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Monday, 23 May 2016

BABELICUS EN ESPAÑOL Número 2

Andina - óleo de Adriana Alarco


BABELICUS EN ESPAÑOL
Número 2 - 2016

Estimados amigos: Les presentamos el segundo número de BABELICUS EN ESPAÑOL que forma parte del blog del amigo y escritor italiano Stefano Valente a quien agradecemos su apoyo y disponibilidad para con esta revista multicultural. Aprovecho la oportunidad para agradecer también a los autores publicados y al amigo Paolo Secondini  que empezó la publicación virtual de relatos en diversos idiomas.
Nos llegan muchos cuentos en español, de todas partes de América Latina y de España, llenos de asombros y maravillas. En este número pueden leer entretenidos relatos de diez escritores. Se publicarán los cuentos que cumplan los requisitos de brevedad, gramática, fantasía y respeto.
Los autores no pierden sus derechos de autor.
Para que este proyecto siga creciendo, ruego a los escritores de lengua española interesados en publicar en Babelicus, que envíen sus colaboraciones a la responsable de la edición en español de la revista virtual bianual:
Adriana Alarco de Zadra:  alarcoadriana@gmail.com



Nicolás Poblete, Chile *

VICTORIA

Victoria ha visto a Eugenio nuevamente con esa efigie en su mano derecha, se ha fijado en el puño, dedos arqueados en torno a la figura de madera, ¿o arcilla? Su tío ha explicado que proviene de un templo asiático donde van las madres que han perdido a sus hijos. Niños pequeños, recién nacidos o incluso abortados. Las madres llevan ropas, regalos para sus bebés, para sus espíritus. Y rezan. Eugenio ha dicho que imagina a esas madres caminando, inclinando sus cuerpos hacia delante con la elevación del cerro; sus pasos acercándolas al templo, al depósito de fantasmas infantiles. Ha confesado que algún día irá a ese lugar.
Victoria toma su cámara que ha dejado en la cocina. Con determinación desciende al sótano. Ahora es el turno de las otras fotos. Muchísimas réplicas de personas anónimas: caras enfrentando directamente el círculo de vidrio. No rostros camuflados u ocluidos. No, no son rasgos ocultos. Son personas, primeros planos de sus ojos, bocas. Hombres, algunas mujeres, incluso un adolescente. Todos obligados a mirar fijamente el lente, a entregarse dramáticamente, irrevocablemente. Apoyados en la pared, afirmados a la fuerza a la muralla, y el obturador finalizando el registro de sus vidas.
Ahora les toca a ellas.
Victoria ha despegado todas las fotos de la habitación, ha desarmado el altar, ha botado las velas. Las impresiones de esas personas están apiladas unas sobre otras: un fajo que Victoria amarra con un hilo y guarda en el bolsillo de su abrigo.
Todos los rostros aterrados, y hace más de veinte años muertos, están en el bolsillo de Victoria.

* Nicolás Poblete Pardo (Chile, 1982) es doctor en Literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis) y profesor titular de la Universidad Chileno Británica de Cultura en Santiago. Es autor de las novelas Dos cuerpos (2001), Réplicas (2003), Nuestros Desechos (2008), No me Ignores (que ganó una beca de creación literaria el 2009, otorgada por el Consejo del Libro, publicada el 2010, y traducida al inglés como Do Not Ignore Me, Kindle Books, USA, 2013) y Cardumen (publicada el 2012 y traducida al inglés como Shoal. Su última publicación es Espectro Familiar (CEIBO, 2014).



Carlos Maria Federici, Uruguay *

LA PENÚLTIMA HILERA

Durante cuarenta días y cuarenta noches, ciento veinte fornidos esclavos nubios, en turnos de a seis, cargaron hasta la misma cima a Asur, en su orna­men­tado palanquín.
Al gran rey le parecía rozar las nubes con el ápice de su corona, relu­ciente de piedras preciosas.  Alzó la arrogante testa y ordenó:
—¡Más brío! ¡Ya casi llegamos!
Los capataces azotaron las sufridas espaldas de los esclavos, que se afanaban, al límite de su resistencia, en colocar hilera tras hilera de ladrillos, en espiral ascendente.
De pronto el trabajo se detuvo. Un silencio ominoso cayó sobre la escena, y la mira­da relampagueante del monarca fue rubricada por el trueno de una exclamación airada:
 —¡¿Qué significa esto, perros?! ¿Por qué han  parado?
Reuniendo a duras penas el coraje, el jefe de obras se atrevió a decir:
—Se agotaron los ladrillos, mi Señor. Y no queda argamasa. ¡Pero inmediatamente hago que traigan todo!
El ceño del Supremo Regidor se frunció en un rictus de cólera:
—¿Qué es esto, insolente? ¿Te atreves a hablar en jerigonza con tu Rey?
Sacudido por espasmos de pánico, el otro apenas logró musitar:
—No… os comprendo, mi Amo y Señor… ¿Q-qué habéis dicho?
…Al pie, reinaba el caos. Y arriba, en el cercano pero todavía inaccesible cielo, se oyó algo así como un inmenso suspiro de alivio, que, cual huracán devastador, arrasó, al menos por el momento, con otro de los locos sueños de la Humanidad.

* Carlos María Federici (3 de diciembre de 1941, Montevideo) es un escritor, guionista y dibujante uruguayo, de ciencia ficción, policial y terror. Su obra literaria aparece en varias antologías de su país y del exterior. Se lo considera uno de los pioneros de la ciencia ficción y el relato policial en Uruguay. En 2013 se publicó una antología de sus historietas, bajo el título Federici, Detective Intergaláctico, proyecto del periodista Matías Castro, financiado con apoyo estatal.



Fernando Sorrentino, Argentina*

ESENCIA Y ATRIBUTO

El 25 de julio, al querer apretar la letra A, advertí en el meñique de mi mano izquierda una tenue verruga. El 27 me pareció considerablemente mayor. El 3 de agosto logré, con ayuda de una lupa, discernir su forma. Era una suerte de diminuto elefante: el elefante más pequeño del mundo, sí, pero un elefante cabal hasta en su ínfimo rasgo. Estaba adherido a mi dedo por la extremidad de su colita. Así, prisionero de mi meñique, gozaba, sin embargo, de libertad de movimientos, salvo que su traslación dependía por completo de mi voluntad.
Con orgullo, con temor, con dudas, lo exhibí ante mis amigos. Sintieron asco, dijeron que no podía ser bueno tener un elefante en el meñique, me aconsejaron consultar a un dermatólogo. Desprecié sus palabras, no consulté a nadie, rompí relaciones con ellos, me dediqué por entero a estudiar la evolución del elefante.
Hacia fines de agosto ya era un lindo elefantito gris, de la longitud de mi meñique, aunque bastante más voluminoso. Yo jugaba todo el día con él. A veces me complacía en fastidiarlo, en hacerle cosquillas, en enseñarle a dar volteretas y a saltar mínimos obstáculos: una cajita de fósforos, un sacapuntas, una goma de borrar.
En esa época me pareció oportuno bautizarlo. Pensé en varios nombres tontos y, en apariencia, tradicionalmente dignos de un elefante: Dumbo, Jumbo, Yumbo… Por último, ascéticamente, preferí llamarlo Elefante, a secas.
Me encantaba alimentar a Elefante. Yo diseminaba sobre la mesa migas de pan, hojas de lechuga, trocitos de césped. Y, allá lejos, en el borde, un pedacito de chocolate. Elefante, entonces, pugnaba por llegar a su golosina. Pero, si yo ponía firme la mano, Elefante jamás podría alcanzarla. De este modo, yo ratificaba que Elefante no era más que una parte —y la más débil— de mí mismo.
Poco tiempo después —digamos, cuando Elefante había adquirido el tamaño de una rata— ya no pude gobernarlo con tanta facilidad. Mi meñique resultaba demasiado flaco para resistir sus ímpetus.
En ese entonces yo aún conservaba la idea errónea de que el fenómeno sólo consistía en el crecimiento de Elefante. Me desengañé cuando Elefante fue tan grande como un cordero: ese día también yo fui tan grande como un cordero.
Esa noche —y algunas más todavía— yo dormí boca abajo, con la mano izquierda fuera de la cama: en el suelo, a mi lado, dormía Elefante. Después debí dormir —boca abajo, mi cabeza en su grupa, mis pies en su lomo— sobre Elefante. Casi en seguida me resultó suficiente un fragmento de su anca. Después, la cola. Después, la puntita de la cola, donde yo sólo era una pequeña verruga, del todo imperceptible.
Entonces temí desaparecer, dejar de ser yo, ser un mero milímetro de la cola de Elefante. Luego perdí ese miedo, recobré el apetito. Aprendí a alimentarme con perdidas miguitas, con granos de alpiste, con briznas de pasto, con insectos casi microscópicos.
Claro que eso era antes. Ahora he vuelto a ocupar un espacio más digno en la cola de Elefante. Es cierto que aún soy aleatorio. Pero ya puedo apoderarme de galletitas enteras y contemplar —invisible, inexpugnable— ­a los visitantes del Jardín Zoológico.
A esta altura del proceso soy muy optimista. Sé que ha comenzado la reducción de Elefante. Por eso, me inspiran un anticipado sentimiento de superioridad los despreocupados paseantes que nos tiran golosinas, creyendo sólo en el obvio Elefante que tienen ante sí, sin sospechar que él no es más que un atributo futuro de la latente esencia que aún acecha, agazapada.

* Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en 1942. Sus invenciones suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Paraguas, supersticiones y cocodrilos (2013) es su más reciente libro de cuentos.



Nico Gallo, Donato Altomare & Adriana Alarco *

LA MADRE

Estaba delante de él y le hablaba. Preguntaba si su hermano se había casado con Valentina y si había encontrado un trabajo decente. Estaba sentada en una silla de la sala con el mismo traje con el que la vistieron para el funeral. Hasta los zapatos eran los mismos y ni siquiera se veían empolvados, a pesar de los ocho años que había reposado en la sepultura. Hablaba como si nunca hubiese muerto.
—No, madre, Aldo y Valentina se separaron.
—Ya decía yo que no era la muchacha adecuada. ¿Y tú?
—Es verdad que no era buena para mi hermano. Yo me casé con Valentina.
Su madre no contestó, ni lo miró. No tenía ojos, solo dos cuencas vacías. Se levantó. Sonaron sus huesos, una de sus manos se desprendió y quedó agarrada del brazo del sillón.
—Nos vemos mañana —dijo saliendo.
Él no tuvo el valor de correr tras ella para devolverle la mano.
—¿No puedes dejarla tranquila ni aun cuando está muerta, cretino? —preguntó Valentina a la hora del desayuno mientras contemplaba la mano colgada del cuello de su marido—. Pensé que no eras como tu hermano Aldo que no se despegaba de sus faldas… pero, bebe el café, querido.  Lo hice especial esta mañana, ¿y sabes por qué? Le puse un poquitín de cianuro, tanto como para que hoy no faltes a la cita con ella.

*Breve relato escrito junto con dos escritores italianos:
Domenico Gallo, estudió física en la Universidad de Génova y es uno de los apasionados de ciencia ficción más activos en Italia. En 1979 da vida a Crash y luego dirige Intercom con Bruno Valle. Después dirige la colección de Ciencia Ficción y Sociedad en la Mimesis Edizioni.
Donato Altomare: Nació en Molfetta (BA) Italia, en 1951. Ingeniero. Recibió dos veces el Premio Urania, luego el Premio Vegettii y ocho veces el Premio Italia. Existen cientos de publicaciones suyas en Italia y en México. Es Presidente de la SFWorld en Italia. (www.worldsf.it).



Ricardo Giorno; Argentina *

ASÍ SE BAILA EL TANGO

Sentado, la espalda contra las rejas de la vieja jaula, Horacio Julián Serpagli escuchó los primeros acordes.
La jaula de los orangutanes, volvió a decirse por enésima vez. Nada menos.
La orquesta precalentaba, lo sabía bien. Otra milonga se estaría armando ahí abajo, en el camino que daba a la vieja salida del Zoo, por Libertador, y él debería aguantársela. Como se aguantó las anteriores.
Se levantó deslizando la espalda por los barrotes. Jamás lograría permanecer ajeno a una milonga. Imposible resistirse, tal como un voyeur no se resistiría a una mujer desnudándose detrás de una ventana.
Giró, se aferró a los barrotes y apoyó la frente entre dos: la monada, relucientes instrumentos mediante, se preparaba para arrancar a todo ritmo. ¿Cómo es que ellos habían aprendido tan rápido y tan bien a tocar el tango? Serpagli se encogió de hombros. Ya el asunto no le importaba a nadie.
Es que nadie quedaba: él era el último.
Yo, pensó, el último.
—¡Animales! —les gritó. Ninguno volteó siquiera la cabeza. Y la música arrancó nomás: “Comme il faut”, reconoció Serpagli—. Qué tangazo, mamita. Y lo tocan mejor que la orquesta del gordo Troilo, si eso fuese posible. ¡Blasfemos!
A pesar de que no le prestaban atención, se obligó a mantenerse firme. Apretaba los barrotes y encajaba los pies entre ellos con el afán de no ponerse a bailar.
Vio cómo el Oso le cabeceó a Mireya, esa zorra platinada, y juntos trataban de seguir el ritmo. Serpagli ladeó la boca y arrugó la nariz. No se debería revolear a la compañera, y aun menos revolear las patas. Eso no era bailar tango. Pero la jugada la aprovechó Lucía. ¡Lucía!, pensó Serpagli, ¡Qué rata asquerosa! En un segundo, recordó mil veces a Lucía: antes de arrojarle los mendrugos le decía con esa voz apenas entendible,  chillona: “Lucía, Lucía, Lucía” y él debía responderle modulando gravemente la voz, “Lu-cí-a”. Y recién entonces le tiraba la comida.
—¡Rata inmunda! —otra vez, nadie acusó recibo.
Pero ahora, se dio cuenta Serpagli, Lucía jugaba bien sus cartas. Ella misma sacó a bailar al Perro Santillana, que por un momento dejó de mirar con ojos de cachorro abandonado a Mireya, la tomó del talle a Lucía y se confundieron con los bailarines.
Los últimos compases de “Come il faut” dejaron paso a aplausos, chillidos y murmullos.
El Oso miró torcido a Santillana, pero sin previo aviso la orquesta arrancó con “Patético”. Osvaldo Pugliese hubiera creído en Dios si escuchaba esta versión. Serpagli tuvo que apelar a su mayor fuerza de voluntad, y permaneció aferrado a los barrotes. ¿A qué se debería su resistencia? No podía explicárselo. Quizá fuese una manera de sentirse vivo. Una manera de decirle a la monada que les despreciaba la forma de bailar. Una manera de decirle que le despreciaba su música, que en definitiva no era su música. Era la música de Serpagli, la de millones de Serpagli que ya no estaban. Pero en el fondo sabía que él se equivocaba en esto último. Tenía en claro que esos cosos de ahí abajo no habían inventado el tango, aunque lo tocaban con un ritmo de locos. Pero la chingaban con el baile. Y que no le viniesen con discusiones justo a él, a Horacio Julián Serpagli, alias La Bordadora: todavía podía escuchar, allá, en los tiempos gloriosos, donde el tango lo bailaba gente como uno: “Vos no le sacás viruta al piso, vos lo bordás”, le decían a diario.
Y ahí nomás le quedó el apodo. La Bordadora. Ahora, ese título resonó dentro de su cabeza, y él recordó las figuras que dibujaba con la compañera de turno.
Ahora le llegaban nuevos aplausos, murmullos… y hasta aullidos de gozo, de expectativa. ¿Con qué arrancarían?
Ya con los primeros acordes se dio cuenta de que llegaba su derrota:
—“Bahía Blanca”, puta madre. Perdonalos, Di Sarli.
 Parecía mentira, pero esas bestias lograban mejorarlo todo. Un ritmo del infierno que descontrolaba el cuerpo y seducía a las piernas.
¿Por qué no sucumbir al llamado de la sangre? ¿Por qué no darse por vencido? ¿Qué culpa tenía él, si cuando era niño ya no nacían bebés? ¿Qué culpa tenía él, que un día los animales despertasen y se volvieran contra el hombre? Y por último: ¿cuál sería la gracia, la ventaja, de descubrir que los monos aprendieran por generación espontánea a tocar el tango?
Sí, se dejaría ir y bailaría.
Serpagli se separó de las rejas. Elevó una mano igual que sosteniendo una mano, mientras que su otro brazo, como una serpiente, se enroscaba en la invisible cintura de una compañera de baile.
Y bailó.
Bailó como se debía bailar. Los pies pegados al piso, sin siquiera mostrar la suela. Cerrando los ojos para ver mejor.
Él al final les enseñaría.
A los últimos acordes de “Bahía Blanca” los acompañó el silencio. Los animales miraban a la jaula de Serpagli, aprendiendo. Y Horacio Julián Serpagli, vencido y de rodillas, lloraba su último tango.

* Ricardo Giorno: Ricardo Giraldez nació en 1970 en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Sus relatos han sido seleccionados para integrar diversas antologías, tanto en España como en Italia, Estados Unidos y Argentina. Entre los premios con que ha sido galardonado figuran: Premio Finalista en el "I Premio 'Palabra sobre Palabra' de Relato Breve 2013". Mención de honor en el XL Concurso Literario “Cultura en Palabras 2014”. Mención de honor en el XLII Concurso Internacional de Poesia y Narrativa “Unidos por la palabra  2014”. 1° PREMIO en el 1º Certamen Literario “Dr. Juan Atilio Bramuglia” (2014). La editorial española Editarx acaba de publicar La fortuna o la muerte, primera novela del escritor.



Patricio G. Bazán, Argentina *

AMOR CARRUSEL

Suelo trabajar en la cocina porque es el ambiente más tranquilo de la casa, donde tengo a mano todo lo que un redactor solitario necesita: café, bizcochos y espacio para fumar sin que a nadie incomode. Y como el resto de la familia duerme arriba, además puedo escuchar mi vieja radio portátil sin riesgo de despertarlos.
En líneas generales, no me llevo bien con la nostalgia, pero a causa del hábito de escuchar radio mientras escribo, diariamente sintonizo una FM que emite viejos éxitos de los ochenta. Esta noche parecían estar algo descuidados, ya que pasaron la misma canción por quinta vez: "Amor Carrusel", de la casi olvidada banda de música pop "Dalia y Los Pedúnculos".
Llamé, un poco en broma, para avisarles del error, pero negaron haberla pasado aún. Cuando repitieron la misma tonada (que, a esta altura, ya comenzaba a aborrecer), volví a reclamar. Curiosamente, no recordaban haber hablado antes conmigo.
"Las cosas se repiten una y otra vez / Nuestro amor es un carrusel". Ahí va, una vez más la empalagosa voz de Dalia, lamentándose de las situaciones de la vida que entran en un bucle de reiteraciones incontrolables... Bueno, después de padecerla siete veces seguidas, yo me lamentaba junto a ella.
¿Que podía apagar la radio? ¡Claro que sí! Pero, honestamente, ¿cuántas oportunidades tiene un tipo sencillo y rutinario como yo de presenciar un evento tan extraordinario? Anhelaba descubrir cómo terminaría la equivocación más vergonzosa de toda la historia de la radiofonía.
Aparté el artículo que debía terminar —una nueva variación del tema de siempre, el apocalipsis nuclear como resultado de la crisis entre EE.UU y Rusia—, tomé una hoja en blanco y me puse a enumerar las hipótesis que surcaban mi horizonte mental como misiles intercontinentales.
A) La emisora sufría algún percance técnico. Pero, en ese caso, ¿por qué negarlo? Una simple grabación anunciando desperfectos temporales hubiese bastado para disculpar tanta desprolijidad radial. Inaceptable.
B) La estación había sido tomada por un comando terrorista: eso explicaría las mentiras telefónicas y la repetición de la última canción que seguía sonando sin que el operador pudiera cambiarla. Pero no habían lanzado ninguna proclama (a menos que la cancioncita fuera su himno revolucionario). Ilógico, pero no imposible.
C) Sigilo. Siguiendo la idea anterior, la emisora estaba tapando algo más grande que un secuestro, y estaban haciendo tiempo hasta tener noticias. Probable...
Estaba por cambiar de estación cuando una serie de golpes en la ventana de la cocina reclamaron mi atención. Uno tras otro, los pájaros de la vecindad se estaban estrellando contra el vidrio, atraídos fatalmente por la luz de la cocina. Me quedé parado sin saber qué hacer hasta que, movido por una alarma interior, salté sobre la llave de la luz.
En ese preciso instante, la radio horadó el aire con un chirrido insoportable. "¡Ahí está la falla técnica!", pensé, girando frenéticamente el dial. El momentáneo silencio me advirtió de otro fenómeno inaudito: una salva de ladridos. Sonaba como si estuvieran metiendo a un millón de perros dentro de una picadora de carne. ¿Qué pasaba esta noche? Para no atravesar toda la casa, regresé a la ventana con la radio aún en la mano, pero los pájaros habían dejado el cristal en un estado penoso y no podía distinguir demasiado de lo que ocurría afuera.
Volví a intentar captar otra emisora con los aullidos de fondo: estática y voces entrecortadas:
—...omunicaciones interrumpidas entr... ZZZRRRCHH... efugios ante la SHHHHminente conflagrSHHHHHRRRÑÑÑ... Se ruega a la poblacSSHHRRRYYuclear...
¿Se había estropeado la vieja Spica? Caminé hasta el living a encender la televisión, pero ahora no había electricidad. Volví derrotado a la cocina en busca de velas, tan ciego como los pájaros estrellados.
Un resplandor lejano, malignamente verdoso y punzante, se abría paso en el horizonte, como una gigantesca marea de luz amenazadora que sustraía la mirada. Maldije, porque se me resbaló de las manos el paquete de velas que había encontrado en un cajón, y porque no recordaba adónde había dejado mi encendedor.
Así estaba yo en cuatro patas, como uno de esos perros que ya no ladraban, tanteando el paradero de las velas, cuando un súbito fulgor iluminó el suelo de la cocina. ¡Allí estaban! Junto al cubo plástico de la basura. Las agarré con un manotón de ahogado, sin cuestionar aquella fugaz y oportuna luz. Aún hincado en esa poco elegante postura, escuché el sonido de vidrios rotos: "un pájaro enorme rompió la ventana", imaginé, y cuando estuve a punto de alzarme como una furia vengadora, el nervio ciático me obsequió con uno de esos tirones dolorosos que te dejan hablando en arameo. Bien podría haber entrado un huracán, que yo sólo tenía consciencia para sufrir por un puñal clavado en las carnes. Tendría que hacerle caso a mi mujer y visitar a un traumatólogo. Odiaba tener que darle la razón.
Cuando al fin pude reincorporarme, comprobé que, efectivamente, había entrado a la cocina algo muy parecido a un huracán. Todo lo que conocía ya no estaba en su lugar. Ni siquiera el cielorraso: un ominoso firmamento alborotado de colores caprichosos me miraba ceñudo, como si yo fuera el responsable. Aparentemente, el resto de la casa había levantado vuelo mientras yo sufría en el piso como un perro apaleado. Susana, los chicos...
Minutos u horas después, un sonido bajo y chirriante me sacó del estupor. No eran sirenas, aunque podría escucharlas dentro de poco. Apartando unos escombros con el pie, encontré la fuente: mi vieja radio a pilas, fuerte y bien fabricada, capaz de sobrevivir a un ataque nuclear. A punto estuve de agacharme a levantarla, pero recordé el ataque lumbar. Mejor dejarla donde estaba.
Sin saber qué hacer a partir de ahí, y con el fondo de los acordes del himno antifonal "Amor Carrusel", caminé lentamente hacia el sitio donde alguna vez estuvo la puerta de mi casa con una vela apagada en la mano, susurrando como un salmo su pegadizo estribillo:
—"...Las cosas se repiten una y otra vez / Estamos montados en un carrusel..."

* Patricio G. Bazán (Argentina, 1965). Escritor e ilustrador. Autor de obras de ficción inéditas, entre las que se incluyen Panoplia (cuentos), la novela El Tapado y el León, y varias obras de teatro. Participó en las antologías Grageas 3 (2014) y Cien Páginas de Amor (2015).



Luciano Doti, Patricio G.Bazán y Adriana Alarco de Zadra *

MAÑANA ANORMAL

Ricardo salió a correr como todos los días en una mañana normal. En medio de su recorrido habitual, una chica se cruzó con él y le dijo:
—Mejor no vayas hasta allá, porque está la policía y un montón de gente alrededor. Supongo que hubo un accidente o un asalto.
Ricardo agradeció el aviso y dudó acerca de tomar el consejo o no. Decidió hacer caso omiso a la advertencia. Aproximándose al lugar del incidente, las luces de los patrulleros lo atrajeron como un faro en la penumbra.
—Circulando, circulando… —un policía con cara de nada repetía aburrido la misma orden inútil. Mucho vecino en piyama y camisón interponiéndose entre su visión y aquél cuerpo inerte.
—Parece que le dio un infarto mientras corría… —opinó un típico transeúnte sabelotodo, que le observó detenidamente, tal vez para comprobar si le prestaba la debida atención.
Pudo acercarse lo suficiente como para observar al muerto: vestía ropas deportivas similares a la suya.
La cara ensangrentada no permitía verle los rasgos.
—¡Es él! – gritaron varias personas señalándolo. La chica corredora se acercó:
—Ellos saben quién eres…
—¿Cómo es eso?  ¿Yo qué tengo que ver?
—Mucho.  Ellos saben que ahora tú también eres un fantasma como todos nosotros… ¿o no te habías dado cuenta?
Ricardo la miró incrédulo. 
—¿Te estás burlando de mí?
La corredora desapareció de su vista desvaneciéndose entre la muchedumbre.  Asustadísimo, se desmayó y falleció de infarto.

* Breve relato escrito junto con dos escritores argentinos para el blog: Cuentos del Can Cerbero.
Patricio G. Bazán (Argentina, 1965). Escritor e ilustrador. Autor de obras de ficción inéditas, entre las que se incluyen Panoplia (cuentos), la novela El Tapado y el León, y varias obras de teatro. Participó en las antologías Grageas 3 (2014) y Cien Páginas de Amor (2015).
Luciano Doti (Buenos Aires, Arg.1977). He ganado 5 premios literarios. Habla inglés y esperanto.



Ricardo Giraldez, Argentina *

CARONTE

Sin saber cómo, sin recordar por dónde ni por qué, la sombra de lo que una vez fuera un hombre llegó hasta la punta del muelle en lo que semejaba el último confín del mundo, y allí, ignorante del motivo y siguiendo acaso un encargo ancestral, hizo sonar la campana que pendía a uno de los lados del malecón. Los últimos ecos del bronce no se habían extinguido todavía, cuando la figura escuálida de Caronte y su fúnebre barca emergían entre las espesas nieblas, como flotando sobre la nada inasible. Apenas se hubo acercado al muelle la nave, la sombra de lo que una vez fuera un hombre tomó asiento en ella, aunque sin emitir palabra, y Caronte, sin pronunciar palabras tampoco, comenzó a agitar una vez más el largo y pesado remo.
Navegaban solos las aguas negras y las neblinas que alrededor semejaban extenderse hasta el infinito acrecentaban el sentimiento de soledad. Entonces, acaso por efecto del denso chapoteo del remo al paladear las negras aguas, la sombra de lo que una vez fuera un hombre recordó, sin saber cómo, que una vez, en una vida pasada y ya lejana, vivida hacía tantísimo tiempo y que databa también de apenas sólo unos brevísimos instantes, él había sido poeta. Y como si sus manos sostuviesen una lira ideal y su emoción dormida hubiese recibido el mágico beso de un último despertar, la sombra de lo que una vez fuera un hombre y un poeta comenzó a entonar una canción evocadora de sensaciones hacía tanto tiempo perdidas… y hacía tan poco tiempo sentidas.
Cantó sobre el primer amor, sobre el primer beso, la primera ilusión y el primer desencanto. Cantó sobre un ideal tan alto como las estrellas y sobre el reflejo de ese ideal y esas estrellas cristalizado en los lodosos barrizales. Cantó sobre crepúsculos solemnes bajo cuyos fulgores encantados se realizaran solemnes juramentos. Cantó sobre la gran meta, sobre la ambición homérica y sobre la soledad de una búsqueda magnífica y la injuria de un destino burlón. Cantó sobre conquistas en terrenos vírgenes e innominados y cantó sobre el fracaso y caída en una tierra ultrajada y mal nominada. Cantó sobre el esfuerzo, la lucha, la entrega absoluta a una noble causa y sobre la absoluta incomprensión de una casta sometida al innoble afán. Cantó sobre la pasión del hombre inspirado por la magia y los hechizos, parodiado y despreciado siempre por una realidad escéptica y descreída. Cantó todo ello, sí, y cantó mucho más aún. Y el amor era grande siempre en la canción; y el amor era la canción misma siempre; y aun entre las lágrimas, y aun bajo el peso de un sufrimiento infinito, el amor lo era todo, y el amor cantaba a todo.
Hasta que finalmente la barca de Caronte puso proa en la orilla sombría de la que nada se sabe puesto que de ella nadie vuelve, y la sombra de lo que una vez fuera un hombre y un poeta dejó de tañer con dedos hábiles su lira ideal para desaparecer bajo la niebla espesa y por siempre y nunca jamás.
Y cuando Caronte volvió a batir las negras aguas con su largo y pesado remo, antes de que las últimas notas de la canción que acababa de hender el silencio infinito se desvaneciesen en sus proverbiales oídos, masculló lo que siempre mascullaba en esa hora sin tiempo del lúgubre trayecto, lo que era su sola filosofía, aquello único que había logrado intuir y concluir del inefable sino al que se hallaba él también sometido:
“Y todo para nada”.


* Ricardo Giraldez nació en 1970 en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Sus relatos han sido seleccionados para integrar diversas antologías, tanto en España como en Italia, Estados Unidos y Argentina. Entre los premios con que ha sido galardonado figuran: Premio Finalista en el "I Premio 'Palabra sobre Palabra' de Relato Breve 2013". Mención de honor en el XL Concurso Literario “Cultura en Palabras 2014”. Mención de honor en el XLII Concurso Internacional de Poesia y Narrativa “Unidos por la palabra  2014”. 1° PREMIO en el 1º Certamen Literario “Dr. Juan Atilio Bramuglia” (2014). La editorial española Editarx acaba de publicar La fortuna o la muerte, primera novela del escritor.

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