaso y caída en una tierra ultrajada y mal nominada. Cantó
sobre el esfuerzo, la lucha, la entrega absoluta a una noble causa y sobre la
absoluta incomprensión de una casta sometida al innoble afán. Cantó sobre la
pasión del hombre inspirado por la magia y los hechizos, parodiado y
despreciado siempre por una realidad escéptica y descreída. Cantó todo ello,
sí, y cantó mucho más aún. Y el amor era grande siempre en la canción; y el
amor era la canción misma siempre; y aun entre las lágrimas, y aun bajo el peso
de un sufrimiento infinito, el amor lo era todo, y el amor cantaba a todo.
Hasta que finalmente la barca de Caronte puso proa en la orilla sombría
de la que nada se sabe puesto que de ella nadie vuelve, y la sombra de lo que
una vez fuera un hombre y un poeta dejó de tañer con dedos hábiles su lira
ideal para desaparecer bajo la niebla espesa y por siempre y nunca jamás.
Y cuando Caronte volvió a batir las negras aguas con su largo y pesado
remo, antes de que las últimas notas de la canción que acababa de hender el
silencio infinito se desvaneciesen en sus proverbiales oídos, masculló lo que
siempre mascullaba en esa hora sin tiempo del lúgubre trayecto, lo que era su
sola filosofía, aquello único que había logrado intuir y concluir del inefable
sino al que se hallaba él también sometido:
“Y todo para nada”.
* Ricardo Giraldez nació en 1970 en la Ciudad de Buenos Aires,
Argentina. Sus relatos han sido seleccionados para integrar diversas
antologías, tanto en España como en Italia, Estados Unidos y Argentina. Entre
los premios con que ha sido galardonado figuran: Premio Finalista en el "I
Premio 'Palabra sobre Palabra' de Relato Breve 2013". Mención de honor en
el XL Concurso Literario “Cultura en Palabras 2014”. Mención de honor en el
XLII Concurso Internacional de Poesia y Narrativa “Unidos por la palabra 2014”. 1° PREMIO en el 1º Certamen Literario
“Dr. Juan Atilio Bramuglia” (2014). La editorial española Editarx acaba de
publicar La fortuna o la muerte,
primera novela del escritor.
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